La enfermedad, la vejez y la muerte
1 marzo, 2022La salud por el alimento
23 noviembre, 2022El ascenso fue conmovedor, un auténtico peregrinaje. Dejamos el monasterio de Santa Catalina después de una noche en vela escuchando una misa copta de seis horas de cantos, en una iglesia que convivía con una mezquita en el mismo recinto, en medio del desierto donde moran los demonios y donde moran los ángeles, donde se alternan las visiones del infierno y las visiones del paraíso.
Salimos montados en camellos y empezamos a adentrarnos en el desierto ascendiendo hacia el Horeb, para dejarlos después en el último tramo, mientras nos íbamos acallando paulatinamente ante la majestad del paisaje.
Al llegar a la cima y poner el pie en lugar tan santo y sagrado fue como meter la llave en una cerradura teúrgica que nos proyectó hacia un silencio de una elocuencia ensordecedora. Bendito Horeb.
No podíamos parar de rezar. literalmente éramos rezados por algo que irrumpía, casi con violencia en nuestro interior y repetía sin cesar cantos de alabanza, lágrimas interiores de alegría y reverencia ante el arrojo de esa voz interior que nos sometía con fuerza la cabeza hacia el corazón, como si esta quisiese perderse en el fuego que ardía misteriosamente en una repetición incesante.
Nos impresionaba el silencio ensordecedor de una infinita nada que se extendía en todas las direcciones. Nos impresionaba la atmósfera sagrada de ese lugar dónde Dios le habló a Moisés y tuvo que desnudarse de sus sandalias, de su mundanalidad para poder oír y ver.
Todos los amigos que subimos caímos en oración, la elocuencia del silencio visual, auditivo, la cercanía del cielo, la omnipresencia del desierto, la resonancia de miles de oraciones de los Padres del desierto que esculpían sutilmente la montaña interior….
El descenso del Sinaí fue simétrico. Tal como subí, con la intensidad de mi signo astrológico, bajé de nuevo a la dura tierra. Habíamos tocado el cielo, mejor, el cielo nos había tocado con una oración incesante por varias horas.
Exaltados de devoción iniciamos la bajada antes que se echase la noche y el frío atronador de huesos del desierto nos pillase en medio de su nada. Nos habíamos puesto todas las capas de ropa que llevábamos en la maleta, incluidas chilabas, pañuelos comprados en Cairo las semanas anteriores, pero la noche claramente iba a por nosotros, nuestra ignorancia de qué es un desierto y nuestra inadvertencia del paso de las horas, de no tener linternas ni mapas de regreso empezaba a expresar sus consecuencias.
En el descenso, la oración de gracia desapareció y el temor me asaltó ante una noche sin luz, en un camino de piedras resbaladizo y sin guías, en un territorio que parecía un barzaj entre mundos, con una textura onírica que hacía presentir que cualquier cosa podía suceder, aparecer, miedos incluídos… Y así fue, ante mis temores que iban cabalgando en el crescendo del frío, como en medio de un sueño, detrás de una de las montañas surgió eróticamente lenta la luna llena. Blanca, nívea, luminosa, como esposa del sol que habíamos vivido en la cumbre del Sinaí nos enseñaba su tul de gasa luminiscente y alumbraba el camino.
El miedo se disipó ante su luz y la gracia volvió a calentar el corazón de gratuidad, misterio y sobreabundancia. Nos arrodillamos y rezamos en la dura tierra, entre escorpiones, quizá, que volvían a estar ausentes en medio de nuestras plegarias encendidas, pues medran en los territorios del miedo y de nuevo reinaba la gratitud, la confianza y el contento.
Llegamos a los límites del Santa Catalina, con la noche recia echada como un manto de lana mojada, el frío del desierto no tiene adjetivos suficientes para ser escrito, es un asesino de egos. Un portal de Belén con camellos y lumbres anunciaba la cercanía ya del Monasterio, donde pasaríamos la noche. Y como cometa de la experiencia un fogonazo del otro lado del espejo me aturdió el entendimiento.
Me frotaba los ojos, para ver que lo que veía no era porque estuviesen cerrados, estaban abiertos pero veía un paraíso con ríos de leche y miel, corriendo por las montañas, con monjes, familias hermosas viviendo en un edén a plena luz del día. Pero era de noche, y de día al mismo tiempo en mi visión. Esa simultaneidad me asombraba, era un desierto con una hostilidad feroz y un vergel superpuesto en mi visión interior que era capaz de sobreimponerse y alumbrar la noche.
No dije nada a nadie, desconfío de las visiones, más cuando pueden tentarnos de creer que uno es especial por sobrellevarlas. Y bien sabe Dios que yo no soy de esos especiales que ven otras realidades. Pero ahí quedó, la huella en la retina, paraíso, paraíso.
Solo quería ir a la celda y descansar tanta intensidad. Pero la noche en el desierto es siempre larga. No había más ropa que poner sobre la cama y el frío convivía con la médula de mis huesos, quitando todo el romanticismo a los padres de desierto que habían educado mi imaginario desde los 33.
Dormí a jirones, hasta que del fondo del sueño… del fondo del sueño cósmico con el que debí fundirme por la potencia telúrica del lugar, una legión de miles de demonios en forma de hormigas diminutas vinieron a devorarme, me mordían entre risas y maldades, me atormentaban, surgían de entre los pliegues de la cama, que eran los pliegues de la misma tierra, que se abría para lanzar su marabunta contra mi carne. Fue tan intenso y tan vívido que de un salto y un grito como de samurái ardiendo me encontré en medio de la celda haciendo oraciones y mudras con las manos para protegerme del asalto de esa legión de insidiosos diablejos negros.
Medio en sueños, medio en la vigilia el grito y el salto fueron tan intensos que mi compañera de celda salió desbocada de su propio dormir para asistirme en mis sudores nocturnos, en los terrores de conocer las torturas del infierno.
Recordé los días posteriores que el desierto es lugar donde viven los demonios, Juan el Sinaíta decía que habían sido expulsados lejos de la vida de los hombres para favor nuestro. Por eso solo los santos pueden vivir con el león rugiente rondando a cada paso. Son lugares de tanta nada que sus susurros se hacen eco de nuestro vacío, sin asideros visuales, sin asideros sociales, en esos extremos de calor y frío en que se quiebran hasta las rocas moran desterrados y los incautos peregrinos pueden encontrar sus fauces.
Recuerdo ahora que me asalta el desierto de este mundo que vivimos, donde habitan legiones de demonios, lo que decía Jesús que cualquier hombre que descuida su salvación es una casa de demonios. Y como decía San Juan Crisóstomo “el lugar del demonio no es otro que el pecado”.
En memoria de los padres del desierto actualicemos su enseñanza y combatamos a muerte para que los demonios no hallen descanso en nuestra psique. Al contrario, se encuentren la vigilancia que impide el error del tiro en nuestro pensar, en nuestro hablar y en nuestro actuar. Bondad, Verdad Y Belleza. En el Nombre de Dios, siempre en el Nombre de Dios. El Santísimo.
Beatriz Calvo