La vuelta al Campo
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1 marzo, 2017Silencio, la última película de Scorsese narra el genocidio de los cristianos ocurrido en el Japón del siglo XVII.
En el plano de la historia se convierte en la narración de una época de oscuridad, de tortura y muerte de todo aquel que se profese cristiano. En el plano de la “metahistoria”, en la economía de lo divino, se convierte en un calvario donde imitar a Cristo o en el perdón perpetuo de Dios a aquel que huye de su ejemplo estratosférico, de una divinidad irreproducible si la fe tiene la mínima grieta por donde colarse el miedo, el dolor extremo, la debilidad del hombre, su extrema fragilidad. Huir de su pasión, del martirio, ganando el mundo y perdiendo un reino demasiado lejano y ausente de respuestas audibles para tanto sufrimiento.
Pero es también la expresión del alma de un director que dejó su vocación sacerdotal para redimir sus demonios, nacidos en plena decadencia de una Nueva York violenta y pendenciera a través del séptimo arte. Y cuya búsqueda de la espiritualidad no le ha abandonado en casi ninguna de sus producciones.
Es también la cartografía en imágenes oníricas y bellas de las tentaciones y las dudas de fe que pueden acosar al hombre contemporáneo, de la dificultad a la hora de encontrar respuestas, o de creer en el Más Allá y no sólo en el más acá, con el que estamos encarnecidamente identificados. Del límite del sacrificio y las diferentes maneras de abordarlo. Hay mucha harina, pero podría haberse hecho mucho más pan.
Quizá porque esas respuestas necesitan cerrar la puerta de la habitación de los sentidos, para que los sentidos interiores despierten a vislumbrar en la tiniebla y poder presentir la presencia que habla. Porque el conocimiento posible de Dios acontece en la oración incesante de quien encontrando un tesoro en un campo, lo entierra y va y vende todo sus campos para comprar aquel y gozarlo. Pues el camino es estrecho y hay que soltar todo lo que no somos. Por eso muchos son los llamados y pocos los elegidos, los capaces de pasar por la puerta estrecha.
La oración se convierte no solo en un dar vueltas sobre nosotros mismos, en nuestras peticiones, sino en un órgano de conocimiento que permite contemplar las certezas que anhelamos como criaturas (que transitamos por este valle de lágrimas donde la aflicción es compañera). La certeza de que toda esta creación tiene un sentido, todo este sufrimiento de injusticias manifiestas, de violencia, de la impermananecia de todo lo que amamos, la salud, la seguridad, las personas es instrumento para la sanación/ salvación, que puede desembocar en una conciencia de la trascendencia y del bendito misterio de su inmanencia en el corazón de cada hombre.
Yo no he encontrado estas respuestas en el guión de Scorsese. Quizá porque miro y no veo. Siento que se han desaprovechado varias de las escenas, donde un hombre de oración podría haber dado tantas respuestas a tantos espectadores que se acercaran al cine, con sus dudas o con su falta de fe, o su hostilidad a todo lo que hable de lo sagrado, en este mundo que se jacta de haber matado a Dios. Y él, un cineasta de culto, que maneja la imagen de forma magistral podría haber brindado esas respuestas, si las tuviera, aunque algunas de sus imágenes, como el martirio ante la potencia del océano, hablan de una grandeza de espíritu que no necesita palabras.
Pero no aparecen palabras, que hubieran podido “convertir” (girar hacia dentro la mirada para buscar el centro que somos) a tantos que necesitan la razón para desenmascarar las trampas que le ciegan a lo sagrado, por ejemplo, cuando uno de los protagonistas, un insquisidor, pone en bandeja las tentaciones clásicas que el demonio, el que divide, pone en el alma de quien quiere creer, pero es débil a las influencias del susurrador.
Un Japonés de maneras exquisitas que quiere arrancar de Japón la raíz de un cristianismo que medra desde los tiempos de San Francisco, para defender lo que él entiende el Bien Común de su Pueblo: mantenerse en las raíces propias del budismo como religión de estado, que crea el orden en el que ellos están configurados, confortados, y que lucha con crueldad de guerrero impasible contra un enemigo insidioso, un crucificado, un pobre entre los pobres, humillado, torturado y vencido a los ojos del mundo, que no del Reino, cuya teúrgia hace de su muerte la salvación de todo el que crea que Dios se hace hombre, para que el hombre se haga Dios. Un Cristo, pobre entre los pobres, que se desposee voluntariamente de la Majestad de su divinidad y sangra por sus costados para vivificar la fe de una forma diametralmente distinta a la del Buddha.
Una forma de acoger y abrazar con los brazos abiertos hasta la muerte, lo que no cabe en ningún sistema de jerarquías, los pobres y los pecadores. Los que se han perdido, los que desestabiliza su poder, pues son inútiles salvo para someterlos a la esclavitud. El poder que instrumentaliza la religión para justificar las perversiones de lo político, principalmente la de no procurar el bien de todos, y aceptar la injusticia en nombre de una ley que ha perdido su espíritu; justificar que los pobres sean oprimidos por una ley que se vuelve inmisericorde en sus manos, el karma, que justifica los males que cada uno se merece. Ser pobre es por tanto estar sujeto a impuestos injustos, que desangran a los más débiles, a ser humillado, a no considerar tu voz ni tu sufrimiento por el decreto inexorable de una rueda samsárica de la que solo se sale por arriba.
Pero salir del laberinto siendo pobre de solemnidad, pecador, el que yerra el tiro, el que nunca da en la diana, es imposible, no hay talentos para ser multiplicados, solo una gracia podría obrar el milagro, pero Japón es tierra de guerreros ¿Que será de los débiles de espíritu? Sometidos a unas injusticias que “se merecen” por destino. Campesinos que viven como bestias, y a los que no les llega la bondad de sus gobernantes. No hay ley que les defienda. A no ser que haya otra ley escrita en otro sector cósmico del Cielo que puede derramarse, porque sus ovejas serán de muchos otros rebaños distintos a los suyos.
Derramamiento que acontece en la historia de Japón ante el clamor de su pobreza, de su resignación, que conmueve al Cielo que envía una Verdad revolucionaria, que transgrede las leyes de los hombres y los Templos que asfixian el espíritu y les da la esperanza de que su sufrimiento y su muerte, es instrumento para la salvación en la Vida Eterna.
Y aquí llegan los misioneros, enamorados de un crucificado que dio la vida por sus amigos, sus hermanos, como máximo acto de amor. Y mueren por los desheredados, por los pobres entre los pobres, por los malvados, los que apostatan por debilidad, los tullidos, los deformes moral y físicamente, no por los que agradan sino por los que apestan de dolor, y de miseria, sucios, vastos, desposeídos.
Llegan, según el inquisidor, semillas de otros mundos, que no pueden medrar en las tierras de Japón, pero quizá habría que haberle contestado: “llegan no de Portugal, ni de Holanda o España, llegan de Otro Mundo, como respuesta de un Dios que se hace carne, prometiendo una bienaventuranza de Paraíso a los pobres que sufren”. Pobres, que de tan nada que son, dejan el hueco para una fe sencilla que mueve las montañas del silencio de los hombres que no dan respuesta, donde parece que no hay respuesta audible a su martirio, salvo en el gran Silencio donde Dios hiere para sanar, y su corazón lo sabe, y se entregan como corderos a la muerte que les dará la vida. Pues el Bien que surge del mal es la salvación en la Vida eterna. “Pertenece a la infinita bondad de Dios permitir que haya males, y sacar bienes de ellos”. Santo Tomás. Estas palabras no surgen en la película, quién no esté formado mínimamente rechazará la locura de morir antes de morir para no morir cuando se muera ¿Pero quién cree a estas alturas en el Paraíso?
Pero dicen que cada mártir es semilla de cristianos. Porque encienden con su entrega y su lealtad al amor, la fe, por eso la necesidad del inquisidor de arrancar la raíz que se hunde en un cielo que desconoce, pues Budhha no quiso hablar del Más Allá -aunque sabía de él, como todo brahman, aunque viniese a renovarlos-. Y sabe que la apostasía mata el espíritu del hombre y aquí es donde la película deja una duda esencial, para que la resuelva el espectador. La duda, de si la apostasía ritualizada mata el espíritu de la fe o es un camino legítimo para salvar la vida terrena de los cristianos y si puede el corazón, herido de esa traición a la forma sagrada, salvaguardar el amor, pues Jesús no vino a llamar a los justos sino a los pecadores.
Scorsese sostiene en una de las escenas culmen, que se repite a lo largo de toda la película, el ritual de pisar la imagen de Cristo y su Madre, que la voz que escucha el sacerdote cuando es presionado, por la tortura de sus feligreses, a pisar la imagen para salvar sus vidas es la voz del propio Cristo diciendo que no importa que pisen su imagen, que el vino a ser pisado para salvar vidas. ¿Pero vino a salvar vidas en la tierra o su Reino no es de este mundo?
¿Se gana el mundo y se pierde el Reino? ¿Es legítimo para un pontífice que une los mundos, un sacerdote, sacrificar la imagen de lo más amado, representado en las formas de lo sagrado y renunciar el resto de su vida a celebrar la liturgia, a perdonar con el sacramento de la confesión, magistralmente narrado a lo largo de toda la película, a embeberse en el misterio de la cruz?
¿Es posible sin adorar la forma en la que se reviste el mensaje revelado, mantener el mensaje intacto y vivo en el corazón¿ ¿Puede ser el Recuerdo de Dios vivido en el más estricto silencio, el silencio impuesto por la censura y su desarrollo maquiavélico en la autocensura, que teme las consecuencias de la libre expresión? ¿O ese silencio es una cortesía a las otras formas?
Y ante todas estas preguntas que suscita, me viene la trasposición de esa historia o metahistoria a los tiempos actuales. Si el silencio de nuestra fe, ante circunstancias tan adversas, como pueden ser los nuestros en los que nombrar a Dios no te mata, (en occidente), pero te hace reo de burlas y prejuicios se hace hermético, sin un signo, ningún símbolo que una los mundos, ¿se puede sobrevivir y no romper al hombre, matarlo espiritualmente en el olvido?
¿El hombre de espíritu puede sobrevivir sin ofrecer los frutos del bien, cuando es la naturaleza del Bien comunicarse? El hombre es forma, ¿necesita la forma para expresar su persona, es necesario el rito, como una especialidad simbólica que actualiza ese más allá de Dios en el que el creyente anhela descansar de este naufragio? ¿O en tiempos donde la circunstancia histórica es tan dramática como aquella de Japón o esta de ahora donde no solo se siguen matando cristianos en Siria, África, Egipto, Pakistan…. sino a Dios mismo se justifica nuestro silencio en un mundo muerto de hambre de la Palabra?
¿Podemos retirarnos legitimados por el horror y descansar en nuestro corazón asilenciado, y que ese silencio, el único que se puede permitir la criatura ante la dificultad de la heroicidad y el martirio, sea un silencio fecundo. Un ejemplo de humidad ante nuestra miseria, perdonada eternamente por el que ama sin condiciones?
¿Se trata de un sacrificio o de una renuncia, que, si es el caso, no puede borrar la huella de nuestro bautismo de agua y fuego, y que desde el silencio de aceptar que no se puede evangelizar contracorriente, pues trae demasiado sufrimiento, se evangeliza desde ese núcleo inafectado, ofreciendo la operación mistérica de la gracia en silencio, sin imposiciones, permitiendo todas las manifestaciones posibles de lo divino, distintas, en forma, en nombre, pero no en esencia?
Al final de la película se despertó una alarma, ¿es esta posibilidad de pisar la forma, la imagen de Cristo, el Icono, una peligrosa ideología que está queriendo convencerme de algo que desde el corazón repugna? ¿Se justifica el medio por el fin?
¿Favorece esta película al combate interno que se está produciendo en la iglesia entre posturas conservadoras y progresistas, aunque su realidad plural no puede quedar reducido a estas dos facciones? Siendo el Papa Francisco un jesuita, una faceta de la iglesia que ha sido muchas veces objeto de crítica por su innovación en la interpretación del mensaje, por su hermenéutica progresista, en su acepción negativa, que hace temer a muchos la disolución de dogmas que han conformado lo católico desde hace siglos y que desfigure su imagen para siempre haciéndola irreconocible, una se pregunta si ese pisar la imagen sirve como poderosa imagen para trasmitir esa visión de la necesaria transformación radical de la iglesia, de la actualización del dogma, que quiere transformar ritos, liturgias, acercarse a una realidad compleja, diversa, distinta a la de los siglos anteriores, pues millones de ovejas andan sin pastor.
¿Se trata en un mundo globalizado permitir que ese aroma de fondo, esa fragancia única del misterio cristiano se diluya en sus símbolos, en sus ritos característicos, se ecumenice hasta hacerla indistinguible y evangelice en un silencio de formas renovadas, actualizadas, contemporizadas?
¿Servirá esa renovación a todo aquellos náufragos que tienen necesidad de rendirse, de no soportar más solos el peso del arco de la batalla de la gran guerra interior, a todo aquel que necesita el Otro como salvador de su incapacidad para salvarse de sus demonios, de sus aflicciones, a todo aquel que quiera un yugo suave y ligero, pues quien porta la cruz es Todopoderoso? ¿Servirá si esa Palabra que salva es sutil irradiación cordial sin forma reconocible, o adaptable y se disuelve en infinitas posibilidades humanas de celebrar el misterio?
¿O ese pisar la imagen del Rey del Otro Mudo sería la manifestación elocuente de una peligrosa renovación, de una claudicación al mundo, que puede acabar arrancando de raíz la poca fe que le queda a un occidente moribundo?
Como dice Dionisio Romero “Lo formal, es decir; el Libro, la liturgia, el rito, los ciclos anuales y sagrados, la Tradición, las oraciones canónicas transpersonales, la oración interiorizante personal, los objetos sagrados, el templo, el icono, etc. No son instrumentos que se oponen a la inteligencia del Ininteligible, no son simplismos de unas mentes debilitadas, no son desdeñables y por lo tanto superables. Son receptáculos para la realización del misterio, son la máscara con que el hombre contornea su inmanencia abismal, son puentes lanzados desde el cielo para que ascendamos hacia ese Reino que se extiende más allá de cualquier forma. Son por lo tanto inagotables, fecundos, interminables en su recorrido, inmensos en su extensión intelectual, nunca están cerrados al sentido, sino abiertos a sentidos que ocultan otros sentidos, su lectura no solo garantizan la salvación sino que son la base para cualquier liberación. Criticar este patrimonio del alma humana y de la Gracia es negar la naturaleza Original del Hombre, es condenarlo a la disolución diabólica de lo profano.”
El debate está servido.
Beatriz Calvo Villoria