El silencio de Scorsese
16 enero, 2017Entrevista a Gunter Pauli. Economista
9 marzo, 2017El miedo era de una intensidad demoledora, la noche amplificaba los sonidos inciertos de la naturaleza tropical; decenas de mujeres y niños se alejaban lentamente del poblado para pasar una noche más en medio de una de las selvas del este de la República Democrática del Congo. Su objetivo: «refugiarse», en la espesura amarga de la intemperie y de los animales salvajes, de otro posible ataque a sus destartaladas chozas, a sus destrozadas vidas.
Así podría empezar el relato de una noche en la vida de muchas mujeres congoleñas que llevan ya varias violaciones brutales a sus espaldas y las cuales, casi todas, han perdido por la violencia a uno o más hijos, esposos y pertenencias en los ataques de una de las tantas guerrillas degeneradas que ha dado la maldad humana y que operan en la zona: el Ejercito de Liberación del Señor (LRA), que, como cuenta el obispo de Bangassou, Monseñor Juan José Aguirre, han sido una auténtica pesadilla por sus crímenes, saqueos y violaciones en masa, raptando a miles de niñas y niños, las primeras como esclavas sexuales, los segundos como porteadores de lo que roban a una de las poblaciones más pobres del mundo, que viven con menos de un euro al día, para convertirlos posteriormente en niños soldados. Este grupo de locos, continúa diciendo, «huyen por la selva de la República Democrática del Congo, la República Centroafricana y Sudán desde principios de siglo en la más absoluta impunidad». Junto a él, decenas de otros grupos armados de toda índole y las propias Fuerzas Armadas del Congo usan la violación como arma de guerra. Con 45.000 violaciones al año declaradas ―la mayoría no se declaran, pues la mujer, en vez de ser amparada, queda estigmatizada por su propia sociedad― y 30.000 menores convertidos en soldados y esclavas sexuales, el Congo se ahoga en sangre y lamento.
¿Se imaginan la reacción de nuestras instituciones, de nuestros medios de comunicación, de nuestra sociedad civil si existiese en nuestras montañas un grupo armado que en medio de la noche, cada día, fuera asolando y violando, sin distinción de edad y de sexo, los distintos pueblos de una comarca cualquiera, con el ritmo de una rutina enloquecida? No habría descanso hasta acabar con esa locura. ¿Por qué entonces esa impunidad en el Congo? ¿Qué pasa en África y qué tiene que ver eso con nosotros?
Las alas de la mariposa tecnológica
Atemos cabos. Traslademos la escena de la selva centroafricana a la selva urbana de la Puerta del Sol, cientos de adolescentes, mujeres y hombres de todas las edades se exponen a los benéficos rayos de la primavera mientras cotejan en sus Ipad, smartphones u ordenadores portátiles las últimas novedades y prestidigitaciones que nuestra flamante cultura tecnológica nos proporciona. Todos esos aparatos de uso doméstico, y otros no tan domésticos como los cohetes espaciales y los misiles teledirigidos, necesitan un supeconductor llamado coltan, un mineral por el que se paga 1.000 dólares el kilo, un negocio multimillonario que tiene a varias multinacionales europeas, americanas y chinas vigilando con todo tipo de artimañas que el 80% de las reservas mundiales, que están en una estrecha franja de 100 kilómetros en el Congo, haciendo frontera con Uganda, Republica Centoafricana, Burundi y Rwanda, salpique sus cuentas de resultados.
A río revuelto ganancias de pescadores, y el río Congo se revuelve en el horror, como cuando Joseph Conrad relataba en El corazón de las tinieblas los antecedentes históricos de este nuevo horror neocolonialista a punta de mercado financiero global.
Si el vuelo de una simple mariposa puede ser determinante para que se provoque al otro lado del planeta un huracán en las costas de Estados Unidos, no podemos seguir negando que el tejido de la vida está inextricablemente unido, una misma urdimbre permite que distintas tramas se manifiesten en tiempos y espacios diferentes, pero la urdimbre es la misma, es lo que somos, y lo que hacemos con lo que somos es la trama vital de cada uno de nosotros.
Hay una relación directa entre la cultura tecnológica en la que vive una parte privilegiada del planeta y los conflictos de guerra, violencia y pobreza en que vive la mayor parte del mundo; por eso en este «Al descubierto» pretendemos, modestamente, una vez más, concienciar sobre otro de los problemas que nuestra cultura moderna occidental, identificada con un progreso técnico indefinido, está generando en el resto de culturas que no viven bajo la sombra de ese prejuicio de progresión infinita.
Somos concientes de que al decir esto tocamos un tema muy delicado y que es difícil resumir en un breve reportaje: los pros y los contras de los avances continuos de la tecnología y su progreso asociado; explicar el precio que paga el planeta y todos sus habitantes humanos y no-humanos que están imbricados por igual por un cordón a la vida que genera la tierra, pues como decía John Gray: «Cuestionar la idea de progreso a principios del siglo XXI es un poco como poner en duda la existencia de la Divinidad en la época victoriana. La reacción común es de incredulidad, seguida de enfado, y después de pánico moral. No es tanto que la creencia en el progreso sea inquebrantable como que nos aterra perderla». Pero creemos que debemos sumarnos a las voces de quienes, en número creciente, señalan que cuando se rebasan ciertos límites de lo que la técnica puede aportar al hombre para su desarrollo físico y espiritual, y se confunden los medios y los fines, el hombre queda subyugado por las máquinas que crea en una progresión infinita, en vez de alcanzar la libertad y autonomía que prometían. Como decía Jacques Ellul: «El hombre es un ser constituido por una gran diversidad de dimensiones (poética, simbólica, religiosa, técnica, etc.) pero la tecnología ha borrado todas las demás, para centrarse en la potencia y en la eficacia. Encerrado en este mundo artificial, no puede traspasar el muro de la técnica para encontrar su hábitat natural, su lugar de reposo vital».
En la película Tiempos modernos, de Chaplin, pudimos ver desde la barrera de la sonrisa el embrutecimiento del hombre a manos de las primeras máquinas; en la actualidad, la informática, las nuevas tecnologías, han dado ligereza a la máquina, pero ha forzado un apresuramiento que devora el tiempo de los hombres, a la par que devora minerales robados a las tierras y a sus legítimos guardianes. Doble conflicto, doble violencia; por un lado, el alma ha quedado cableada o doblegada, sin que ni siquiera lo notemos, a una megamáquina en la que delegamos cada vez más parcelas de la realidad y, por otro, ha vendido esa alma, que antes se nutría de una multiplicidad de niveles para acceder al conocimiento de la vida y el existir, por una tecnología que necesita del conflicto armado para ser rentable.
La guerra del coltan. Historia de una violencia anunciada
«Coltan» es la abreviatura de columbita-tantalita, dos minerales de cuya mezcla se extrae el niobio y el tantalio, esenciales en la electrónica moderna y que se concentran en gran cantidad en las riquezas subterráneas del Congo. El 60% de la producción de coltan se destina a la elaboración de los condensadores y otras partes de los teléfonos móviles; el resto va destinado a centrales atómicas, aparatos médicos, fibra óptica… Sin el coltan del Congo nuestros móviles no sonarían a cada instante, apremiados por una necesidad de inmediatez comunicativa a la que todos hemos sucumbido, ni nuestros portátiles, cada vez mas ligeros, y con una vergonzosa e indecente obsoloscencia programada, se encenderían para permitirnos trabajar o jugar en todo tiempo y lugar, robándole a la vida nuestra mirada, que ha adquirido una peligrosa inclinación de 45 grados.
El coltan se extrae principalmente en la zona de los Kivus, en el Este de la República Democrática del Congo donde ex campesinos, refugiados, prisioneros de guerra y miles de niños ―que son los que pueden entrar con más facilidad por las grietas y taludes de los yacimientos―, trabajan de sol a sol, duermen, comen y viven, hasta su muerte prematura, en la selva montañosa. Viven vigilados por diferentes grupos armados, nacionales y extranjeros (hay seis estados vecinos que codician este oro gris) que se financian en parte con la producción y el comercio o el tráfico de minerales y que son a su vez, y en parte, los causantes de la epidemia de violencia sexual que ha destrozado la vida a varias generaciones de mujeres. Según el Centro de Colaboraciones solidarias, por cada kilo de coltan extraído en el Congo mueren de dos a tres niños.
Guerra, muerte, violencia, violaciones, crímenes, injusticia son algunos de los colores que dibujan el mapa de la extracción del coltan, y Occidente tiene mucho que ver en ello, ya que el sector privado desempeña un papel vital en la continuación de esta guerra al facilitar la explotación, el transporte y la venta de los recursos naturales del Congo.
Pero para entender el conflicto en toda su dimensión y poder asignar a cada uno sus responsabilidades hay que hacer un poco de historia ―antes de que desaparezca de todos los planes de estudio por ser poco técnica― y tratar de entender por qué África es uno de los lugares del mundo donde menos se garantiza la defensa de los derechos humanos y donde los que cometen los crímenes más atroces, como los que estamos señalando, siguen libres con total impunidad.
Antes de la llegada de los europeos en el siglo XV, «África era un pueblo desarrollado, con instituciones propias e ideas particulares acerca del gobierno» afirmaba el nacionalista africano J. E. Casely-Hayford. El continente estaba constituido por entidades diversas, algunas con un alto nivel de desarrollo, como el Gran Zimbabwe, de Mutapa, el Imperio del Congo, el de Ghana, el de Mali o el de Songhay. Con la llegada del hombre blanco y su complejo de superioridad racial y cultural se inició una de las tantas páginas tristes de la historia y unas de las causas, según muchos autores, de la situación actual africana. Unos 13 millones de africanos jóvenes, fueron llevados como esclavos entre los siglos XVI y XIX, a las colonias de América del Sur, América del Norte y Caribe. Los europeos no fueron los únicos en esclavizar: muchos jefes locales y mercaderes africanos fueron persuadidos por la codicia para participar en este oscuro negocio. De este modo se produjo una reacción en cadena. Los jefes y los comerciantes africanos pretendían aumentar su riqueza, autoridad y poder, queriendo también defender su independencia, para lo que necesitaban armas de fuego y mercancías de Europa. La trata desencadenó guerras crónicas, acentuó la violencia tribal e intertribal y fue una de las causas del desmoronamiento de muchos reinos africanos. Lo más perverso del hombre blanco se alío con lo más perverso del hombre negro, que vendía a sus propios hermanos, y África quedó humillada y diezmada por un éxodo que disminuyó el crecimiento vegetativo de la población africana. (A los 13 millones trasladados hay que sumar los que murieron durante las capturas y en el trayecto, unos 20 millones en total).
Bien es verdad que la esclavitud siempre había existido en África, pero lo que los europeos produjeron «fue un giro en la historia de esa esclavitud; exportaron esclavos en cantidades alarmantes a regiones desconocidas para los africanos y modificaron la concepción del esclavo, que en África era sujeto de derechos, asimilando directamente esclavo = cosa, con todo lo que esta caracterización implica para la vida del hombre» (María Daniela Cortés, Observatorio de Conflictos, Argentina).
Nathan Nunn, profesor asistente de economía en la Universidad de Harvard, sugiere que, de no haber existido el comercio de esclavos, la brecha que hoy existe entre el desarrollo económico medio de los países actualmente llamados «en vías de desarrollo» y los de África, prácticamente no existiría. El tráfico de esclavos se convirtió en un negocio tan lucrativo que las pequeñas industrias locales de tejidos, fundición y forja de metales, además de la agricultura, no sobrevivieron a la codicia de blancos y negros, que preferían vender en el mercado a los productores que a sus productos. Esto supuso un estancamiento o más bien un retroceso de la economía.
Después, en la última década del siglo XIX, con la disculpa de acabar con la esclavitud, Europa decidió seguir saqueando África, pero está vez no se contentó con sus hombres sino que se repartió también sus tierras, dividiendo el territorio con unas fronteras políticas ficticias que nada tenían que ver con las étnicas; esas fronteras se han conservado hasta hoy a costa de intensos conflictos de los que han emergido todo tipo de atrocidades ―recordemos el genocidio entre hutuus y tutsis―. Como dice Fritjof Schuon, «si los europeos creen ofrecer a sus “protegidos” libertades que éstos desconocían, no se percatan de que estas libertades excluyen otros modos de libertad que ellos mismos apenas conciben ya; dan bienes, pero al mismo tiempo imponen su concepción del bien, lo que nos lleva al viejo adagio de que el más fuerte es quien tiene razón. Esta mentalidad acumula, y luego libera en el colonizado lo que hay de más inferior en el hombre colectivo; se ha hecho de todo para comprometer a la tradición, cuya ruina se desea desde el fondo del corazón, y luego produce sorpresa el mal que brota de sus fisuras».
«La colonización de África fue impuesta a sangre y fuego, a base de guerras, exterminios y deportaciones. Todos los poderes locales que osaron oponerse y resistir a los conquistadores portugueses, británicos, franceses, alemanes, holandeses o españoles fueron aplastados. Las potencias coloniales establecieron de modo autoritario una economía fundada en la exportación de materias primas hacia la metrópoli y en el consumo de productos manufacturados producidos en Europa. Esta región del mundo, tan a menudo calificada por los medios dominantes del Norte de “subdesarrollada, violenta, caótica e infernal”, no habría conocido tal inestabilidad política —golpes de Estado militares, insurrecciones, masacres, genocidios, guerras civiles—, si los países ricos del Norte le hubiesen ofrecido posibilidades reales de desarrollo en lugar de seguir explotándolas hasta el día de hoy. La pobreza creciente se ha convertido en causa de desorden político, de corrupción, de nepotismo y de inestabilidad crónica» (Ignacio Ramonet).
Más claro no se puede decir. La deuda histórica que Occidente ―como concepción de vida― tiene con África es de índole social, económica y moral.
El Congo. Los mimbres de la codicia
En el caso concreto del la Republica Democrática del Congo, quizá uno de las zonas más ricas de África, la expoliación de sus recursos fue iniciada por Bélgica y hoy continúa por parte de numerosos países, y aunque como la mayoría de las naciones de África consiguió en el siglo pasado independizarse del yugo colonialista, sus dirigentes forman parte de las élites que las metrópolis coloniales formaron al estilo europeo para seguir defendiendo sus intereses, por lo que estos dictadores son contrarios a sus propios pueblos. Se mantienen en el poder gracias a los gobiernos europeos y americanos, que los sustentan económica y militarmente a cambio de las enormes riquezas naturales que saquean a través de sus compañías mineras, mercantiles y financieras, haciendo que este país, como tantos otros, trabaje para el desarrollo de Europa, Estados Unidos y recientemente para China, y no para sí mismos.
El coltan, al haberse convertido en una materia prima estratégica para el desarrollo tecnológico de nuestro mundo, se ha transformado en un poderoso elemento que perpetúa el conflicto de estas sociedades sometidas ya no al látigo, sino a los requerimientos de un capitalismo feroz que, en este caso, necesita del tantalio para crear microchips de nueva generación que permiten la larga duración de las baterías para que así podamos estar más tiempo conectados «libremente» a nuestros imprescindibles teléfonos móviles, videojuegos y portátiles. Un capitalismo que les sustrae sus recursos sumiéndolos en una pobreza endémica, la cual genera un clima social de violencia, inseguridad e inestabilidad política, en la que proliferan diferentes grupos armados rebeldes que intentan financiarse con este oro gris pagado tan «generosamente» por Occidente y defender así sus sueños de poder o de reformas.
A esos grupos nacionales se suman grupos armados extranjeros procedentes de Uganda y Ruanda como las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda (FDLR), una guerrilla hutu ruandesa que sigue siendo la fuerza rebelde de mayor poderío militar e importancia política en los Kivus, y que está promovida, según algunos, por el propio Gobierno de Kagame para crear un escenario de guerra que favorezca el saqueo de los minerales congoleños. Ambos países son aliados estratégicos de Estados Unidos y fueron ellos los que iniciaron en 1988 la guerra con el Congo, conquistando la capital, Kinshasa, y poniendo en el gobierno a su amigo, Laurent Kabila. Formalmente, la guerra acabó en 2003 con unos 3,8 millones de muertos como estela, y a continuación se dispusieron concesiones mineras para varias empresas, entre ellas, la Barrick Gold Corporation, de Canadá, y la American Mineral Fields, en la que George Bush padre, tiene notables intereses.
Junto a estos grupos armados está el propio ejército del Congo, mal pagado, carente de mandos, de equipamiento y acostumbrado a una vida de pillaje, rapiña y violaciones que vió en la escalada de precios del coltan, que se produjo cuando se acabaron las reservas en Brasil, Australia y Tailandia, un gran negocio para salir de su miseria, estableciendo redes delictivas que luchan por el control de las minas. En medio de todos estos «señores de la guerra», nos encontramos unos aldeanos y ciudadanos aplastados por todos esos intereses delictivos que les extorsionan, violan, roban y matan, y que recurren también a las armas para defenderse o atacar a sus vecinos. Hay un estado de guerra generalizada, desconocida para muchos, que lleva ya más de cinco millones y medio de muertos desde 1998, y en el que la utilización de la violación como arma de guerra es el denominador común por parte de las diferentes facciones que luchan por el control de las zonas de extracción de estos minerales. Según Madeleine Albright, que fuera Secretaria de Estado de Estados Unidos se puede considerar a este conflicto, en el que los grandes fabricantes comenzaron a disputarse el control de la región a través de sus aliados autóctonos, como «la primera guerra mundial africana».
La violación del eterno femenino
La guerra es un espacio-tiempo demencial donde lo peor, y a veces lo mejor, del ser humano sale a la superficie; es un espacio donde los límites se rompen, lo que lleva a una espiral de violencia cada vez más perversa hasta llegar a la pérdida del concepto de lo humano. La violación masiva como arma de guerra, se ha usado desde tiempos inmemoriales. La mujer al igual que la tierra es el símbolo de la génesis, de la creación; primero se conquista el territorio y después se conquista a la hembra, rompiendo el eje en el que se vertebra la sociedad. El hijo de la violación es una conquista del violador que ha dejado la semilla de su iniquidad y su cultura en la tierra femenina del enemigo.
La mujer violada es rechazada, no consolada, la familia humillada se desmorona y ella pasa el testigo de ese odio a esos hijos de la conquista. Una generación de niños odiados pululan como fantasmas dibujando futuros cada vez más desgarradores, víctimas de la violencia, del odio de sus propias madres, del rechazo de toda una colectividad; son huérfanos heridos que han mamado lo peor del ser humano y quizá, lo mejor de lo que les puede pasar ―SIDA, enfermedades incurables, violaciones― es que se derrumbe la galería en la que extraen el maldito oro gris de nuestros móviles.
El hombre caído sin centralidad, sin contacto con su auténtica naturaleza es capaz de lo peor, y en la guerra se convierte en un generador de infiernos. África totalmente desestructurada por la codicia del «hombre moderno», sea blanco, negro o amarillo, está desquiciada, y los señores de la guerra están poseídos por un clima interior y exterior que permite que esa mortífera pulsión sexual, que ha acompañado siempre a la violencia de la guerra, difunda por todo el planeta, queramos oírlo o no, un lamento hondo que sale de lo más profundo de la tierra y del elemento femenino de nuestra hermanas negras.
Suena el teléfono aquí en occidente, las alas de la mariposa baten, y por el oriente un guerrero exacerbado siembra pesadillas en los sueños de liberación de una nación humillada. Cada vez hay más caminantes de la noche, así llaman a los niños que huyen de esa violencia y se adentran en las selvas para huir del horror, niñas de miradas tristes, rotas en lo físico y rotas en el alma, huérfanos diezmados por el SIDA; más de 800.000 refugiados en campos de lava, sin acceso a nada, a los que no llega la ayuda humanitaria… Una guerra feroz, una de las mayores catástrofes humanas del mundo se desarrolla, olvidada, en la trastienda del capitalismo de Occidente.
Un DVD se inserta, un satélite orbita, una nave espacial despega, un arma teledirigida se dispara, las alas de la mariposa de la tecnología baten sus sueños prometeicos de controlar el mundo para confort de una conciencia adormecida en mil y un estímulos artificiales y un huracán de desigualdad y dolor arrasa un continente entero. Nuestras máquinas devoran materias telúricas y tenebrosas, estamos obligados a saquear la tierra para hacerlas «vivir», lo que, como dice F. Schuon, no es el menor aspecto de su función de desequilibrio. ¿Quien le pone puertas al campo de la locura?
La ONU y su intento de cordura
Como denuncia la periodista congoleña Caddy Adzuba, que vió truncada su vida cuando la violencia la convirtió en refugiada y a sus amigos en muertos y a su padre en torturado: «En esta guerra la responsabilidad es compartida: el Congo tiene su parte de culpa, también Ruanda y la región de los Grandes Lagos, la Unión Africana, la Unión Europea y la ONU. Hay implicadas ahí multinacionales que sostienen una buena parte de la economía de los países de la Unión Europea. Los gobiernos europeos, que han financiado la guerra en el Congo en colaboración con las multinacionales, sacan su provecho. Todo esto no lo digo yo: hay paneles de la ONU que dicen claramente qué gobiernos están financiando esta guerra. Todos lo saben, pero ninguna medida concreta se ha tomado al respecto porque existen intereses económicos».
Y efectivamente, según un informe de la organización no gubernamental sudafricana South Africa Resource Watch (SARW) para el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, tenemos una serie de compañías involucradas, con nombres y apellidos, en el comercio ilegal de este material. Las nacionalidades son diversas: Estados Unidos, Reino Unido, Israel, Alemania, China, Bélgica, Malasia, Uganda, Ruanda y Kazajstán. Sus nombres: Cabot Corporation ―dirigida por Dick Cheney, ex vicepresidente de los Estados Unidos―, Kemet Electronics, Speciality Metals Company, Trinitech International Inc, Afrimex, Nac Kazatamprom…
La responsabilidad de la ONU, que señala Caddy, es más difícil de delimitar. Una institución que lleva años en el territorio con su mayor misión militar en el mundo: 17.000 hombres autorizados a emplear toda la fuerza que sea necesaria, pero que apenas pueden hacer nada en ese laberinto de selva y violencia y que incluso a veces se han visto contaminados por el ambiente de abuso que se respira; pero no podemos negar que desde 2001 la ONU realiza un informe anual sobre la situación en la RDC, y la información puede suponer poder de transformación. El primer informe del 2002 fue demoledor y allí se mostraba la relación directa entre la explotación minera y la violencia endémica que sufre el país desde su independencia. En él se citaban 114 empresas, en buena parte occidentales, que azuzaban o se aprovechaban del conflicto para engrosar sus beneficios. Nunca se aplicaron las sanciones. En cambio el último informe del 2011 es un poco más alentador. Carles Soler, de Veterinarios sin Fronteras, que amablemente nos ha facilitado abundante documentación para entender este abstruso galimatías, nos comenta: «En este informe (http://www.un.org/french/sc/committees/1533/experts.shtml) se puede encontrar bastante información respecto a la situación actual de la explotación de minerales en la RDC, información de los diferentes grupos armados, así como de la aplicación de dos reglamentos que, últimamente han sido aprobados respecto a la transparencia y procedencia de los minerales usados en alta tecnología. Los reglamentos en cuestión son la famosa Ley Dodd-Frank (promovida por políticos del Congreso de EE.UU. y que pretende clarificar el origen de los minerales que se usan en la industria tecnológica) y las directrices de la ONU solicitando una mayor transparencia».
Parece que la labor informativa de la ONU ha propiciado que esas directrices sean escuchadas por algunos de los implicados. Fueron elaboradas por el Grupo de Expertos sobre la República Democrática del Congo, y su aplicación recibió el apoyo unánime del Consejo de Seguridad en el 2010 para instar a los importadores, las industrias de procesamiento y los consumidores de productos minerales congoleños a frenar la compra de coltan a señores de la guerra que imponen el terror, a mejorar las condiciones infrahumanas en las que se trabaja, incluidos niños, y para frenar las prácticas fraudulentas en los mercados internacionales, como el caso de Cabot Corporation que intentó engañar a la comunidad internacional introduciendo coltan congoleño en Brasil y vendiéndolo como producto carioca, con la intención de bajar el precio y beneficiarse del dumping comercial (vender por debajo de los costes de producción con la intención de hundir a la competencia y monopolizar el mercado). Este oro gris es como el anillo de Murdock, que despierta las peores prácticas, pues como dice el escritor Vázquez Figueroa, quien posea el coltan dominará el mundo.
Según este último informe del 2011, «la conciencia generalizada del problema de los minerales procedentes de zonas de conflicto y la necesidad de ejercer la diligencia debida para reducir el riesgo de financiar conflictos mediante la adquisición de minerales ha aumentado a nivel internacional en la mayor parte de las industrias afectadas, en particular las de la electrónica, la fabricación de vehículos y la industria aeroespacial, pero el sector minero en su conjunto dista de aplicar en medida suficiente las directrices».
Por otro lado está la Dodd-Frank Act de EE.UU, el único estado miembro que ha aprobado hasta la fecha un instrumento legislativo que obliga a las personas y las entidades que utilizan en sus productos oro, estaño, tantalio y tungsteno procedentes de la República Democrática del Congo y de los países vecinos a ejercer la diligencia exigida por la ONU. Los expertos congoleños están divididos respecto a las consecuencias de esta ley, tal como me comentó el periodista José Miguel Calatayud; me señalaba éste en una breve entrevista que (simplificando en alguna medida) hay dos tendencias generales. Algunos se oponen a esta Act por un sentido práctico, para no desplazar el coltan al mercado negro y dejar sin trabajo a mucha gente, además de privar de impuestos al gobierno «y prefieren una solución más pragmática, que incluya una mejor regulación local y nacional y que se negocie con los grupos armados. Están, por otra parte, los que la apoyan por una cuestión de principios y creen que ayudará a detener completamente este proceso».
El laberinto de la complejidad
Vayamos cerrando conclusiones sobre la actualidad del conflicto. La ONU sigue manteniendo a sus cascos azules y sigue informando y haciendo recomendaciones, lo que ha motivado que algunos países hayan disminuido la compra de minerales no certificados. Por parte de las multinacionales se han creado alianzas como la Electronics Industry Citizenship Coalition, integrada predominantemente por fabricantes de Estados Unidos para evitar la compra de materiales que tengan esos minerales manchados de sangre. Pero otros países, como China, no tienen ningún reparo y empresas como TTT Mining, Huaying y Donson International han vendido los minerales conflictivos a fundiciones, refinerías y sociedades de comercio exterior chinas que no exigen etiquetas ni pruebas de diligencia debida. Meter en cintura a China, que cabalga en la soberbia de su imperio económico, va a ser bastante difícil. Por otro lado el contrabando ha aumentado para poder saltarse esas diligencias y a Ruanda, país clave en este conflicto, llega mineral de contrabando que se etiqueta como si fuera propio y se vende posteriormente a esas mismas alianzas que no pueden controlar la corrupción, los pasos fronterizos ilegales, el blanqueo de minerales que sigue a la orden del día en unos estados corruptos y alienados.
Como vemos la relación RDC-coltan-conflictos armados-circuito comercial-multinacionales… es de una complejidad extrema, y más difícil todavía es intentar explicar esta situación de manera clara. Hemos ido dando pinceladas sobre los diferentes elementos implicados: la codicia de un capitalismo feroz, el nuevo ídolo de la ciencia y la tecnología, el consumo exacerbado de Occidente de objetos que nunca antes habíamos necesitado para ser felices e íntegros. Pero no sólo se trata de un problema económico, sino también político: conflictos larvados con países como Ruanda, que es el mayor beneficiario del coltan congoleño; la sombra alargada de un odio territorial entres hutus y tutsis que no deja de existir; la violencia exacerbada de todos los grupos armados implicados; la debilidad del gobierno autoritario de Kabila para controlar un país sin instituciones, lleno de corrupción y sobornos, y que según Enrico Carisch, experto financiero de Naciones Unidas, necesitaría de la ayuda internacional para recuperar el control del este del país
Y no todos los problemas políticos son herencia o responsabilidad de Occidente, África Central tiene que sentarse y reflexionar sobre su implicación. Pero ese terror gubernamental que corrompe muchos gobiernos africanos lo hemos ayudado a crear con nuestros errados pasos históricos y los descomunales intereses que tenemos en sus riquezas: el 46% de los diamantes del mundo, el 32% del oro, el 75% de cobalto, el 80% del coltan…
Está, además, la propia decadencia del África postcolonial, que con las raíces devastadas por un racismo que no entendió su genio racial, no levanta cabeza, y donde la superposición de una estructura occidental inasimilable sobre su organización tradicional fracturó su equilibrio cultural, material y su autoestima. Hay que sumar también el abandono de las tradiciones propias y la adhesión a ideologías materialistas que sobrestiman las cosas efímeras de este mundo relegando las esenciales, lo que ha sido siempre una puerta abierta hacia el error, y que está en la base del derrumbe de numerosas tradiciones que están sucumbiendo al modelo occidental de progreso como China, India o la misma África. Pero ya no hay vuelta atrás. África camina obligada hacia una sociedad moderna y necesita dotarse de instrumentos propios y comunes que surjan de su genio propio ya que, si se me permite decirlo, su forma de ser y organizarse es ontológicamente distinta a la nuestra. Conceptos como ubuntu nos permiten asomarnos a una manera de interpretar la realidad que no tiene nada que ver con la exacerbada individualidad de occidente que se pavonea de no tener pasado, ni raíces, ni familia, ni nada que ate su supuesta autonomía. Lo más característico de la filosofía africana es su concepción de la persona como parte solidaria de una comunidad sin la cual no existe. «El “yo” y el “nosotros” están intrínsecamente ligados hasta el punto de que sin la pertenencia a una comunidad no somos nosotros mismos», dice Joseph Ku-Zerbo, historiador burkinés.
Del laberinto se sale por arriba (con conciencia)
La tradición africana tiene mucho que enseñarnos; quizá es tiempo de dejarla que emerja y dirija su propio desarrollo autónomo sin tantas injerencias externas. Permitirla redescubrir y renovar su herencia espiritual y cultural: sus lenguas, sus artes, su literatura, su genio creador, su experiencia humana y religiosa y sus múltiples expresiones. Pero, como se pregunta el padre Michel Kayoya: «¿Permitirá Occidente que nuestros pueblos se superen, que nuestros pensadores piensen y se expresen, que nuestros místicos vivan en plenitud su experiencia espiritual, que nuestros maestros enseñen, que nuestros pastores manden y guíen a nuestros pueblos sin opresión ni engaño…?»
Los cada vez más numerosos grupos de defensa de los derechos humanos, de vigilancia en las elecciones, Comisiones de Verdad y Reconciliación, Comisiones de Justicia y Paz, el tímido intento de un Tribunal de Justicia Africano, son el reflejo de la determinación de una sociedad civil cada vez más consciente de sus derechos inalienables y que está exigiendo a sus políticos que dejen de vivir en una burbuja de lujo, con sus excentricidades y crímenes de lesa humanidad, y bajen a la calle a ver las necesidades cotidianas de trabajo, educación y salud de su gente y permitan que los ingresos por la exportación de materias primas como el coltan tengan una repercusión real en el desarrollo social de sus países.
El liderazgo ha de ser local, como dice Catalayud poniendo un ejemplo: «Un grupo armado está asentado en una zona y roba y abusa de la población local, violan a las mujeres y reclutan a niños por la fuerza. ¿Cuál es la solución? La respuesta debe partir de la propia población local, que puede favorecer un enfoque de justicia tradicional y perdón que incentive a los miembros del grupo a abandonar las armas (después de todo, muchos de ellos pueden proceder de esa misma población). Quizá esta comunidad no quiera juicios en Kinshasa o en La Haya porque eso elimina cualquier incentivo para que los comandantes del grupo armado quieran discutir un cese de la violencia. A esa comunidad le pueden interesar programas de rehabilitación y reinserción social para quienes abandonen el grupo armado, pero propuestos por y para esa población local, y no elaborados en Power Point en Washington».
Occidente debe dejar de «tutelar» interesadamente a África y, si quiere ayudar realmente por la deuda moral e histórica que tiene contraída con este continente, puede devolver el dinero que ha expoliado durante siglos en forma de condonación de una deuda externa agiotista y oportunista que nuestro Fondo Monetario Internacional exige pagar con sus recursos naturales. Deuda injusta que compromete la supervivencia de un pueblo que, año a año, ve «cómo el deterioro de la base de recursos puede transformarse en irreversible: la deforestación, la destrucción de los ecosistemas, la sobreexplotación y contaminación de los recursos hídricos, las pérdidas de fertilidad y la erosión de los suelos y la destrucción generalizada del hábitat» (I. Ramonet).
En lo que respecta a nosotros, lectores de esta información, quizá la próxima vez que vayamos a cambiar de móvil, por uno más «bonito», más moderno, o más lo que sea, que se hayan inventado para seducirnos, las alas de la mariposa de nuestra conciencia reflexionen sobre la modesta tesis de este reportaje, de que aunque la industria tecnológica sea un hecho en nuestras vidas no tiene por qué significar que haya que aceptarla en todas sus dimensiones y propuestas, como si ese carácter de hecho prevaleciese sobre la verdad que se esconde tras ella… La imposibilidad de salir de un mal no impide que éste sea lo que es, y no hay crítica estéril en señalar un mal que no se puede cambiar, o para el que desconocemos una solución objetiva, porque el primer paso hacia una posible curación es siempre advertir la enfermedad, y el hombre siempre puede liberarse del laberinto por arriba, usando la conciencia que comprende la verdadera naturaleza del maquinismo, con su promesa de potencia y eficacia, y escapando de todas las servidumbres psicológicas de la máquina, eligiendo una simplicidad voluntaria que no necesite de una aplicación eficaz que le diga que está lloviendo, pues tiene dimensiones epiteliales para constatarlo.
Quizá este atar cabos que hemos realizado entre las diferentes realidades nos permita recuperar lo que decía Jacques Ellul sobre el no-poder, que es lo contrario de la impotencia, y se caracteriza por la frase puedo pero no quiero y ante un nuevo juguete electrónico, que la seductora tecnología nos presente como imprescindible para satisfacer nuestros deseos, prefiramos correr a la luz de un atardecer en una playa desierta y hacer castillos de arena, mientras las olas borran nuestras naturales huellas, ayudando, quizá, a que esa noche en la lejana, pero interdependiente República Democrática del Congo ―no somos, intersomos―, una madre y su hijo sean libres de dormir, al fin, en su cálida choza, mientras la selva apaciguada dormita afuera y el terror de la intemperie vivida se va disipando como el oscuro sueño de una noche de verano.
Beatriz Calvo Villoria
Reportaje publicado en el número 27 de AgendaViva de la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente.