Naturaleza sagrada
9 enero, 2024Amarás al prójimo como a ti mismo
19 enero, 2024Publicado en el número 77 de la Revista The Ecologist.
A un año de su bicentenario la “liternatura” de Thoreau vuelve a ser un canto que necesitan los ciudadanos de las grandes urbes, esos que caminan por la vida con el peso invisible de una escisión dramática, debida a la separación de sus raíces naturales. Ser Humano viene de humus y, sin embargo, una gran mayoría viven carentes de una tierra sin asfalto, de agua sin pesticidas, libres de químicos insalubres; de cielo sin contaminación lumínica, de aire sin plomo que abrase sus pulmones, esos que fueron diseñados para recibir el canto fresco del aire, sin la música salvífica de las esferas.
Los habitantes de un espacio totalmente urbanizado y domesticado necesitan pontífices que vuelvan a unir el cielo y la tierra y les despierten el aullido de lo salvaje, que exorciza a los demonios del artificio y que es una elegía por el paraíso perdido, aunque sea solo en el interior de su imaginación. Por eso la literatura de la naturaleza vuelve a estar de moda, porque hay una nostalgia, una necesidad de conectar con la tierra, con uno de los pilares de una vida plena, el arraigo, aunque sea a través de la virtualidad de la palabra. Muchos lectores aúllan en lo secreto como lobos heridos, mientras leen a Thoreau. Aúllan por una vida salvaje ya irrealizable para casi todos, por la domesticación de nuestra percepción, el modus vivendi artificioso y cada vez más virtualizado y por la desaparición de la naturaleza virgen, acotada en un mosaico productivista que ha dejado en su cuadrícula inviables las rutas para que la naturaleza dance ecosistémicamente libre.
Hoy en día, acaso se atreverán cuatro valientes a soltar las amarras de un puerto social afixiante, donde todo es mercancía, al verse reflejados en la poética de lo salvaje de Thoreau, que vuelve del pasado a las estanterías contemporáneas, para unir cielo con tierra, lo divino y lo humano y recordar la buena vida, la sencillez radical que pasa por la oposición a un sistema que nos esclaviza, por desobedecer los mandatos de un sistema que nos aliena. “El mejor gobierno es el que no tiene que gobernar en absoluto”, decía Thoreau en uno de sus libros más famosos Desobediencia civil.
Y vuelve porque tenemos sed de trascendencia y el alma de Thoreau apuntaba hacia ese cielo. Considerado literariamente un romántico se le vincula también filosóficamente con los llamados trascendalistas, una filosofía idealista defendida por Ralph Waldo Emerson, otro faro que alumbraba hacia la Revelación Primordial -a la naturaleza que escribe en signos existenciales- y que fue su mentor en muchas situaciones, y que realizó una crítica radical a la sociedad de su época proclamando que la verdadera independencia del individuo se consigue con la intuición y la observación directa de las leyes de la naturaleza que desemboca en el encuentro con lo divino. Para Emerson había que ser tan amigo de Jesús como de la naturaleza y así lo profesaba Thoreau cuando decía “Creo en el bosque, en la pradera y en la noche en la que crece el grano”.
Volver a las raíces. La naturaleza convoca
Henry David Thoreau fue no solo un escritor, un poeta considerado actualmente como uno de los padres de la literatura americana, sino también filósofo de la naturaleza y de la naturaleza del hombre. Adapta a América el movimiento romántico gestado en Europa en el siglo XIX, que reivindica poner a flor de piel los sentimientos más entrañables, el fuero interno. Lo más íntimo sale a las artes, a la filosofía. Un movimiento que revaloriza el individuo que no el individualismo, recuperando de la colectividad del racionalismo extremo de la Ilustración la libertad individual. Son revolucionarios al modo clásico, reaccionan porque añoran el espíritu, el pensar libremente sobre lo más íntimo de su ser, exaltando modelos, valores. Con una exaltación que acentúa la realidad al visibilizar los arquetipos que la subyacen y que llevan hacia el ideal perdido. América permite, por su inserción en una naturaleza mucho más virgen que en Europa, un romanticismo más sencillo, más rural, menos melancólico y sofisticado, pues se incardina en una tierra que aún tiene fronteras con lo salvaje, un dorado mítico para colonos de lo cotidiano y que Thoreau desplegará en todas sus obras dejando que la vida admirada se asome a cantar en su literatura.
La naturaleza se torna en la medicina para el mal que se avecina de la mano de una industrialización cada vez más notoria. Thoreau añora la vida de los indios que viven con una fertilidad espiritual que los pueblos y ciudades aniquilan. El bosque es el lugar al que regresar para sanarse de la convención social que asfixia el espíritu, que adormece el cuerpo y permite, como si de un templo se tratara, de realizar una alquimia que lleva a una vida más real. En 1845, con el alma agitada el pastor Ellery Channing, le dice a Thoreau: “Vete, construye una cabaña y comienza el gran proceso de devorarte a ti mismo, no veo otra alternativa ni otra esperanza para ti”. Como un mandato abandona su casa familiar en Concord, Massachuset y se instala durante dos años en una cabaña que construye junto a la laguna de Walden, a unos 2 kilómetros de su hogar, ni demasiado cerca ni demasiado lejos, en unas tierras de su protector, Emerson. No huye de su responsabilidad como miembro de una colectividad, pues sabe que esta necesita las acciones virtuosas de cada miembro, pero necesita alejarse para repensar el mundo, su alma, la sociedad a la que pertenece y de esa experiencia y otras nacerá el germen de un movimiento político, filosófico y literario que aún, como olas que se retiran y vuelven, acaricia las orillas de nuestro tiempo.
«Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente sólo para hacer frente a los hechos esenciales de la vida, y ver si no podía aprender lo que tenía que enseñar, y no descubrir al morir que no había vivido. No quería vivir lo que no era vida. Ni quería practicar la renuncia, a menos que fuese necesario. Quería vivir profundamente y chupar toda la médula de la vida, vivir tan fuerte y espartano como para prescindir de todo lo que no era vida…»
La Naturaleza como medida de lo humano
A la luz de la maestría de un bosque, de un lago, de un ecosistema misteriosamente orquestado en cuatro estaciones sublimes por una perfección inasible, pero desprovista de todo sentimentalismo, pues es implacable en sus lecciones, Thoreau desveló una luz que le aportó la lucidez y sensibilidad necesaria para hacer un demoledor análisis del absurdo de una cultura cargada de injusticias, como la esclavitud y la guerra, y que cabalgaba hacia el abismo de su propia destrucción mediante la gestación de un falso Dios, el mercado, y las bases de una institución, el trabajo, que alienaba y construía paulatinamente las bases de una vida sin libertad, sin belleza, artificial y superficial y que nos llevaría hasta los límites de la extinción que fatalmente vemos hoy en día.
Thoreau, se adentró en el bosque y tomó esa distancia saludable entre lo colectivo y lo individual, siendo lo individual el lugar donde realizar la inmanencia de lo divino que somos y por lo tanto la máxima responsabilidad de todo ser humano, de la que se deriva después la otra responsabilidad de comunicar el bien que el retiro en el interior de uno mismo -y en muchas tradiciones, en lo profundo del bosque- ha producido y ha de ser derramado como un elixir en la cultura a la que se pertenece y que son esos otros yo soy, igual que el propio, que por estar más ocupados en otros menesteres no cultivan esos discernimientos que el filósofo, como amante de la sabiduría busca desempolvar del olvido. En definitiva uno empieza por conocerse a sí mismo, como punto de apoyo para conocer el mundo y relacionarse con justicia, desde un centro estable con el otro, con todo lo que no es nosotros mismos, en apariencia y nos enriquece y transforma.
Desde ese lugar es de donde Thoreau emprende el viaje a Walden y al de la vida, con un compromiso constante con el presente, observándolo, registrándolo y actuándolo en su territorio, como cuando los esclavos huidos eran protegidos en su escondite del bosque, o posteriormente en su casa en Concord. Por lo que en sus libros pululan tanto el entorno natural (la fauna y la flora de Walden), la sabiduría implícita en los fenómenos de la naturaleza que le despiertan y que hilvana con un conocimiento de los clásicos que enriquece sobremanera sus reflexiones como el entramado social, cultural y político que le tocó vivir y del que siempre fue un participante activo, un visionario práctico, pues sus visiones no se quedaban en experiencias estéticas ante el silencio bello y abrumador de la naturaleza, sino que postulaban un itinerario ético, como de alguna manera sostiene en su breve ensayo Caminar. “Mi vida es el poema que me hubiera gustado escribir”. Su vida fue, efectivamente, un caminar con la admiración ante lo real que asalta cada instante que es, por otra parte, la actitud idónea para hacer filosofía, que no es otra cosa que esa aspiración a saber vivir con excelencia que decían los antiguos y que Thoreau va intentando realizar en su vida y en su literatura. “Ser un filósofo no es sólo tener pensamientos sutiles, ni siquiera fundar una escuela, sino amar la sabiduría y vivir de acuerdo con sus dictados una vida de sencillez, independencia, magnanimidad y confianza. Es resolver ciertos problemas de la vida, no sólo en la teoría, sino en la práctica.”
Simplicidad voluntaria. La práctica de lo salvaje
Con Walden, libro que recoge su experiencia en los bosques nos invita a una vida salvaje, a ser colonos de un nuevo mundo, en los márgenes fértiles de lo silvestre, nos conmina a construirnos una cabaña sencilla e independizarnos de lo superfluo, ser autosuficientes, con una huerta propia, comprando solo lo que va a ser útil y duradero y esa admiración por la vida salvaje en un vínculo íntimo con la naturaleza se va explayando en su obra como una invitación a restaurarnos como hombres que recuperan la salud perdida. “Conforme simplificáramos nuestra vida, las leyes del universo parecerían menos complejas y la soledad ya no sería soledad, ni pobreza la pobreza, ni debilidad la debilidad.”
Durante dos años, dos meses y dos días vivió frente a la laguna Walden. Eligió la frugalidad, la sencillez radical y como un colono de la utopía se adentró en el bosque para darle voz a la naturaleza y convertirse como el mismo se definía en “un inspector de tormentas de nieve y de lluvia”. Con apenas 28 dólares compra su ajuar: una cama, una chimenea, el tesoro de una leñera, un escritorio y tres sillas (“En mi casa tengo tres sillas; una para la soledad, otra para la amistad, y una tercera para la sociedad.”). Y acomete el primer ejemplo de simplicidad radical que conmoverá y alentará a muchos, hasta nuestros días, pues su experiencia es la gesta de asomarse con desnudez a la rotunda maestra naturaleza, a la desnudez de lo elemental, desapegándose de lo superfluo para desvelar lo real. Un desvelamiento no exento de riesgos, pues acontece al fragor de la batalla con los elementos, que como el zafiro prueban si el diamante humano está preparado para restellar su brillo de sencilla heroicidad. Pues vivir como los indios en la última frontera con el Misterio, la madre naturaleza, es tarea de héroes, por la contracción que el frío produce, por lo recio de sacarle alimento a la tierra con las propias manos, por la incertidumbre de la cosecha, por la contemplación del mundo mágico de los animales que fertiliza la mirada mítica, y te confronta con sus peligros. Pero esa gesta, arrinconada por el exceso de confortabilidad que mata la humanidad al dormirla y sujetarla en una vanidad de vanidades, en un engranaje de producción y consumo. es la que salva, la que sana, la que restituye, la que nos saca de la caverna de la vida moderna que impone una retórica mental que agota, debilita. “No puede haber una melancolía realmente negra para el que vive en medio de la naturaleza y goza de sus sentidos”,
La liternatura de Thoreau nos habla de la medicina que una parte de la humanidad necesita, la práctica de lo salvaje, pues es consciente de la velocidad que la vida en las ciudades está imprimiendo a su alma y se rebelan, quieren desobedecer los comandos del Gran Hermano, pues ven como gran parte de la población mundial se sumerge como ganado hacia el matadero de la tecnocracia robótica y el transhumanismo. Thoreau vuelve porque es tiempo para algunos de hacer un balance y adoptar y readaptar en la medida de lo posible muchas de sus ideas de establecer formas alternativas y radicales de economía y desarrollo; de relación personal con el trabajo que no estén carentes de la belleza, esencial para el espíritu humano, que el industrialismo ya había empezado a robar de forma muy destructiva en los tiempos del autor y ante el que Thoreau ruge con fiereza avisando a navegantes que subirse al tren de la máquina es convertirse en fatal pieza de un engranaje inhumano. Un sistema de producción maquinal que al día de hoy ha demostrado su fracaso para la realización del ser humano verdadero, tanto en su forma marxista, con el desarrollo de sus fuerzas productivas como en la plenitud del libre mercado. «La mayoría de los lujos y muchas de las llamadas comodidades de la vida no sólo no son indispensables, sino que resultan un obstáculo evidente para la elevación espiritual de la humanidad». Thoreau nos propone curarnos de una enfermedad en fase terminal y por eso su mensaje es tan actual.
La literatura de Thoreau vuelve, pues propone una cura para una enfermedad en fase terminal que se inició en su época. Vuelve para todos los descontentos con su vida y con los tiempos que les ha tocado vivir, en sus propias palabras. Vuelve una necesaria reflexión que no ha perdido ni un ápice de actualidad y que fue olvidada después de haber sido mirada con condescendecia por los adalides intelectuales del progreso, tanto de izquierdas como de derechas. Rescata a la utopía de la consideración de absurdas premisas románticas y sentimentales, y confirma, ante la evidencia del desastre ecológico en el que vivimos, que la belleza es pilar de lo humano y de lo ecosistémico, pues solo lo armónico funciona y la armonía es belleza, y Dios ama la belleza. Y demuestra con su literatura como la de muchos otros, también considerados utópicos, que el trabajo en la fábrica brutalizó y deshumanizó a gran parte de la humanidad, pues hacía del humano un accesorio de la máquina, y que la contaminación que trajo el industrialismo, la destrucción de los bosques, el silbido devastador del ferrocarril no eran naderías de pequeñoburgueses sino signos de un apocalipsis por vivir, orquestado desde la sombra por un poder estatal que acabará siendo, en nuestros tiempos, una entidad omnívora de toda libertad, por una necesidad de control cada vez mayor.
Sus obras que influenciaron en su días a Martin Luther King y a Gandhi, otros ejemplos de desobediencia a lo injusto del sistema vuelven a influenciar a quien tenga oídos para oír y ojos para ver el canto agónico de la naturaleza y de lo propiamente humano y por eso en estos días muchas editoriales publican libros sobre Thoreau y reivindican tanto el aspecto de su vida salvaje como su desobediencia civil a un gobierno, que como entonces, para muchos no nos representa, pues su apoyo a las injusticias que asolan el mundo son insoportables, como lo fue para Thoreau, que pasó un simbólico día en la cárcel, cuando se negó a pagar un impuesto que queda narrado por el mismo: “No es por ninguna particularidad del impuesto por lo que me niego a pagarlo. Simplemente deseo retirarle mi apoyo al Estado, apartarme de él y mantenerme al margen de una manera efectiva”
La belleza al habla. La mística natural
Pero sus libros no solo hablan de desobediencia y civil, y corrigen a los ricos que no saben qué hacer con lo que acumulan a costas de los otros y de lo Otro, son sí, una defensa de la simplicidad natural, la armonía y la belleza como modelos para unas condiciones sociales y culturales justas, pero son también en un maridaje maravilloso entre la prosa y la poesía un espacio en los que la naturaleza toma la palabra para hablarnos de lo Real en sus signos inscritos en el horizonte, los signos que despiertan la realidad de nuestra propia naturaleza humana, vivificada por sus elementos, el agua, el fuego, la primavera, el invierno. Y así, en sus obras se deja hablar al invierno, y este cuenta el secreto que reside en la pureza de su esposa, la nieve, mensajera de lo eterno y la que iguala en humildad toda la creación, pues desdibuja sus formas bajo un manto que vela y al mismo tiempo revela que aunque todo se disuelve en la nada de la nieve, blanca y pura, la vida, la promesa de la ciclidad del renacimiento o la resurrección dormita en la prueba de volver a nacer en cada primavera.
Walden, Paseo invernal, Caminar, traen la presencia de la madre natura, de su ritmo, de su musicalidad, de su belleza, de su poder restaurativo. Nos sientan ante el crepitar de un fuego mientras el viento ulula canciones de espíritu olvidados y nos estremecemos por el poder evocador de la palabra que nace, en quien la lee, como semilla, continente de un contenido que es Vida con mayúsculas y que se recrea en el espacio imaginal de la mente. «La verdadera cosecha de mi vida diaria es algo tan intangible e indescriptible como los matices de la mañana o de la tarde. He cogido un puñado de polvo estelar, un segmento de arco iris”. Thoreau coge con sus versos los signos que despiertan la admiración, el asombro para el despertar pleno de los sentidos.
Imaginar a Thoreau frente a la desnudez del invierno, despojándose de todo lo superfluo para alcanzar la propia nieve del alma es gracias a la literatura que él y otros como Emerson gestaron en su búsqueda de comunión, como la de los indios que loaron en sus versos, arquetipos por excelencia del hombre frente al Misterio, el Gran espíritu. Dios salía de los templos de una religiosidad muchas veces estrecha y se hacía vasto horizonte, se hacía estepa, agua, hielo. La dureza del invierno se convertía en ascesis, en examen de conciencia, en pedagogía espiritual para el despertar. Desde la vigilancia extrema, la recia firmeza, lo real se alumbraba. El despertar, la resurrección tiene en sus escritos como parábola a la aurora, a una simple amanecida, a una luz azul de cielo que sorprendía a la mañana sobre la prístina nevada y desvelaba a la mirada del alma de sus velos reconociendo lo que es tras cada fenómeno. Desde el rigor al amor. Resucitar en la renuncia de todo lo que nos sobra, morir a lo superfluo, simplificar y liberarse de las cadenas que nos esclavizan y nos roban el tiempo para lo único realmente necesario.
Thoreau deja hablar a los ecos de un caminar contemplativo, se hace receptáculo, materia virgen para que lo real se pronuncie en su sagrada sencillez y esa receptividad que permite captar el ser de las cosas en su desnudez enamoró en el devenir del tiempo hasta nuestros días a poetas, ecologistas, naturalistas, amantes todos de un paraíso que se nos escapa entre los dedos de la codicia y la estulticia que borra las huellas de nuestro regreso a casa, la casa del cuerpo vivificado por la Madre Naturaleza y el Padre Cielo.
Sabiduría perenne
Literatura, liternatura, viáticos para tiempos de ausencia de la presencia de la naturaleza en nuestras vidas. Palabras que recuperan el asombro olvidado ante los fenómenos cotidianos que nos permean, versos para desenterrar las raíces de la revelación primordial, la Natura y cultivar la mirada para que los elementos de la naturaleza se vuelvan signos, símbolos eficaces a la luz de la mirada contemplativa y de la sabiduría perenne de los clásicos occidentales y orientales que Thoreau nos trae del olvido ilustrado y pueden servir a la amnesia total posmoderna. Dioses como Zeus, Poseidón, Hércules iluminan aún más sus apercibimientos y desentierran la herencia clásica que configuró nuestro pensamiento. Los Upanisads, el Vishnu Purana, se entrelazan en una urdimbre sapiencial con La Biblia, en un diálogo interreligioso en lo profundo de la intimidad intelectual. Los vedas comparten con Confuccio y sus analectas que la mañana nos devuelve a los tiempos heroicos, que toda inteligencia despierta con la mañana, por eso Thoreau adora la aurora como también lo hacían los griegos. La hora del despertar, se hace sagrada porque despierta “lo que duerme el resto del día, nuestro genio, la fragancia de esa vida superior que abandonamos al dormirnos…” Y junto a sus sabios y dioses nos impele a que “la reforma moral no es sino el esfuerzo para despojarnos del sueño.” Y Thoreau nos comparte su baño en el lago que le amamanta la mirada y lo convierte en un ejercicio religioso, que le renueva completamente. Y con el discreto zumbido de un mosquito queda afectado como si de una nueva odisea se tratara, “algo cósmico, un anuncio permanente del eterno vigor y fertilidad del mundo”. Con Krishna nos dice Thoreau que solo los seres que gozan libremente de un vasto horizonte son felices en este mundo. “Solo uno entre un millón está despierto para la vida intelectual y uno entre cien millones para llevar a cabo una vida poética y divina. Estar despierto es estar vivo”. Y así van desfilando sabios y sabidurías dormidas que necesitamos volver a reactualizar como brasas incandescentes que necesitan de nuevos soplos, nueva madera para arder una llama que no solo de luz sino calor al frío de nuestra tecnocultura. Desde el bosque de Walden los nuevos salvajes son convocados y como el aludido Catón reivindicarán la libertad y la pedagogía espiritual de cultivar los propios alimentos, la autogestión, la libertad de recuperar el cuerpo sano, la herramienta de realización espiritual que se actualiza en el contacto profundo e íntimo con el cuerpo de la tierra ya despierto, pura teofanía.
Beatriz Calvo Villoria