Centro y Templo
Quisiera aproximarme a la contemplación a partir de una interpretación posible de su etimología, “permanecer en el templo”; lo que me permite enlazar con otra etimología, también posible, de meditación, “estar en el centro”. Siendo tanto el Centro como el Templo una manera -ateísta, la primera y teísta, la segunda-, de nombrar el fondo de realidad que somos.
A través de la meditación el ser humano busca conocer su medida y lanza el compás de su geometría desde un centro, el punto de buceo más profundo, que se corresponde con su auténtica naturaleza esencial. A través de la contemplación se busca conocer un centro, que es a la vez, para muchos, un templo, morada de la divinidad, en la que habita una presencia, el huésped del alma, el espíritu… Ambos señalan ese fondo de realidad que produce el asombro de los filósofos, de los místicos, de los verdaderos científicos ante el Misterio del Ser, que se pronuncia en el silencio de la interioridad.
El primer paso para iniciar esa peregrinación al núcleo, sea centro o templo es el cultivo de la atención, siendo ésta, una cualidad de la conciencia que se puede entrenar con las virtudes de la perseverancia y el esfuerzo correcto, correcto en el sentido de que uno cultiva la atención en aras de una realización interior que desvelará, en última instancia, uno de los atributos esenciales de ese misterio del ser, la unidad de la multiplicidad, anulando en su más alta realización la dicotomía y a veces oposición entre un yo, que se siente aislado y separado del otro, que es el prójimo, tanto humano, como no humano, animado e inanimado. Uno medita y contempla para hacerse uno, para unificarse, en un proceso de integración que acoge cada brizna de hierba como el tejido de su propia alma. Proceso, por tanto, de profundas implicaciones éticas.
Desde la mirada contemplativa -que se inicia con ese esfuerzo continuado a la par que amable y relajado de sostener la atención sobre la realidad, hasta que ésta empieza a pronunciarse en el hondón del alma, con la sutileza de una brisa queda- el ser humano comprende que no hay separación entre los fenómenos, que todo está misteriosamente unido por un Principio atractor, que muchas cosmovisiones sapienciales coinciden en nombrarlo con la palabra Amor, por la capacidad que tiene de unir lo aparentemente separado en una unidad mayor, y porque trasciende los fenómenos, que son unificados desde sus aparentes diferencias, y porque obra desde el interior nuclear de cada uno de ellos, con una fuerza unitiva, cohesionadora, que hace que las órbitas de los planetas giren en armonía o que las partes del cuerpo se mantengan cohesionadas, que la naturaleza renueve sus sistemas y calendas con la perfección de una sinfonía y muchos otros misterios que aún no tienen ni nombre, ante la vastedad de su dimensión de infinitud. La Unidad, dicen, es la médula irreductible de la realidad.
Ese Centro o Templo, recibe muchos otros nombres, cada cosmovisión sapiencial, religiosa y/o espiritual lo ha nombrado acentuando uno u otro atributo que le ha sido revelado o inspirado, el Tao, Brahma, la Vacuidad, el Absoluto, Gran espíritu, Dios, Padre, Madre y, solo recientemente y, en un porcentaje muy pequeño, una parte de la humanidad prefiere no nombrarlo con acepciones que dejen vislumbrar lo sagrado, pues no pueden desligarlo de lo religioso como institución fallida, en muchos casos, y solo se siente cómoda en una formulación científica, como materia oscura, azar, evolución, pero incluso la búsqueda de la ciencia también nace de un esfuerzo que la mente está impelida a seguir, un cuestionamiento que no puede ser suprimido. “Ya sea por la búsqueda intelectual de la ciencia o por la búsqueda mística del espíritu, la luz hace señas y el propósito que brota adentro de nuestra naturaleza responde” decía Sir Arthur Eddington.
Lo que se observa, por tanto, en el corazón de todas las religiones y/ o cosmovisiones sapienciales es la certeza de que existe una verdad fundamental, y de que esta vida nos brinda una oportunidad sagrada para evolucionar y conocerla. Y para acceder a esa verdad, para conocer y ser esa verdad sobre la tierra, casi todas señalan tres elementos a realizar que atañen a la inteligencia, a la voluntad y al corazón. El primero es una Verdad, una sabiduría, que se puede expresar de forma mitológica o especulativa, y aquí el mito no es algo primitivo, prelógico como dicen algunos antropólogos sino que su lenguaje simbólico es supralógico, ve las apariencias en conexión con las esencias. Como decía Wofgan Smith “ese mito no habla a la mente analítica, sino al intelecto intuitivo, a veces llamado “el ojo del corazón”, facultad que por desgracia la civilización moderna ha tratado de ahogar por todos los medios”. Esa sabiduría recoge los principios generales y la mayoría de las veces universales que inspiran a las distintas visiones tradicionales sobre el orden natural y sobre el lugar que el hombre debía ocupar en él. En el caso que nos ocupa la realización de esa sabiduría nos permitiría devolver la dimensión sagrada a la naturaleza y revertir su actual profanación, gracias a un cambio de piel intelectiva, que decía Teresa Román, que nos permitiría discernir. “El resultado moral de tal perspectiva es una actitud respetuosa o incluso devocional para con la naturaleza virgen, ese santuario –cuya llave ha perdido Occidente desde la desaparición de las mitologías- que fortifica e inspira a aquellos de sus hijos que han conservado el espíritu de sus misterios.” Fritjof Schuon.
El segundo elemento es un método para poder concentrarse existencialmente en esos principios, en esa verdad que formulan, aprehender directamente esa sabiduría, saborearla, degustarla en carne propia, como puede ser la contemplación y la meditación, también la oración en sus grados de absorción, donde la oración mental deja paso a la oración del corazón, como señalaba Santa Teresa, o la invocación, que parte de una concentración en un mantra o nombre divino para fijar la mente en un solo punto, concentrarla en un solo pensamiento, excluyendo todos los demás pensamientos hasta que con el tiempo desaparezca incluso aquel pensamiento único y la mente se extinguirá en su propia fuente. Fuente que, según muchos sabios, está dentro del corazón y de la que mana, como un manantial incontenible, la gracia de poder ver las cosas como realmente son. En el caso que nos ocupa de las implicaciones éticas de la mirada contemplativa, un método de realización de la verdad nos permitiría una voluntad capaz de trascender el habitual egocentrismo individualista que nos separa de la naturaleza, una realización del querer hacia objetivos trascendentes,.
Y un tercer elemento que ennoblece el corazón, el carácter, que en algunas tradiciones se llama un cuerpo de virtud, los mandamientos, en nuestra propia tradición, una ética que se hace universal en la medida en que el acto, la palabra y el pensamiento justo brotan de una realidad que se pronuncia sin obstáculos, en un corazón purificado y no de una moral, que por definición, habrá de ser relativa al contexto cultural en la que se forja, aunque su contextualidad sirva a un colectivo para lograr cierta coexistencia pacífica. Como dice el sabio Lao Tse, la justicia solo es necesaria cuando el amor falta. O en palabras de San Pablo “ama y haz lo que quieras”. La nobleza del carácter nos hace conformes a la verdad que nuestra inteligencia conoce, y que nuestra voluntad elige. Nos hacemos amantes. Y no hay fuerza más cohesionadora que el amor, como hemos visto al principio, las implicaciones éticas de estar enamorado de la naturaleza noble interior y de la exterior nos hace recuperar el testigo de ser amantes custodios de la tierra.
Estos tres elementos forman parte de toda ciencia contemplativa tradicional y son los que permiten a los pueblos tradicionales leer en el libro abierto de la naturaleza el orden del mundo y su relación con él. De ahí surge su profunda sabiduría «ecológica», un íntimo conocimiento del mundo natural, que, por otra parte, saben aprovechar con mucha inteligencia para su sustento, sin destruirlo inútilmente y con un íntimo sentimiento de gratitud que manifiestan constantemente, que ancla la paz y plenitud que todo ser humano aspira, lo sepa o no, como decía Edith Stein. “La Paz…. Entra en las almas de los hombres cuando estos se dan cuenta de su relación, de su unidad, con el universo y todos sus poderes, y cuando comprenden que en el centro del Universo mora Wakan-Tanka (el Gran Espíritu) y que este centro está en realidad en todas partes, está dentro de cada uno de nosotros”. Joseph Epes Brown.
Contemplar. Meditar. Un peregrinar hacia la interioridad
La mirada contemplativa, nace de una ciencia, que es el arte de la vida buena, busca cultivar una mirada que ve, como decía F. Schuon, la transparencia metafísica de los fenómenos, siendo los fenómenos que contempla, tanto interiores y por lo tanto subjetivos, como pueden ser las sensaciones, las emociones, pensamientos y en última instancia la naturaleza misma de la mente o conciencia que observa todos esos niveles, como exteriores u objetivos, que las cinco puertas sensoriales permiten percibir y conocer. Siendo el núcleo de ambas contemplaciones misteriosamente el mismo, pues en lo más hondo de nuestra naturaleza nos encontramos la naturaleza de todas las cosas. Como si el punto nuclear, se extendiera en el tiempo y en el espacio como un hilo conductor que engarzara todas las perlas, todos los fenómenos, lo que permitiría desde cada una de ellos acceder a ese hilo continuo; de la periferia de una mariposa al centro mismo que anima su grácil vuelo.
Ambas contemplaciones, la del jardín del alma y la del jardín del cosmos parten del cultivo de una atención plena, que es aquella atención que puede mantenerse enfocada de forma estable y con vivacidad, es decir con cierta lucidez, en un objeto interno o externo para empezar a conocerlo. Para alcanzar ese primer nivel de la atención, que es mantenerla fiel, conectada a un objeto es necesaria la calma, la serenidad, la quietud, la ausencia de ansiedad. Por lo que el primer paso de este camino de mil pasos es relajar el cuerpo, ablandarlo de tensiones y crispaciones para, a continuación, poder relajar la mente, asentarla en su estado natural, donde se manifiesta su lucidez innata, su estabilidad y su contento sin objeto.
Estos dos pasos de aquietamientos paulatinos, primero el cuerpo, después la mente, un cuerpo aquietado, ayuda a sosegar a la mente, permiten observar los lirios y mirar los pájaros, permiten observar también lo que nos inquieta internamente sin identificarnos ni intoxicarnos con las emociones aflictivas, que nos dejan su mensaje para que atendamos lo que no está en armonía en nuestras vidas, sin embargarnos totalmente, gracias a mirarlos con cierta distancia para comprender su mensaje y no solo sufrirlo podemos tener una perspectiva más amplia, más ecuánime y desde ahí podemos buscar una identidad más profunda que es la que contempla ecuánimamente el ir y venir de esa primera capa de rumiación mental, la mayoría de las veces profundamente inconexa, sin una narrativa lógica, que ha recibido muchos nombres: mente ordinaria, “la loca de la casa”, “el mono loco”, por una tendencia que tiene de saltar en modo piloto automático del pasado hacia el futuro, del futuro hacia el pasado, eludiendo el presente en el que acontece la vida plena, en un árbol de ideas, asociaciones, narrativas inconscientes que se llevan una gran parte de nuestra energía atencional, pero en un modo “a oscuras”, sin saber lo que estamos pensando y cómo eso determina toda nuestra vida, nuestra actitud, nuestro sentir, impidiendo, a su vez, a la luz de la conciencia concentrarse en el presente, que es donde se pronuncia la realidad y estabilizarse a voluntad en una idea, una reflexión de más calado, o en el canto de un pájaro, la brisa de los pinos al atardecer que hablan de un no sé qué, que si se atendiera produciría una reminiscencia de un paraíso perdido, precisamente perdido, por falta de atención plena.
Esa actividad inconexa de la loca de la casa es fruto, por una parte, de su propia naturaleza, que es burbujear, como el agua hirviendo, generando asociaciones de ideas que pueden ser muy creativas, en ocasiones, entre lo que nos agrada y lo que nos disgusta, respecto al pasado o al futuro, pero actualmente se detecta en el mundo moderno un exceso de energía mental que se va agudizando por nuestra inmersión a pasos agigantados en una era tecnológica en la que la escisión entre el cuerpo y la mente se ve acentuada dramáticamente, escorándose nuestras vida, a través de nuestros oficios, hacia una hiperestimulación de esta última, volviéndonos cada vez más sedentarios, dependientes de las aplicaciones, y aumentando progresivamente los trastornos de déficit de atención e hiperactividad no solo en niños sino en adultos, los cuales son incapaces de fijar la atención más de medio minuto seguido, porque se aburren y necesitan cambiar constantemente de actividad, La tecnología actual nos está sumergiendo en lo que los científicos denominan un estado no cognitivo hipnótico y letárgico o como dice Rose Goldsen, profesora de la Universidad de Cornell, en un aprendizaje nemónico; es decir, “aprender sin la participación consciente del sujeto. Un estado pasivo alfa que anula nuestros procesos mentales y destruye nuestros impulsos creativos”. O, lo que es más significativo para nuestro enfoque, “por la forma en que las imágenes son procesadas por la mente, la televisión –o dispositivos electrónicos- inhibe los procesos mentales por los cuales nos relacionamos con el entorno”: Jerry Mander
Si como decía el psícologo William James, la atención es el pilar del aprendizaje, incluido el contemplativo, el problema actual de la falta de atención tiene un calado de hondas repercusiones filosóficas, ontológicas. Pues un ser humano que no atiende no aprende, no conoce, no puede discriminar lo que le hace bien, lo que le hace mal y discernir, por ejemplo, que la concepción moderna del mundo y de la naturaleza le hace sentirse separado y por encima de la naturaleza sin apenas relación con lo que le sostiene y rodea y por lo tanto se siente autorizado a explotarla extendiendo su poder y dominio sobre el universo en un anhelo de progreso infinito, dramáticamente expresado por Francis Bacón uno de los padres de la revolución científica, cuando alababa el poder de la tecnología sobre la Naturaleza,“conquistarla y someterla, estremeciéndola en sus fundamentos”, o más recientemente uno de los padres de la genética, “guerra colonial contra la naturaleza”.
Sin atención estamos perdidamente alienados ante las consignas del consumismo feroz que promete agotar muchos de los recursos planetarios en puras veleidades, vanidad de vanidades. Sin ella somos incapaces de abandonar la seductora periferia de la felicidad hedonista, que por supuesto tiene su razón de ser, en unos límites razonables –cambiar de armario cada temporada puede resultar obsceno ante la tragedia de las migraciones ambientales-. Una vez cubiertas las necesidades básicas de comida, vestido y hogar, dicha felicidad no tiene la capacidad de nutrir la sed que todos sentimos en la profundidad de “un algo más” que, fatalmente hemos confundido con el tener. Se trata de una sed infinito, de plenitud que no se sacia sino siendo quienes realmente somos. Centros y/o templos del espíritu que sopla en lo profundo, el arjé, en cuya dimensión se puede crecer infinitamente sin agotamiento de los recursos finitos que son patrimonio de todos, no de los que pueden pagarlo, por una extraña moneda de cambio que ni se bebe ni se come, cuya entelequia promete devastar toda la tierra.
Sin atención no podemos peregrinar de la periferia de los miles de fenómenos, ahora mayoritariamente datos, informaciones que nos asedian sin ningún sentido de unidad al templo del Ser, al centro en busca de la genuina felicidad que decía Aristóteles, la eudamonia, que no necesita de circunstancia externa para manifestarse, sino que es una disposición del alma, que no coge para ser feliz sino que donándose se expande, se realiza en su plenitud. Como decía San Francisco, no es el consolado sino el que consuela el que posee la riqueza del espíritu. Y es, desde esa comprensión y vivencia, de que estamos sentados en un montón de oro, que hay un tesoro escondido, un reino de dicha sin objeto desde donde podemos transformar nuestra mentalidad llena de ansia de colmar un vacío que no cesa, trascender una disposición del alma que es la que, en última instancia degrada el mundo, como tan bien expresó Martin Lings: “el estado del mundo exterior no sólo corresponde al estado general de las almas de los hombres; también, en cierto sentido, depende de ese estado, ya que el hombre es el pontífice del mundo exterior. Así pues, la corrupción del hombre debe afectar al todo…” Y no hay mayor corrupción que la del ser óptimo que destinado a ser la conciencia de la creación se convierte en su principal depredador, en el pésimo cáncer que promete asolar el cuerpo ecosistémico.
La raíz de la Crisis medioambiental está en un profundo malestar espiritual de no ser quien somos, de estar por debajo de nuestras posibilidades de realización. Nos comportamos como máquinas biológicas que luchan por la subsistencia, sin heroísmos de ningún tipo, acaparando más de lo que necesitamos. Sin este ejercicio de sinceridad y humildad no estaremos en disposición de empezar a curarnos de esta enfermedad del alma que está arrasando con la Madre naturaleza a través de dogmas tan peligrosos como el consumismo, el desarrollo, el crecimiento económico, o el industrialismo que tienen cegado el ojo del Corazón del hombre civilizado. Así que las implicaciones éticas de la mirada contemplativa son enormes, y la comprensión de su profunda capacidad para la alquimia interna del dormido espíritu humano nos confiere la fuerza para cultivar la atención, con perseverancia y paciencia, rescatándola y recolectándola hacia lo realmente necesario
Purificación. Atender lo real
Los maestros en la contemplación nos dicen que después de haber sosegado el cuerpo, atendiendo sus crispaciones, relajándolo, ablandándolo, procedemos a sosegar la mente, atendiendo lo que la intoxica, aflige, preocupa y que, en ambos casos, la actitud es la purificación, que se basa en discriminar lo que a nivel corporal y mental nos daña y abstenerse de ello y lo que nos sana elegirlo. Esa actitud vigilante nos va limpiando de inercias mentales, de hábitos dañinos, de reactividades automáticas, de comportamientos poco éticos hacia los semejantes y seres vivos con los que compartimos este viaje de la vida y a medida que nos conocemos podemos conocer la realidad con más objetividad, con más claridad, con menos contracciones de cuerpo y alma, que la deforman y sesgan.
“Esperaré a que llegue
lo que no sé y me sorprenda
Pero vaciaré mi casa de todo lo enquistado.” Benjamín González Buelta
Como decía Raimon Pánikkar “Ver los lirios es conocerlos de verdad -cosa que sólo es posible si estamos libres no sólo de prejuicios sino también de todo peso en nuestra mente. En un lenguaje tradicional, sólo si nuestro espíritu es puro, sólo si está vacío, podemos saber de verdad. Sólo la vacuidad (sunyata) vuelve transparentes las cosas y abre un espacio (akasa) de libertad”. Por eso toda tradición espiritual inicia el viaje de la interioridad, -ese peregrinar de la periferia al centro, de una mente distraída a una mente concentrada-, con la purificación de su mente o alma, que se realiza entre otras cosas, con la abstención de todo lo que la distrae de lo único realmente necesario, que es estar despiertos, atentos y amantes.
Simone Weil decía que amar es tanto como estar atentos. Y esa purificación surge también de la elección de recordar en cada instante a ese “fondo de realidad” que se pronuncia en el presente a través de nuestras palabras, actos y pensamientos, en definitiva, de nuestra vida, si quitamos los obstáculos egoístas que le impiden mostrar su verdad, bondad y belleza, que le son intrínsecas.
Y esto es precisamente lo que la atención hace en los primeros estadios de la meditación y/o contemplación, saltar obstáculos, volver una y otra vez al instante presente con plenitud de mirada, libre de categorizaciones o, mejor dicho, prejuicios, para que la realidad se pronuncie por sí misma y no a través de mis etiquetas o presupuestos que limitan su insondabilidad. Recolección a recolección de la atención dispersa, conectándola una y otra vez al objeto elegido, ya sea de la naturaleza externa o la interna, se va despejando el camino de regreso al centro, a la morada, nos vamos purificando de exceso de pensamientos, nos vamos vaciando, virginales como nieve pura, suceptibles de reflejar la huella clara.
A través de un silencio interior paulatino o, en algunas ocasiones sorpresivamente, por intervención de la gracia -que concede a un paisaje, a una mirada la capacidad de conmovernos profundamente la visión-, la loca de la casa se apacigua, ya no salta del pasado hacia el futuro, a velocidad de vértigo y se somete, poco a poco, a una función de la inteligencia más profunda, menos dual, capaz de atender y estar al tanto de la buena nueva que la realidad siempre trae en las alforjas del presente.
Y así nos vamos acercando desde el cultivo de la atención a esa mirada contemplativa en la que como decía Simone Weil el pensamiento ha de estar suspendido, disponible. “Vacío y penetrable al objeto y sobre todo la mente debe de estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella”, y en esa atención relajada, en esa mirada amable dar la oportunidad a que los lirios del campo se pronuncien y como decía D. Suzuki, “cuando veo la flor y la flor me ve, esta clase de intuición o identificación recíproca no es visión individual, no es intuición individual. “Yo veo la flor y la flor me ve” significa que la flor deja de ser flor y yo dejo de ser yo. En su lugar hay una unificación. La flor se disuelve en algo superior a una flor y yo me disuelvo en algo superior a un objeto individual.”
Y para ello, para acceder a estas alturas se puede empezar, sencillamente y, por ejemplo (hay muchísimos métodos de cultivo de la atención) cultivando la atención en el aliento, en el espíritu de la respiración que nos anima y nos une en relación con todos los seres vivos. La respiración une la mente y el cuerpo, y hemos visto que ambos han de estar sosegados, atenderla con curiosidad y sin forzarla calma el cuerpo, al activar procesos bioquímicos que producen endorfinas y serotoninas, y calma a la mente, pues se le da un objeto vivo para que deje de rumiar ansiedades de futuro, nostalgias del pasado. Un objeto que me trasciende, pues ¿de dónde viene el aire que respiro? Ese que quizá ha rozado la cumbre del Anapurna antes de regresar alado a mis pulmones. Cultivarla atendiendo el cuerpo que respira, que es la primera morada del hombre en el mundo, y reflejo de esa otra morada que es la casa de todos, la natura. Y atender ese cuerpo, templo vivo que transita por la linealidad de su historia, de una biografía única, para que deje en su caminar, tras cada huella, la primavera de una presencia amorosa sobre la tierra; caminando sobre ella con paso atento, como quien recorre un templo sagrado, donde todo es milagro, obra de arte, asombro para el poeta y para el científico, don de gratuidad que conmueve y enamora y responsabiliza hasta la médula, ante la constatación de que todo es un “interser”, que nada del otro, del prójimo, incluidos todos los seres, me puede ser indiferente, que la tierra es sagrada, que todo en ella significa.
Y ese camino de mil pasos que empieza con el primer paso de la atención es un proceso de paciencia y perseverancia que atraviesa el tiempo y el espacio y para quien se sienta abrumado de lo que supone ascender desde los valles, o pantanos, desde las sombras de la cueva cósmica, donde todo nos esclaviza y alinea hasta la majestuosa cumbre de la montaña donde el paisaje de la vida, su gramática se revela como una red de interdependencias en una libertad que sana y salva le recuerdo las palabras de Simone Weil para acompañar cada paso con la conciencia de cultivar un tesoro.
«El deseo de luz produce luz, y hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo y atención. Es realmente la luz lo que se desea cuando cualquier otro móvil está ausente. Aunque los esfuerzos de atención fuesen durante años aparentemente estériles, un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos inundará nuestra alma. Cada esfuerzo añade un poco más de oro a un tesoro que ya nada en el mundo nos puede sustraer».
La luz de la mirada que ilumina el mundo. El amor
Porque todo es luz, luz hecha materia, luz que ilumina el origen de la materia, solo hay que despejar la mirada, convertirla, interiorizarla para que ilumine el mundo a su paso. “La visión de la Realidad es una visión que la Realidad tiene en nosotros; es llegar a ser real.” R. Panikker. Y cuando uno es real, las ansias de ese yo separado por poseer la tierra se convierten en una metanoia fértil de cuidar las huellas del Amado, los rastros visibles de lo invisible. “Cuanto más puro y más vacío estoy, más clara es la visión, menos distorsionada es la imagen. Somos espejos del todo. La dignidad específica del hombre, decían los escolásticos cristianos, es ser capaz de especular, esto es, ser un speculum de lo real.” Y ser espejo de la luz, es tener un corazón puro, noble -pulido con el recuerdo, smriti, en sánscrito, sati, en pali, traducido por atención plena, en español, atender, recordar, remembranza continúa del sí mismo-, que no deforma la imagen que se refleja, y la mejor imagen para especular al mundo es la claridad de la luz, porque omo dice el poeta Claudio Rodríguez
«Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Y ver ese rastro de claridad en las cosas es pasar ya por encima de nuestros límites, de nuestra limitada percepción ordinaria, y “es lo que recibe el nombre filosófico de trascendencia y el nombre sencillo de amor” decía R. Panikkar. Es decir que contemplar no solo es visión sino praxis. Veo la flor, me convierto en flor, la flor se convierte en mí y nos unimos en un amor de profundas implicaciones éticas, pues no hay mejor guardián, custodio, que el amante. El que ama, atiende, cuida, protege, guarda. La atención plena fragua el amor. El amor nos urge a estar atentos a cada detalle que la realidad expresa, como unos padres ante su hijo recién nacido, ante sus mínimas necesidades, expresiones, ante las señales de un ecocidio sostenido durante siglos por una deificación nefasta de la religión del dinero, que clama por justicia y restitución del sentido sagrado de la existencia toda. Decía, de nuevo, R. Panikker “El amor está en la raíz del conocimiento. Éste es el descubrimiento de la mayoría de las tradiciones humanas. Amar es ser catapultado hacia el ser amado. Sin el conocimiento, existe el peligro de la alienación.”
Por eso cultivar la mirada contemplativa es desatomizarnos de una cultura anómala, que se ha desconectado profundamente del corazón de todas las cosas, de la naturaleza y de su propia naturaleza y cultivar el amor que le debemos, por ejemplo, a la hermana agua, al ser capaces de verla correr por nuestras venas y por la venas de la tierra, como un signo de vida y esperanza y dejar de contaminarla con nuestros actos de inadvertencia, que según el Budhha es el mayor pecado, en su sentido etimológico de “error de tiro”. Inatentos usamos el agua para lavar a la piedra pantalones vaqueros con miles de litros y complacer a la moda de lo superficial, mientras una gran parte de la humanidad muere de sed y de aguas insalubres, producidas por esa misma industria textil, por poner solo un ejemplo. Contemplar es crecer verticalmente hasta el infinito y dejar de crecer horizontalmente de forma compulsiva en un espacio finito.
Cultivamos el amor a los bosques, no solo cuando los protegemos del fuego, pues son recursos de futuro sino, de forma más profunda, cuando en el silencio contemplativo la sinfonía de su musicalidad nos habla de nuestras raíces, de ver y oír su mensaje, su signo de unir cielo con tierra, de nuestra necesidad de respirar su belleza, de preservar su sombra y su cobijo para las generaciones futuras de seres y cuando podemos decir como el poeta:
Me he sentado en el centro del bosque a respirar.
He respirado al lado del mar fuego de luz.
Lento respira el mundo en mi respiración.
En la noche respiro la noche de la noche.
Respira el labio en labio el aire enamorado.
Boca puesta en la boca cerrada de secretos,
respiro con la savia de los troncos talados,
y, como roca voy respirando el silencio
y, como las raíces negras, respiro azul
arriba en los ramajes de verdor rumoroso.
(…) Me he sentado en el centro del bosque a respirar.
Me he sentado en el centro del mundo a respirar.
Antonio Colinas
Y sentados en el centro del mundo, que es el espíritu en cada uno de nosotros, el gran libro de la Naturaleza, la primera Revelación del Misterio del Ser que escribe sus signos en el horizonte nos habla por fin al oído íntimo del corazón a través de la belleza de unos versos que, en su aparente y maravillosa diversidad, son un único verso y nos hace preguntarnos como San Agustín:
“Pregunta a la hermosura de la tierra, pregunta a la hermosura del mar, pregunta a la hermosura del aire dilatado y difuso, pregunta a la hermosura del cielo, pregunta al ritmo ordenado de los astros; pregunta al sol, que ilumina el día con fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor la oscuridad de la noche que sigue al día; pregunta a los animales que se mueven en el agua, que habitan la tierra y vuelan en el aire: a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles, que necesitan quien los gobierne, y los invisibles, que lo gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: «Contempla nuestra belleza.» Su hermosura es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino la belleza inmutable”
La naturaleza como epifanía o teofanía despierta entonces en nosotros el asombro y suscita la gran pregunta por su origen: ¿quién o qué nos habla en el lenguaje del cosmos? Y para algunos esa belleza inmutable será el atributo de un Quien, para otros de un Que. Un Templo, un Centro. Pero solo el que cultiva la mirada contemplativa será capaz de contestar a la pregunta y dialogar con ese lenguaje de la natura que nace a cada instante, como un don de pura gratuidad, solo para quien tiene ojos para ver y oídos para escuchar y actuar en consecuencia de lo que ha visto con una nueva piel intelectiva que percibe la unidad en la multiplicidad. Todo queda religado en un trenzado prodigioso y el clamar de los pobres se entreteje con el clamar de las especies que desaparecen. Y ese tejido asombroso nos convoca, nos impele a regresar de la cumbre de la montaña al valle y dar testimonio, respuesta vital.
La vuelta a la Plaza del Mercado
Pues toda peregrinación, y la de la interioridad no es una excepción termina cuando se regresa a casa. Y desde el Centro y desde el Templo podemos ahora regresar por el radio de la belleza al final del viaje, que no es la experiencia estética o mística, en algunos casos, que la contemplación procura sino el regreso a la vida relacional, a la dulce cotidianeidad con la naturaleza y con el prójimo y poder decir, gracias a la luz que se ha encendido en el hondón del alma, como el sabio Lao Tse en su Hua Hu Ching:
Una persona superior cuida del bienestar de todas las cosas.
Lo hace aceptando la responsabilidad de la energía que manifiesta, tanto activamente como en el reino sutil.
Cuando mira un árbol, no ve un fenómeno aislado, sino raíces, tronco, agua, tierra y sol: cada fenómeno relacionado con los demás, y el árbol surgiendo de ese estado de relación.Mirándose a sí mismo, ve la misma cosa.
Comprendiendo estas cosas, respeta a la tierra como a su madre, al cielo como a su padre, y a todas las cosas vivas como a sus hermanos y hermanas.
Cuidándolos sabe que se cuida a sí mismo.
Dándoles a ellos, sabe que se da a sí mismo.
En paz con ellos, está siempre en paz consigo mismo
La atención así cultivada se ha convertido en cuidado, en amor y permite, al fin, contemplar no solo, como decíamos al principio, la naturaleza interior cultivando una ecología del alma, corrigiendo los excesos, cultivando las aguas vivas que nutren las carencias, y la naturaleza exterior cultivando una ecología profunda que restituya el valor sagrado de la naturaleza sino que permite contemplar al prójimo y preguntarle tal como decía Simone weil ¿Cuál es tu tormento? “Saber dirigirle una cierta mirada”, y esa mirada -nos dice- “es, ante todo, atenta; una mirada en la que el alma se vacía de todo contenido propio para recibir al ser que está mirando tal cual es, en toda su verdad. Sólo es capaz de ello quien es capaz de atención.”
Las implicaciones éticas de contemplar, pueden quedar, entonces, así resumidas: Peregrinamos hacia la interioridad para permanecer en el templo, el de la madre naturaleza, siendo pontífices entre cielo y tierra, el macrocosmos. Nombrando y cuidando cada ser como elementos de un tesoro insustituible, renunciando a lo que daña su armonía. Permanecemos también en el templo/centro de nuestro propio corazón, el microcosmos, cuidando su delicada ecología. Y permanecemos, por último, en relación íntima, fraterna con el templo del prójimo para poder así exclamar asombrados una alabanza sincera al Misterio del Ser que se nos brinda enamorado, expresando en cada átomo una unidad que es tiempo de recuperar por el bien de todos los seres.
(…) reunido por el amor en un solo volumen,
lo que está disperso en hojas a través del universo:
las substancias, los accidentes y sus vestiduras
como si estuvieran fundidos de tal modo
que lo que de ello digo no es más que un reflejo.
Dante
Beatriz Calvo Villoria