La naturaleza te habla
14 diciembre, 2021Cuidar a los enfermos
3 enero, 2022Esta Noche Buena el espíritu de la Navidad ha tenido que combatir a muerte en esa batalla eterna, que la cosmovisión hindú localiza mitológicamente en Kurukshetra, y que se libra entre las fuerzas dévicas o celestiales que defienden la Ley eterna inscrita en el corazón de cada ser vivo, el dharma –el cual genera el equilibrio entre las fuerzas que danzan en el cosmos para crearlo, mantenerlo y destruirlo- y las fuerzas de los demonios, los asuras, que en posición de desequilibrio, cuando el dharma es olvidado, solo saben concretar todo tipo de posibilidades, incluidas las que van en contra de esa Ley divina.
Esa batalla se libra en cada corazón y en esta noche santa, en la que el cristianismo celebra la llegada de la Luz del amor al mundo, los demonios han trabajado intensamente para separar y enfrentar a las familias y violentar al espíritu de la Navidad, que aún tenía el poder de convocarnos a todos, creyentes y no creyentes. A través del miedo, emoción aflictiva donde las haya, pues congela las operaciones de la inteligencia superior, han susurrado divisiones en lo que antes estaba unido, categorías inamovibles y ofensivas por ambas partes han generado una línea que impide los abrazos, los afectos, el amor que sana y salva.
Por segundo año consecutivo no he podido asistir a la cena con mis hermanos, mi madre, mis sobrinos, mis cuñados. La exigencia de un test de antígenos para dejar tranquila a la mente de lo que temen era inadmisible para mi conciencia, que sabe que ese test es el símbolo, la piedra angular en la que se ha construido el relato que nos está llevando al abismo. Un relato claramente sesgado por intereses crematísticos, propios del becerro de oro al que sirve y que en esta batalla busca asolar la tierra entera desterrando el amor de los corazones humanos, apagando la brasa que arde en el santuario sagrado de la familia.
Busca ese relato acabar con todo lo que refuerza nuestra humanidad y los lazos familiares son parte de la urdimbre esencial de ese tejido básico de sangre, carne y amor que empieza con la madre, la cueva útero del milagro que hace bajar a Dios en cada criatura que engendra. No sabe sin embargo el odio que busca la destrucción de ese telar humano, que el amor todo lo puede, que el amor deja vacías las etiquetas con la que nos enfrenta. Que el amor entiende incluso la causa que inicia la monstruificación que convierte a un ser en un demonio y que puede bajar incluso a los infiernos a salvar todo lo que es salvable.
Que el amor entiende el miedo de un hermano o una cuñada de enfermar o enfermar a un ser querido, de entender que algunos pasen la noche entera con una mascarilla, aunque lleven tres dosis de su medicina. Su mascarilla es el símbolo de una seguridad que les calma la mente y la conciencia y les hace sentirse solidarios y responsables con los abuelos presentes, los hermanos más débiles, y aunque ese baile de máscaras sea absurdo a los ojos del que busca la seguridad en otros parámetros, como el de los abrazos y la confianza, pues caen durante la masticación y suben de nuevo entre los descansos entre los espárragos y el jamón, como un rito mágico que alejase a un enemigo invisible que respeta esas subidas y bajadas, una no puede dejar de sentir compasión por su aflicción y reconocer su sacrificio para, en su discurso, no enfermar a los más débiles.
Una no puede dejar de comprender que su única fuente de información es la madrastra que nos ha criado a todos, la televisión, que ejerce un poder hipnótico desde niños; que todas estas tres últimas generaciones han sido amamantadas por su narrativa moderna sentimental y cientifista que ejerce una autoridad incuestionable sobre muchas almas, que no dudan, no están enseñadas para dudar sino para asumir sus consignas, validadas por expertos que calman y sustituyen la necesidad que todo espíritu tiene de discernir sobre la verdad y la falsedad de las cosas.
Una es capaz de entender su heroicidad, aunque sea a la inversa del valor que le gustaría contemplar. Inmolar a sus propios hijos en un experimento de dudosa procedencia para salvar la sociedad en la que creen, en la que confían, para recuperar la normalidad a toda costa, el refugio de lo único que han conocido como hogar. El Estado como un padre incapaz de dañar a sus hijos, por los que vela y por el que merece dar la vida. Su entrega es admirable y el amor puede salvar la perla de su intención y honrarlos.
El amor todo lo entiende, todo lo acepta, el amor sabe resignarse y perder una batalla, sabiendo que con eso ganará la guerra en su corazón, que no hay rencor por ser la autoexcluida de la narrativa mayoritaria, que les amo, aunque pueda que sea la última Navidad en la que lo humano pueda respirar villancicos de amor, ante la irrupción vertiginosa del transhumanismo en ciernes que cabalga en toda esta ordalía tecnocentífica, cuyo caballo de Troya es este nuevo pasaporte de la ignominia.
El amor me hace amar a cada uno de mis hermanos, hermanas, sobrinos y sobrinas, cuñadas, a mi madre, el amor me hace honrarlos en la hornacina de mi corazón y celebrar la Navidad sin distancias aparentes. El amor me hace atravesar todo la ira que buscan encender los demonios que comen de esa energía nefasta. El amor me hace entender dónde estamos cada uno, me hace entender que este ciclo cósmico es la oportunidad de que salga a la luz todo lo que estaba escondido, silenciado, la violencia atroz ejercida durante milenios sobre esta tierra santa, sobre una humanidad sufriente, visibilizar sin miedo la legión de demonios que se alimentan de todas esas vejaciones sufridas y que algunos han surgido de ese conglomerado de rabia, odio por las injusticias sufridas en este cuerpo místico de esta humanidad caída en el olvido.
El amor me hace elevarme y profundizar en mis propios miedos, azuzados por esas legiones oscuras que buscan nuevas víctimas y que necesitan de una octava superior para ser liberados. La octava del conocimiento que libera de la ignorancia ontológica y que permite que se abran los cielos y destile el rocío de la gracia y florezca la justicia. La octava del conocimiento que abre el cofre de la dicha y permite comprender que todo está donde tiene que estar y que cada uno cumple un papel único en esta trama y que el desenvolvimiento de la Gracia es pura gratuidad y que hoy es Navidad, y que el simbolismo nos habla de un fenómeno real que acontece en la cueva del corazón cuando uno se vacía del bullicio de una mente que teme y desconfía, que surge de la profundidad y de la oscuridad bella, de ese silencio bendito que acontece en la noche del alma y que permite vislumbrar el núcleo del núcleo, lo más pequeño y secreto, lo más puro e inocente que permea el cosmos, una chispa divina que acogida en la paz del silencio enciende el fuego y disuelve el caos.
¡Qué se extienda como una ola de fuego anulando nombres y formas, categorías y números y lo reduzca todo a un mismo manto cósmico que palpita Su Nombre¡ Las colinas hoy gritan de alegría, las estrellas destilan su gloria, los árboles aplauden, los ángeles cantan con júbilo y disipan las octavas inferiores. Hoy toda la creación abre su seno y hay que aprovechar y sumergirse en esa ola para equilibrar, para restaurar el dharma, para acoger al niño. En el seno del corazón siempre se anuncia el misterio de la natividad.
Feliz Navidad.
Beatriz