Guerra y Paz. Entre dioses y demonios
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10 mayo, 2022La enfermedad, la vejez y la muerte
Desde hace un año visito regularmente en una residencia a quien fue mi padre, padre ausente durante años y reencontrado en una senectud demente en la que no se sabe padre, circunstancia que me impele a la indagación sincera sobre la existencia, sobre esas preguntas esenciales que en la vejez, si han sido respondidas, son la barca salvadora en la tormenta del apagamiento vital, pues aunque la cera sea cada vez menor, la llama, al haber sido cultivada la dimensión interiorizante resplandece con más fuerza que nunca, esa es la valiosa vejez que los pueblos originarios respetaban en los que lucían canas plateadas.
Si las preguntas esenciales no han encontrado respuestas y uno ha vivido entretenido -etimológicamente “estar fuera del centro”- persiguiendo, en un primer plano, la infinita y efímera multiplicidad, sin religarla a un punto que de sentido al rodar de tantos fenómenos, a veces aparentemente inconexos, esta etapa se convierte en un calvario, en un sufrimiento atroz, necesario, quizá, por otra parte, dirían los sabios, pues tal vez es la última oportunidad para realizar la tarea pendiente, eso sí, con el apremio y la presión del deterioro de todo lo que fue la identidad, la falsa identidad sobre la que pivotamos y practicar, como se enseña en la tradición hindú, la renuncia a todos esos falsos elementos, por lo impermanente de su naturaleza, que no les quita, por otro lado, su aspecto de don y de regalo, mientras están presentes en nuestras vidas. Y en ese desapego de lo que no es esencial, sino contingente, que se está cayendo ante nuestros atónitos ojos, que no aprendieron a morir antes de morir, bucear con la fuerza de la renuncia, renunciando a la resistencia de vivir otra cosa que la que vivimos, hasta el punto de buceo más profundo, en busca de lo que no muere, el motor inmóvil que decía Meister Eckardt, y anclados en ese centro de la circunferencia no perecer por el torbellino de la enfermedad, la vejez y la muerte.
Decía Rabia-Al-Adawiyya, la santa sufí que vivió en oración contemplativa toda su vida, que no hay mayor pecado que existir. De nuevo las etimologías puntualizan lo encriptado del mensaje. La existencia sería ese estar fuera del Ser, aparecer y dejar de ser uno con el origen, que no tiene tiempo, ni espacio y caer en la causalidad de lo dual, del bien y del mal. Pero también otros sabios dicen que el existir es una oportunidad de tiempo y lugar para desenvolver una historia donde el amor y el dolor se van entrelazando hasta hacerse indistinguibles, para dotarnos de una experiencia de comprensión de este plano de dualidad donde la inmanencia de lo que nos trasciende se hace visible para aquellos que quieran ver y oír. Es como la oportunidad de que el tesoro escondido en lo indiferenciado se haga manifiesto y nos enamoré hasta el éxtasis del asombro.
Así que como yo quiero oír y ver en medio de este escenario con destellos de purgatorio en vida, que son las residencias y que además me hace de espejo implacable en el que ver el retrato de mi propia decrepitud avanzando inexorablemente, me pregunto con la intensidad de tener La finitud mordiéndome los tobillos las preguntas que mi padre nunca quiso hacerse mientras atesoraba los bienes de este mundo que ahora no le sustentan en su peregrinar hacia la muerte.
¿Dónde queda el alma cuando la mente se descompone y la realidad se convierte en un extraño sueño donde lo sensorial de un cuerpo envejecido que no responde se entrecose con la memoria hecha pedazos? Una memoria que trae aleatoriamente recuerdos que irrumpen mezclándonse con una nube que pasa, que parece un monstruo o que permite que cabalguen nuestros propios monstruos sobre su textura de un cielo adentro atormentado. ¿Dónde queda el alma, como unidad de sentido, cuando una sensación de frío se vive como un susto, pues abre el umbral a la incertidumbre, a la intemperie, y uno no distingue que es el viento del invierno, aunque este precipite el reconocimiento del otro invierno que se cierne haciendo morir toda nueva semilla en la pulcra guadaña de la muerte nieve? ¿Dónde el alma cuando una música del pasado trae la dicha de lo vivido cuando se era joven, y sin saber quién eres cantas como en aquel entonces que se hace un ahora sin fronteras? ¿Cómo etiquetar lo que entremezcla los tres tiempos? ¿Cómo locura, cómo única cordura ya posible?
¿Dónde está el alma profunda, la que siempre supo cómo comunicarse con lo real, aunque nunca se la escuchase, pues habla quedo y sutil como una brisa? ¿Dónde ahora, con más dificultad, para hacerse audible, en medio de ese torbellino de pensamientos cada vez más inconexos, en esa extraña textura onírica que se apodera de todos los estados, pues ya el estado de vigilia se ha desmoronado y no hay ningún testigo que centre la multiplicidad de fenómenos que asaltan de todos los lugares del espacio? ¿Se estará pronunciando en lo oculto que no vemos?
Es asombroso y terrible ver desmoronarse el edificio de la razón y ver al inconsciente arrollar a su paso, sin murallas ya que separen los mundos, sin el favor y la Gracia de un supraconsciente que no se cultivó, pues el mundo de los vanos horizontes se llevó toda la energía, todo el tiempo, toda una vida. ¿Sin cruz, sin Cielo y Tierra unidos en el corazón cómo se afronta la enfermedad, la vejez y la muerte? ¿Cómo se gestiona el miedo que produce la ausencia de referentes internos, cuando lo externo fenoménico es más que nunca un puro sueño ingobernable?
“Vivimos más tiempo” me decía hoy una enfermera y musitaba, “pero a qué precio” mientras cambiaba los pañales a su veinteavo enfermo. Recuerdo en esos días en los que paso las horas acompañando a mi padre, en la renuncia forzada que le ha impuesto la vida, lo único que tiene sentido, además de dar amor y caridad en la medida de mis limitaciones. Indago en esta textura onírica que es la vida de los que duermen al misterio de la vida, mientras intento no obstaculizar al alma sabia que sabe cómo responder por centésima vez a la misma pregunta que me hace mi padre ¿Dónde estoy? ¿Tú quién eres? ¿Yo quién soy? Y lo hago como si fuera la primera vez, consciente de una identidad que se derrumba y busca asideros.
Y recuerdo también, mientras le doy la identidad que yo misma voy reconquistando, olvidada también en las cavernas de ignorancia ontológica, las muertes heroicas de los indios de las praderas del pasado, que se adentraban en el bosque cuando veían cabalgar con ferocidad a la vejez hacia la integridad de su mente, de su cuerpo, y entregaban el don de la vida en el silencio, sin hacer ruido, cabalgando ellos en su wakan tanka, ligeros de nuevo, como nueva semilla tendida al sol del espíritu. O recuerdo a los lamas que se han cultivado toda una vida para escoger el momento adecuado para irse y saben porque orificio del cuerpo dejar salir el espíritu que se contractó para acompañarnos en este viaje.
Lo comparo, entonces con lo que estoy viviendo en la residencia, viendo como morimos en occidente la mayoría, como alargamos la vida y como nuestras neuronas sometidas a una vida que excede sus capacidades, atiborradas de pastillas de terribles efectos secundarios de abotargamiento y anestesia, apagan la consciencia necesaria para este último tramo, una medicina que no sabe acompañar la muerte, pues está obsesionada con alargar la vida. Vamos contra natura con nuestros artificios y nuestra mente acaba naufragando en una entropía devastadora.
Intento entreveer al alma sabia compartir este sueño dentro de un sueño en el que ahora navego y quiero verla pilotando estos capítulos de enfermedad y vejez como las escenas necesarias para esos ajustes de cuentas que lo divino, en esa economía que algunos llaman karma, necesita ejecutar para cerrar el inventario de una vida y poder cerrar las heridas del desamor, en ese vasto espacio que queda cuando el yo ya no puede sostener sus vestiduras y se entrega quizá, por primera vez, a la caricia de una hija que nunca supo querer.
Quizá los que nos adentramos en estos escenarios, en estas circunstancias vitales, recibimos de esa misma economía kármica la oportunidad de procurar consuelo a esas grietas dolorosas que todos tenemos ocultas y convertirnos en un alma amiga que navega en ese sueño con más vigilia y pone centro a esa entropía mental que hace jirones una identidad, permitiendo, quizá, que el Ser que no muta, que no muere ni nace, refulja con guiños de amor y consuelo; una oportunidad para que la mano misericordiosa del Amor sea la que acaricie, la que calme, la que oriente en este tramo del viaje que de tan largo hace llegar a muchos totalmente naufragados.
Quizá sólo quizá, si somos hijos del instante de ese Dios del presente, podamos redimir todas las sombras de una vida, trasmutando el inexorable dolor del existir en el Amor de la presencia.
Beatriz Calvo Villoria.
Para la revista ATI. Asociación Transpersonal Iberoamericana