Colapso. La segunda caída del alma
3 febrero, 2021Crónicas desde Sálama
22 abril, 2021
Prefacio
“Les mostraremos nuestros signos en los horizontes y dentro de ellos mismos” Corán (XLI:53)
“La corrupción se ha manifestado en la tierra y el mar por lo que los seres humanos han hecho, para que prueben algo de lo que han hecho y así, quizás, regresen al buen camino.” (Corán, Sura Al Rum, “Los Romanos”, 30:41)
“Ante alguna dificultad aparentemente insoluble, uno debería decirse a sí mismo: en primer lugar, todo, todo acontecimiento, tiene una causa, tanto si la conocemos como si no; nuestra ignorancia no añade ni quita nada a este hecho. En segundo lugar: esta causa no afecta para nada a la verdad de que Dios es la Realidad; lo que es, es, y lo que no es, no es.” Fritjof Schuon
Dicen los sabios que si tuviésemos que resumir el trabajo espiritual sería esa operación del corazón que discierne entre lo real y lo ilusorio, entre lo que es y lo que no es, entre la apariencia de serpiente en una cuerda enrollada y la propia cuerda; por eso el profeta del Islam pedía varias veces al día poder ver las cosas como realmente son y así lo hacía desde otra tradición, desde otro color del espectro de lo sagrado el maestro zen Dogen y así lo pedimos nosotros en esta pandemia construida por una miríada de causas y condiciones.
Este escrito es un humilde intento de discernir una salida de este laberinto en el que nos ha introducido la enfermedad llamada covid-19, sobre la que pesa un denso enjambre de galimatías geopolíticos, históricos, científicos, biológicos, ecológicos, económicos, etc. La punta visible de un iceberg que hace tiempo se aproxima peligrosamente al manejo embebido de locura del titanic cultural moderno por el océano de la biosfera.
Es un intento de indagar juntos lo que nos está queriendo decir la Realidad a cada uno, y las acciones que podemos acometer a partir de ahora en este nuevo escenario, en el que una especie de feudalismo de tecnología blanda parece querer imponer una pérdida paulatina de libertades, hasta ahora incuestionables, que se entregan como sacrificio a esa hibris hambrienta de la nueva industria robótica, que parece viene a imponer un nuevo orden al que muchos nos resistimos, entre otras razones porque la aceleración de los procesos de informatización nos desconectan a alta velocidad de la santa Madre Tierra en la que todos navegamos esta experiencia existencial y nos sujetan, cada vez más, a un asfixiante control digital-policial propio de las novelas de ciencia ficción, que parecía que nunca llegarían y pugnan ahora por hacerse reales, distópicamente reales, hasta el punto de preferir como solución habitar en un planeta desértico como Marte a rectificar lo que está desertificando nuestro propio mundo. Pero intentaremos indagar, aunque el análisis del mal que se cierne sea rotundo, con la tranquilidad que da la confianza en los sabios, santos y despiertos que en el mundo han sido y que conociendo las leyes de la economía divina nos trasmiten que nada sucede sobre la tierra sin el permiso de Dios, siendo Dios el término más amplio que cada uno pueda albergar sobre el Principio Supremo, origen de todo este entramado de Ser y Sobre Ser. Los hacemos, por tanto, con el consuelo de saber que incluso los sufrimientos y adversidades que todo laberinto nos impone son para nuestro bien, y con vistas, para aquel que quiera tirar del hilo de Ariadna -la santa y pura sabiduría que se tiende tras cada fenómeno-, a que la salida de una prueba de esta magnitud, que compromete a toda la humanidad en un intenso sufrimiento es siempre, como toda prueba, hacia nuestra eterna salvación, pues como decía Ânanda Moyî: “El alma que no conoce el sufrimiento no siente la necesidad de conocer la causa última del universo. Enfermedad, dolor, dificultades, etc., son todos elementos indispensables en el progreso espiritual.” Y si algo hemos venido hacer aquí es recorrer la vida con los ojos despiertos y asombrados, eso es lo único realmente necesario que está en juego, sanarnos y salvarnos.
Lo queramos o no, este virus es un signo poliédrico, que entre otras cosas escenifica en sus síntomas nuestra desconexión profunda con el aliento que compartimos en un intercambio fecundo de misteriosas correlaciones con la madre tierra y con el cosmos. Escenifica en nuestros pulmones nuestro desconocimiento del sagrado pneuma que respiramos y que es insuflado desde la dimensión espiritual y que todo hombre que no aprende a reconocerlo, respirarlo y venerarlo se asfixia en una vida plana, sin profundidad ni elevación que le trascienda de una mera vida material que carece de la sal que plenifica. Ante este signo y cualquier otro que la divinidad dibuje en nuestros corazones atentos tenemos que recordar lo que dicen los sabios de que en medio de la creación hay una puerta y esa puerta es el hombre -creado macho y hembra y que está hecho a imagen de Dios-. Recordar que el sentido de nuestra existencia es atravesar esa puerta, el umbral que separa el mundo sagrado del mundo profano, que es una invitación a entrar en el castillo de las moradas santas rumbo a la cámara nupcial de quien alcanza nuestra mirada mientras ella impotente le busca en la bella noche oscura del alma. Es avanzar por los radios de la rueda, de la periferia de la multiplicidad hasta su centro inmutable, donde el cambio cesa, donde todo se unifica en un único verso que sabe a amor arrasador de paradojas. Es atravesar la puerta del templo para ofrecer en el altar un sacrificio de “ese nosotros mismos” que es ilusorio y que sin embargo se aferra con uñas y dientes a un trono que no le pertenece y que quiere poseer sin ser su dueño. Solo hay que recordar las palabras de Dios a Job para comprender la nada que somos ante el Misterio y recuperar la humildad perdida en nuestros afanes prometeicos: “(…) ¿Dónde estabas tú cuando yo echaba los cimientos de la tierra? Dímelo, si tienes inteligencia. ¿Quién puso sus medidas?, ya que sabes, ¿o quién extendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué se asientan sus bases, o quién puso su piedra angular cuando cantaban juntas las estrellas del alba, y todos los hijos de Dios gritaban de gozo? (…) ¿Conoces tú las ordenanzas de los cielos, o fijas su dominio en la tierra? ¿Puedes levantar tu voz a las nubes, para que abundancia de agua te cubra? ¿Envías los relámpagos para que vayan y te digan: Aquí estamos? ¿Quién ha puesto sabiduría en lo más íntimo del ser, o ha dado a la mente inteligencia?”
Dice Fritjof Schuon que para morir y vivir eternamente hay que atravesar esa puerta, con la ayuda de ese Dios que ata las cadenas de las Pléyades o desata las cuerdas de Orion. Si no lo hacemos se cerrará definitivamente con la muerte; en una justicia cósmica, en la consecuencia metafísica de un desprecio al don inigualable de la existencia. Por eso nuestras líneas quieren recordar en esta tesitura de un virus que se extiende incubando nuestro imaginario colectivo con todo tipo de amenazas y/o oportunidades que siempre es un buen momento para recordar lo que decía el Budhha de que nos estamos ahogando en un océano de fuego, y que en tiempo de incertidumbre, que es una de los sabores de la existencia, es bueno practicar ese “afila tu espada, el que no la tenga que venda su manto y compre una”, que decía San Lucas y que es un consejo que determinará la manera en la que viviremos esta “nueva normalidad” que nos impone la historia. Recordar, pues la naturaleza del hombre es el olvido, que esta civilización ha perdido la noción del Cielo –siendo cielo la vida eterna y que corresponde al estado superior de la conciencia, reintegrado, por medio del éxtasis, a su origen y a la Unidad primordial, o situación anterior a la Caída- y sin la osa mayor no se puede dirigir la nave hacia ningún buen puerto y menos regresar a Ítaca. Y recordar que el Cielo sólo se logra con esfuerzo, con la virtud activa de la voluntad y que es al Cielo desde nuestro cuerpo tendido en la tierra al que todos regresaremos.
La enfermedad, la vejez y la muerte son fenómenos que nos impelen al despertar, el miedo a una epidemia, es el miedo a la muerte a la que nadie escapará. Si queremos tener una buena muerte y que nuestra tumba sea la primera fase del viaje a la eternidad que todos anhelamos y poder decirle a nuestra alma en esa transición que está detrás de todos nuestros desvelos palabras tan poderosas como las del Maestro Eckart “¡Arriba, alma noble! Sal de ti y ve tan lejos que no vuelvas jamás, y entra en Dios tan profundamente que nunca puedas salir de nuevo” tendremos que haber vivido acorde a nuestra doble naturaleza: la humana, del santo humus de la Madre Tierra con el que nos cocieron el cuerpo, y divina, del santo aliento del Padre Cielo con el que nos insuflaron este espíritu que ahora se debate en liza con una mascarilla fabricada con todos los mimbres de la geopolítica del príncipe de este mundo. Esto es lo que está siempre en juego, el olvido y el recuerdo de lo que somos.
Pero ¿cómo hemos llegado a ese principado donde la trascendencia se ha olvidado, y se proclama que Dios ha muerto con júbilo prometeico? Todas las tradiciones sapienciales han tenido visiones, profecías acerca del futuro que desde la sabiduría es fácil de colegir, pues las consecuencias duermen en las causas. En el olvido de nuestro origen divino medran las causas del egoísmo, la codicia y el ansia humana por una plenitud perdida; causas profundas y ontológicas en las que duermen como serpientes las consecuencias de una derrota como especie, cada vez más enferma y debilitada y, lo que es peor, de una posible derrota como almas humanas si no nos ponemos manos a la obra para revertir esa causalidad nefanda recordando quienes somos y lo que hemos venido a ser en este plano de existencia, que en esa parábola maravillosa sería la multiplicación de nuestros talentos en vez de quedar enterrados por nuestra acidia espiritual, nuestra pereza de ir más allá del más allá, hasta la consumación última, que decía el Budhha.
Siempre es el tiempo de conocerse para poder conocer el Universo y discernir lo que está sucediendo para aplicar las rectificaciones necesarias. En esta ocasión en la que se han vulnerado tantas leyes que hemos atravesado umbrales de no retorno conocerse sería como dice mi querido amigo Reza Shah Kazemi. “Saborear las consecuencias de “nuestras” acciones significa aceptar que, de alguna manera misteriosa, no estamos exentos de responsabilidad en cuanto a corregir lo que han hecho nuestros predecesores; pues, como miembros de la especie humana formamos una unidad orgánica”, “saborear” las consecuencias de nuestras acciones y las de nuestros predecesores, no solo para ser castigados, sino con el fin de alertarnos de la necesidad de volver a Dios; no con el fin de que caigamos en el abatimiento, sino al revés, para hacer más ferviente nuestra resolución de cara a enderezar lo que está mal, y retornar a ese equilibrio natural en el que fuimos creados.” Conocerse sería entonces iniciar de una vez por todas un sincero y honesto ajuste de cuentas y examen de conciencia.
El planteamiento de este escrito, por tanto, será reiterar, una y otra vez -la repetición trae la perfección, decía el maestro Peter Yang-, que después de este signo que se ha hecho visible para todos de forma global en el horizonte de nuestra historia, el único camino real para quien quiera salvarse de este diluvio de acontecimientos desalentadores es el de “volver a la raíz de las raíces que es la propia alma”. Que la crisis económica, política, sanitaria, psicológica en la que nos está precipitado la mal llamada, para algunos pandemia, atendiendo a su etimología es un istmo en el que se balacean o se encuentran, por un lado, la oportunidad de trascendencia de la enfermedad civilizatoria que nos aqueja, que algunos autores han adjetivado como una “anomalía cósmica” y que está en una de sus fases más agudas -aunque deviene crónica desde hace milenios- y por el otro lado una caída hacia el abismo de la muerte que toda enfermedad no curada precipita. Que ese signo que tanto sufrimiento está provocando, por la incertidumbre de su origen y letalidad, por la pérdida de libertades por un cada vez mayor control social en nombre de un concepto de salud muy reduccionista es un aviso contundente de la necesidad de rectificación, de justicia, de recuperar el equilibrio perdido o perecer bajo el peso de las consecuencias de nuestros actos como especie en un territorio finito al que no le cabe un ansia infinita por poseer lo que solo se obtiene desde el ser.
Es tiempo de perseverar, de sacar todas las virtudes que seamos capaces de cultivar en el jardín del alma y entre ellas está la resignificación del sufrimiento como un fuego que quema la escoria que impide al oro del corazón irradiar en un mundo desencantado que necesita parir un corazón. Como decía René Guenon “el sufrimiento es un fuego interior que debe quemar lo que los cabalistas llamaban la corteza, es decir debe destruir todo lo que en el ser constituye un obstáculo espiritual.” Pero si queremos que el sufrimiento se convierta en ese fuego que purifica y redime debemos de darle ese sentido alquímico, transmutador, pues en la alquimia nada da fruto si no ha sido mortificado previamente. La luz no puede brillar a través de la materia si la materia no se ha hecho lo bastante sutil para permitir que los rayos pasen a través de ella. Por tanto esta crisis es una nueva oportunidad y esta palabra, oportunidad, nos abre una puerta a la esperanza en medio de las tinieblas que se ciernen, la esperanza de que podemos hacer algo creativo en medio de la noche, y la esperanza para el que cree en un Mas Allá que nos sostiene, de que no estamos solos ante la ignorancia y la maldad que se extienden como un cáncer. Como decía San Alfonso María de Ligorio “Cristo ve necesario poner a sus hijos en el horno, pero él está sentado a su lado: sus ojos están firmemente puestos en la obra de acrisolado y purificación”. Y la esperanza que trasmiten los textos sagrados acerca de que en estos tiempos, sí, las puertas del infierno están abiertas totalmente y todo el sufrimiento de milenios, todas las sombras no redimidas ululan sus llantos sobre nuestras cabezas exigiendo justicia por la violencia sistemática que llevamos milenios infringiéndonos los unos a los otros, pero también lo están las del cielo, en una especie de compensación cósmica nacida de la misericordia divina y si nos agarramos a esa cuerda salvadora que surge de la dimensión espiritual podremos atravesar con ayuda de Dios este istmo de la historia en el que el mundialismo feroz -como otro nuevo imperio que nace a la sombra de nuestra ignorancia ontológica de quienes somos-, está empecinado en someter nuestra humanidad a la esclavitud de un pan y cebolla cada vez más insípido e indigesto. Agarrémonos a esa cuerda en medio de este diluvio de miedo y sufrimiento y cantemos con el corazón abierto lo que narra este himno bengalí:
¡Madre, Madre¡ Mi barca se hunde, aquí en el océano de este mundo¡
¡El huracán de la ilusión ruge ferozmente por todos lados¡
Torpe es mi timonel, la mente; tercos mis seis remeros, las pasiones;
hacia un viento implacable
dirigí mi barca, ¡y ahora se está hundiendo¡
Partido está el timón de la devoción; hecha jirones está la vela de la fe.
¡Mi barca hace agua¡ Dime, ¿qué debo hacer?
Con mis ojos desfallecientes, ¡ay¡ no veo sino tinieblas.
¡Sobre las olas nadaré,
oh Madre, y me agarraré a la balsa de tu nombre¡
Estas líneas son una invitación a atravesar la prueba como si de una maestra se tratara, cruzar la puerta que somos como hombres, seres humanos, pues como nos recuerda Swami Ramdas “cuando la tristeza y el sufrimiento se hacen intensos e intolerables, ten por cierto que una nueva era comienza a alborear trayendo una señal de progreso.” Caminemos juntos por este texto, que es mi canto a un mundo nuevo en el corazón de cada ser humano que quiera ser guiado por el que esculpe las estatuas del paraíso con el cincel del infortunio.
Contexto cósmico de la crisis del Covid 19
Analicemos primero como hemos llegado a este escenario en el que la historia puede representar esta pandemia que parece haber venido a cambiar el mundo tal y como lo conocíamos hasta ahora, y elijamos para ello un texto visionario y profético de la tradición hindú que con miles de años de distancia fue capaz de describir el estado actual de crisis sistémica que padecemos, y del que surge este extraño virus del que se ha elucubrado todo tipo de teorías sobre su origen, algunas profundamente maquiavélicas, pero que en definitiva es solo otro signo visible más de una debacle que se cierne con distintas espadas de damocles sobre nuestra cabezas aturdidas: hambres, guerras, amenaza nuclear, cambio climático, eugenesia cabalgan como jinetes arrasando un mundo que ha perdido las herramienta para el despertar y que como el faraón se resiste a liberar su alma de la esclavitud que supone el mundo material cuando no está fecundado por el espíritu divino y en su ceguera avanza hacia un progreso a ninguna parte. Textos visionarios que señalan como causa última de todos los males que se extienden ahora ante nuestros ojos la pérdida y olvido radical de las verdades o Principios que sustentan la realidad, el desconocimiento por alejamiento de ese Punto Fijo, de ese Uno sin segundo que tiene más de mil Nombres, todos hermosos y poderosos, a lo que todo está sometido, se sepa o no se sepa, se crea o no se crea y que hemos dejado de invocar en nuestro corazón ahora asustado, pero que por providencia puede, ante la extensión de la sombra, girarse con fuerza inusitada hacia la Luz que nos convoca.
Me adhiero, por tanto en esta elección de un texto hindú a la concepción cíclica del tiempo que ilustra esta sabiduría, que habla de ciclos cósmicos y humanos entrelazados, pues en última instancia el macrocosmos y el microcosmos son las dos caras de una misma moneda o realidad, que se expresa en lo inmensamente grande y en lo infinitamente pequeño, pues es un único latido que recorre el tiempo y el espacio atravesando los universos que su mismo ritmo gesta desde lo inconmensurable. Atravesando la historia de lo humano desde una metahistoria fecunda de mitos y sentidos, de una teúrgia que trama sobre la urdimbre del ser un tejido con perfume a paraíso, ahora perdido; atravesando la biografía de cada uno de nosotros y de todos los demás seres con los que compartimos viaje en esta fabulosa nave de tierra y aire, de agua y fuego.
Estos ciclos, llamados manvantaras en el hinduismo, están divididos en cuatro edades, cada una más corta que la anterior y se asemejan a las cuatro edades de la cultura griega: la de Oro, Plata, Cobre y Hierro. Por la ley de la analogía, lo que es a grande escala, el macrocosmos -la totalidad del universo- puede observarse o tiene su reflejo en el pequeño cosmos que cada uno de nosotros somos, el microcosmos -que sería cada ser humano individual-, y esta analogía nos puede ayudar a entender cómo hemos llegado hasta aquí, el observar nuestro pequeño cosmos biográfico, observar nuestra propia experiencia como criaturas finitas y ver que esas edades cósmicas que describen las escrituras son fáciles de identificar en los propios ciclos por los que pasa un ser humano desde que nace hasta que muere. La historia de lo humano sobre la tierra parece que atravesara lo que cada uno atraviesa en su propio proceso de existencia, -nacer, crecer y morir- y esa comprensión nos puede servir para apuntalar y/o acentuar las herramientas adecuadas para sobrellevar cada etapa realizando lo mejor de nosotros mismos.
Hay una imagen poderosa en el hinduismo que habla de un Dios creador que al comenzar a exhalar su aliento sobre el vacío fecundo empieza a manifestar los infinitos mundos, , pero a medida que exhala estos se van alejando de su Origen, transitando las dimensiones del tiempo a a través de grandes ciclos cósmicos que se suceden unos a otros, hasta que al final de esa expiración gloriosa inspira de nuevo y todos los mundos regresan, en una absorción, que precede a una nueva expansión, en una sucesión ininterrumpida sin principio ni fin. Un juego divino del que solo se sale por la apocatástasis, que como dice Sofía Tudela es “la resolución suprema, definitiva, irrevocable de todo en Dios. Y que es de tal suerte que es la misma eternidad y naturaleza divina en la que el principio es el fin.” Pues no olvidemos que este tejido de ciclos cósmicos es la magia de Maya, que tiene que ver con el Ser, y no con el Supra-Ser o Para-Brahman.
Todo empezaría por tanto con el esplendor de un Sol dorado que emerge del vacío, una luz que es un misterio. Sería la Edad de Oro griega que correspondería a lo que los hindúes llaman Satya yuga, la “edad de la Verdad”. Una era en la que el hombre vivía en armonía con el Recto Orden del Cosmos y que el calendario hinduista indoeuropeo sitúa en el período Paleolítico cazador-recolector. En esta era emerge la historia humana o en nuestra analogía esa pequeña biografía con la fuerza de un nuevo comienzo. El Principio se hace ola abandonando el magma de su océano infinito de posibilidades y arriba a las orillas de la existencia con un flujo lleno de gloriosa espuma al inicio de cada ciclo cósmico y/o humano, en este último emerge como una criatura tierna y pura llena de vida, de posibilidad y potencia. Es la edad de oro de la infancia, es la edad de oro de una humanidad conectada a lo divino que no necesita recuerdo de su origen, pues el cordón umbilical con ese océano uterino del que todo procede está aún palpitando y todos viven en el paraíso. Palpita también en la piel nueva de la infancia y las verdades que susurra el Absoluto sobre su infinito juego de formas y de nombres es audible por el corazón que empieza su andadura como ser humano cabalgando sobre un asombro risueño ante un mundo nuevo. Es el Jardín en el que el dharma, la Ley está escrita con letras doradas en las entrañas del corazón del ser humano, lo que le permite reconocer esa Ley de Amor que reúne lo múltiple en una única unidad de sentido sobre las hojas de los árboles, en el crujir del suelo de un bosque, en la aurora, el agua, los vientos de las cuatro direcciones, en el vuelo de un águila, el serpentear de una serpiente, el aullido de un lobo, o el ulular de una lechuza… “Soy el hombre enamorado de una muchacha y que compara su belleza a la luna; la consciencia que ilumina la alegría en el corazón de un enamorado, es lo que soy. Soy el sabor de los dátiles. La ganancia y la pérdida son lo mismo para mí. Así como el hilo que engarza las perlas queda oculto, yo soy la Realidad oculta de todos los seres.” Dice magistralmente el Yoga Vasistha. Todo es signo visible de una gramática de lo sagrado que permea absolutamente todo, no hay un tiempo ni espacio profano, todo es un centro de conciencia y espíritu que ejecuta sus pasos sobre esta santa tierra como en un jardín en medio del Edén.
Después, con el transcurrir del tiempo en el espacio, vendría la Edad de Plata, que en el hinduismo se conoce como el Treta Yuga, «Edad de los Tres Fuegos Rituales». Es la era de los ritos y también del hogar, es decir de la civilización sedentaria, agrícola y urbana, en la que aparecen las enfermedades y el trabajo. En otra imagen poderosa de nuestro imaginario es cuando Caín mata a Abel que representa la vida nómada, cazadora recolectora que es la más querida por Dios, pues apenas deja huella en el jardín, ya que coge lo que necesita confiando en la abundancia sin necesidad de almacenar, que es el acto propio de la vida agrícola, que representa a Caín y que obliga a asentarse en las aldeas y finalmente en las ciudades que hay que defender, pues atesoran las cosechas, dando lugar a una cada vez mayor sofisticación del “arte de la guerra”. Este nuevo ciclo es como un descenso desde la cumbre del origen hacia los valles de la historia, lo que provocaría un oscurecimiento paulatino de esa conciencia prístina de las cosas, hecha de pura seidad y gozo, un olvido de ese centro en el que todas las criaturas vivían mecidos por el santo líquido amniótico de un vacío fecundo iluminado que gestaba cada gesto, cada función. En nuestra analogía biográfica iríamos transitando desde la infancia y su pureza a la juventud en la que se va gestando las herramientas de la supervivencia en un medio que puede percibirse hostil a sus intereses o lleno de oportunidades de aprendizaje, y que aún preserva el perfume de la inocencia previa, la potencia en movimiento de los sueños de realización de lo imposible.
Si seguimos navegando por esta posible analogía para acercar lo grande a lo pequeño, llegamos a la de Edad de Cobre. En el hinduismo sería Dvapara Yuga, «Edad de la Duda», en la que nacen las religiones y las filosofías contestatarias. El hombre pierde el sentido de la realidad divina del mundo y se aleja de la Ley Natural. En nuestra biografía es la madurez en la que las estructuras egoicas si no han sido fecundadas por el Espíritu desplazan el recuerdo de lo Otro y su expresión humana en el prójimo y ejecutan sus acciones desde el egoísmo que ha de ser corregido con sistemas morales extrínsecos a un corazón que sabe lo que es correcto de lo incorrecto y que se sabe uno con el todo. En la historia humana las sociedades olvidan la Ley y el Cielo manda entonces ante la ceguera que impide leer su Revelación Primordial que se acuesta en cada experiencia de la natura las Revelaciones menores que han de ser traducidas al lenguaje de lo humano, contractando aún más la irradiación del mensaje de lo Santo, en cárceles conceptuales que son limitadas por naturaleza. El silencio preña la palabra, sí, pero es más que esas formas, por sagradas que sean para una cultura u otra a la que recuerdan la cumbre, el punto, el vacío preñado de luz de la que surgieron. Son como luces de distintos colores, que refractan la luz incolora, pero que por tanto no pueden reflejar la verdad del absoluto y son relativas y contextuales aunque guarden la perla de la esencia que las pronunció.
Y así, olvido tras olvido, habiendo descendido completamente de la montaña que besa el cielo en su cúspide llegamos hasta a la Edad de Hierro, la edad de la vejez y de la enfermedad y de la muerte, en que todo se endurece, se rigidiza, pierde funciones, degenera, enferma y muere. Es la edad de la corrupción y la disolución. Desde la perspectiva espiritual es la edad de la renuncia, de ir desapegándose del vehículo psicofísico para preparar el vuelo transmigrador por los estados múltiples del ser, pero sin el perfume de lo santo es la edad de la corrupción, del miedo a perder, del aferramiento salvaje a costa de lo que sea, y es precisamente ese olvido, esa ignorancia óntica la que produciría las características de esta última era antes de un nuevo ciclo. Es el Kali yuga según la cartografía hindú, la “Era de los Conflictos» o «Era de las Tinieblas”. Kali significa muchas cosas, “lo peor de cada cosa, lucha, disensión”. En esta era, el toro del dharma -el fundamento por el que todo el universo se sostiene- se para con una sola pata, simbolizando así el gran desequilibrio que distingue a esta última edad. Tres patas se han perdido en el olvido, apenas una es recordada por una minoría de seres, mientras los otros navegan en una corriente hacia la muerte sin redención de sus sombras. Según los textos sagrados hindúes esta era desembocará en la destrucción casi total de la humanidad actual.
Esta profecía de extinción se ve reflejada en el texto al que hacíamos alusión que pertenece al «Linga Purana», escrito 600 años antes de la era cristiana, y que hace una descripción de un tiempo futuro, que parece una radiografía precisa de nuestro tiempo presente.
«En el Kali Yuga, los hombres vivirán atormentados por la envidia, irritados, sectarios, indiferentes a las consecuencias de sus actos. Estarán amenazados por la enfermedad, el hambre, el miedo y terribles calamidades. Sus deseos estarán mal orientados, su saber será utilizado con fines malvados. Serán deshonestos. Muchos perecerán con crueldad. La nobleza declinará, y los esclavos pretenderán gobernar y compartir con los sabios, el conocimiento, las comidas, los sitiales, y los lechos. Los gobernantes serán, en su mayoría, de bajísima cuna. Serán tiránicos dictadores. Se matará a los fetos y a los héroes. Los artesanos querrán desempeñar el papel de los sabios, los sabios el de los artesanos. Los ladrones se convertirán en reyes, y los reyes en ladrones. Raras serán las mujeres hermosas. Se extenderá la promiscuidad. La armonía social desaparecerá por todas partes. La tierra no producirá casi nada en algunos lugares y producirá mucho en otros. Los gobernantes se apoderarán de los bienes, y dejarán de proteger al pueblo. Mercaderes de baja cuna serán honrados como si fueran sacerdotes, y entregarán a gente que no es digna de ello, los peligrosos secretos de las ciencias tradicionales. Los maestros se envilecerán vendiendo su saber. Los pocos maestros puros se refugiarán en una anónima vida errante. Al final del Kali Yuga, aumentará el número de las mujeres, y disminuirá el de los hombres, que carecerán de toda virilidad. (…) Nadie dejará de emplear un lenguaje grosero, nadie cumplirá con su palabra, todos serán envidiosos. (…) Gente sin principios predicará a los demás la virtud. Reinará la censura, y en las ciudades se formarán asociaciones de criminales que gobernarán. (…). Los hombres se matarán entre sí, y matarán también a los niños, a las mujeres, y a las vacas. Los sabios serán condenados a muerte». Traducción de Ibn Asad.
A medida que nos acercamos al final de la edad actual las tinieblas se hacen cada vez más espesas. Así lo advierten no solo las distintas escrituras hindúes sino otras tradiciones, incluida la judeo cristiana que habla de “la Caída”. En definitiva todos los textos vienen a decir lo mismo una y otra vez, «en un país sin rey (o sin centro), nadie tiene nada suyo; las gentes, como los pescados, devoranse siempre unos a otros. Los impíos a quienes el rey, con su cetro, mantenía dentro del orden, rompiendo todas las barreras, sus temores disipados, llegan a ser todopoderosos… No se distinguiría ya nada si no hubiese un rey del Mundo para deslindar el bien y el mal». Valmiki. U Ovidio: “(Al llegar la Edad de Hierro) hubo como un desbordamiento general de vicios. El pudor, la buena fe, la verdad fueron desplazados del mundo por el fraude, la traición, la violencia y una avaricia insaciable…” Citado en El tiempo y la historia de Álvaro Enterría
Pero si subimos a una explicación más metafísica de lo que supone esta Edad Oscura: “En la edad de las tinieblas hay una inversión del orden, de donde nace la creencia de que el hombre, autónomo de cualquier cosa, es quien hace la historia. Como consorte de Shiva, a Kali le corresponde el aspecto substancial de la existencia, mientras que a aquél se liga la facultad esencial. Esto es lo que en realidad significa estar inmersos en la época de kali, o sea del predominio del aspecto substancial por sobre el esencial. Y de ahí la valorización de cualquier fenómeno, así como el deseo de constante novedad. Novedad que no es tal, ya que la faceta substancial nos echa a vagar por la indefinitud de la propia manifestación. Kali y Shiva volverán a la unidad; hasta entonces ésta tiene que devorar lo que no es más que el resultado de la posibilidad divina que entraña Shiva. El baile del dios permite el engullimiento de la manifestación actual.” José María Conde Igelmo. Todo es perfección, sí, todo está decretado, sí, el escándalo ha de llegar, sí, pero pobre de aquel que traiga el escándalo. Como dice la Sura del Temblor: (1) Cuando la tierra sea sacudida por su propio temblor. (2) Y cuando la tierra expulse lo que pesa en su seno. (3) Y diga el hombre: ¿Qué tiene? (4) Ese día contará lo que sabe (5) porque tu Señor la inspirará. (6) Ese día los hombres saldrán en grupos para ver sus obras: (7) Y el que haya hecho el peso de una brizna de bien, lo verá; (8) y el que haya hecho el peso de una brizna de mal, lo verá.
Apocalipsis
Ahora, sólo un dios podrá salvarnos. Heidegger.
Al leer textos proféticos como este es fácil caer en una interpretación apocalíptica, tal como se entiende en nuestra modernidad esta palabra, pero no es nuestra intención reducir nuestra lectura del mundo actual desde esa acepción de desastre sin un sentido escatológico y que deje fuera la verdadera etimología de apocalipsis que viene del griego appoccalupsis que significa “revelación”, “quitar el velo”, quitar la ilusión que estorba, que no deja ver. Apostamos, como todos los compañeros de viaje de este libro a la esperanza, a ese perseverar hasta el fin de la vida propia, o de la vida de un mundo que quizá toca a su fin. Apostamos por recuperar el valor sagrado y vivo de las palabras, desempolvarlas de la paja adherida por un tiempo de olvido de las fecundas etimologías y nombrar con imágenes poderosas lo que está sucediendo desde un lenguaje simbólico que nos une a los arquetipos, a los Principios que están en liza por el Bien Absoluto.
Hablamos de apocalipsis, porque hay que hablar de esa ilusión sobre la realidad que todo hombre dual construye y proyecta sobre la textura de lo eterno, y que las sociedades contemporáneas están llevando a su máxima potencia construyendo un velo de ignorancia de lo que la realidad es, de tal magnitud y densidad, que sólo las catástrofes, que como sombras siguen a las causas que nuestra cultura ha detonado en la historia -causas explosivas que nacen como repetiremos una y otra vez del alejamiento del sentido sagrado de la naturaleza, y que emergen como semillas de desastre- podrán rasgar el velo de nuestra profunda ignorancia.
Hablamos de apocalipsis porque queremos traer a este escrito la relación profunda que tiene con la hermosa palabra aletheia, que significa de nuevo sin velo, y que apunta a su vez hacia la maravillosa y nuclear palabra: Verdad, pues cuando el velo cae lo oculto se revela. Hablamos y nombramos esta palabra porque somos hijos de Adán, pontífices entre el cielo y la tierra y tenemos el privilegio nombrar y participar en la creación de lo nombrado, como cuando Dios dice Kun, -se-, y las cosas vienen a la realidad. Porque hemos de recordar la potencia creadora que como seres humanos tenemos, pues la palabra está unida a su significado como el alma al cuerpo. Hay un poder en la palabra como un rayo que desde el mundo de las ideas baja a la tierra a fecundar. Y por eso decimos apocalipsis, porque deseamos ardientemente que el velo se rasgue y confiamos, como herederos de ese primer hijo, que nuestra oración rasgue los cielos y se derrame misericordia y alianzas con todas las fuerzas que adoran a Dios. “Les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo, se lo concederá”. Evangelio según San Mateo. “Orando somos dioses. Orando somos introducidos en la vida interna de Dios, somos injertados en el cruce de Alientos e Intercambio de amor entre Padre e Hijo y participamos así de la espiración común del Espíritu Santo. Orando somos lo que ni ojo vio ni oído oyó ni cupo jamás en mente alguna. (…)Sin injerencia genuina en los designios, la oración de súplica sería nomás opio de pueblos. Como dice en un bello juego de lenguaje san Juan Clímaco: la oración, en la misma medida en que es conversación con Dios, es la conservación del mundo. Lo sostiene y secretamente lo alumbra. Lo cierto es que torcemos el brazo del Padre, como Abraham en Sodoma, como María en Caná». Padre Diego de Jesús.
Escribo como rezo y oro en lo secreto, pero lo hago audible, como en una ceremonia para que las potencias del Bien nos asistan, los ángeles que nos guardan y que un día al escuchar nombrar a Adán lo que Dios le había permitido conocer cayeron en adoración cuando escucharon salir de su boca la palabra Padre y el misterio de la filiación reverberó en sus angélicos oídos y atravesó el mundo. Y nosotros decimos hoy con el corazón: Abba, Padre, Madre, Dios revélanos lo oculto en este fenómeno histórico, y en todos los fenómenos por venir, concédenos la fortaleza junto con la prudencia, la templanza y la justicia que nos hacen vencer el temor a la muerte, la cadena con la que quieren someternos. Concédenos la gracia de la Gloria escondida del mundo, la extraña e intoxicante belleza del mundo invisible, que decía el Shaij Shabestani. Déjanos purificarnos con el agua lustral del conocimiento y comprender la sabiduría de un Vasistha cuando decía: “Yo soy Brahman, no tengo sufrimiento ni alegría; no aspiro ni renuncio a nada; soy azul, amarillo, blanco; estoy en la hierba, en las hojas, en los árboles y en las flores; soy las colinas, los ríos, los valles y las cumbres; soy la esencia de todo. Cuando toda imaginación y todo sentimiento han desaparecido, entonces soy la Realidad trascendente. El inmutable, aquel que no tiene nombre ni forma es lo que soy; el Sí mismo-Testigo; soy la base de toda experiencia; soy la luz que hace posible la experiencia. Soy el hombre enamorado de una muchacha y que compara su belleza a la luna; la consciencia que ilumina la alegría en el corazón de un enamorado, es lo que soy. Soy el sabor de los dátiles. La ganancia y la pérdida son lo mismo para mí. Así como el hilo que engarza las perlas queda oculto, yo soy la Realidad oculta de todos los seres.”
Invocamos con el poder de la palabra la gracia de comprender que el sueño o la ilusión en la que vivimos en estos días de pandemias, de guerras exteriores e interiores no es una segunda realidad, igual que el sueño que soñamos cuando dormimos tampoco lo es sino simplemente la Realidad velada o distorsionada y anhelamos esa palabra que sana y salva y que permite la gestación, la floración de una nueva dimensión de sobre realidad que transfigura al que mira y al que es mirado desde un único acto que se llama Amor. “El universo es un sueño tejido de sueños; sólo el Sí está despierto” diría F. Schuon y después de la Covid y ante lo que está por venir dependerá de lo despiertos que cada uno estemos para que la crisis se convierta en oportunidad o en muerte de todo lo que amamos.
Así que ese apocalipsis, ese desvelamiento de la verdad, que muchas tradiciones espirituales -no sólo la cristiana- señalan que está aconteciendo en nuestros tiempos no tiene por qué significar solamente algo terrible, sino también la emergencia en muchas personas de la verdad que quedaba oculta tras una cultura profundamente materialista que con su soma de consumo y entretenimiento había desplazado el centro de su eje. Como dice mi amigo Ángel Pascual “tenemos la gran oportunidad de constatar cómo el alejamiento y negación de la Transcendencia lleva a la confusión, al desorden intelectual, al odio, a la violencia, al dolor extremo, a la desesperación, a la vanidad inflada de futilidad… Y ante tal constatación reconocer dónde está realmente la Verdad, la Bondad y Belleza, y hacer que nuestro interior sea partícipe para irradiarlo en medio de la tiniebla —aun a riesgo de perder privilegios eventuales o incluso la propia vida, en último extremo— y pueda llegar esa irradiación de la gracia a los demás corazones vivos.”
Esta esperanza que da el velo que se corre no nos impide discriminar y sentir la necesidad de hacer justicia en un mundo que se descompone por nuestros actos cargados de ignorancia de ser capaces de mirar lo terrible que es que 150 especies biológicas se extingan al día por la actividad desaforada del hombre; y lo terrible que la mayor ola de pérdida biológica desde que desaparecieron los dinosaurios, a un ritmo cien a mil veces mayor que el natural, pase totalmente desapercibida a la gran mayoría de ciegos que pueblan el planeta. Y sentir lo terrible que es que la dimensión de la política haya degenerado hasta convertirse en lo que hoy conocemos, una libido de poder descontrolada a costa del sufrimiento de quien sea, incluso de países enteros como Siria, Libia, Yemen y tantos otros a los que se les ha robado las raíces y el futuro o incluso continentes enteros como África o América Latina o incluso a costa de un mundo entero que les sobra y que no sacia el ansia de poder que ya proyectan haca los desiertos de Marte. Y terrible es que el amor, como deseo de unión, se haya convertido en pornografía; y que el hombre y la mujer mutuamente se denigren y que la fertilidad esté disminuyendo en más de la mitad de nuestros jóvenes, y eso justifique la nueva esclavitud de las madres de alquiler o el útero tecnológico que priva a la futura infancia de la esencia del amor, mientras un porcentaje cada vez mayor de nuestros niños están asolados por “enfermedades raras” que les incapacitan para la vida. Y catastrófico también es que el cambio climático pueble el mundo de refugiados que pierden sus raíces para siempre. O que las siete plagas asolen la salud del hombre contemporáneo en toda la faz de la tierra por un ejército silencioso: los persistentes contaminantes de esos absurdos productos de consumo del hombre posmoderno.
Tener esperanza en que la verdad se revela a quién la busca no nos impide analizar esta relativa realidad onírica en la que estamos dormidos soñando, a veces, pesadillas como la de dejar morir a veintisiete mil ancianos de nuestra generación de padres en la absoluta soledad del amor y no haber sido capaces de gestionar esta catástrofe emocional y reconocer, aunque nos pese, este terrible análisis de Julius Evola: “si ha habido una civilización de esclavos a lo grande, esa es exactamente la civilización moderna. Ninguna civilización tradicional vio a masas tan grandes condenadas al trabajo sombrío, desanimado y automático, esclavitud que se impone anodinamente mediante la tiranía del factor económico y de la absurda estructura de una sociedad más o menos colectivizada. Debido a que la visión moderna de la vida, producción- consumo-materialismo, ha hecho desaparecer cualquier posibilidad de conferir al destino propio algo transfigurador, de ver un signo y un símbolo, así, la esclavitud de hoy es la más tétrica y desesperada de cuantas se hayan conocido.” Cuando se ve fuego en el bosque la función de los filósofos es decir fuego para no ser cómplices del incendio a pesar que se les pueda invitar a la toma de cicuta, a la muerte o al ostracismo social.
Tenemos que tener esperanza, sí, pero para librar la batalla por el bien no podemos dejar de conocer al enemigo, que desde ese extraño siglo de las luces creo un cóctel toxico de positivismo y materialismo, ciencia y razón que dio origen a la actual civilización moderna, donde el conocimiento parece limitarse a un orden de realidad material o sensible que siempre ha sido considerado por las sociedades tradicionales como el más inferior de todos y que tuvo entre otras consecuencias un reduccionismo terrible del significado cósmológico de la natura. Un reduccionismo que nacía de un interés egoísta de expansión y acumulación, para el que era necesario exterminar los nombre devocionales con los que el hombre dotado de espíritu llamaba desde el origen de los tiempos a la Madre Tierra, la Pachamama, Isan, Prâkriti, Gaia, la Hija del Cielo, y pasar a denominarla medio ambiente, capital natural, despojándola intencionadamente de su carácter sagrado para poder profanar el templo sin mala conciencia. De esta forma y con este nombre pragmático ya era posible violentarla con todo ese maquinismo feroz, que ese siglo mal llamado de las luces, yo diría de las sombras, parió como bestias voraces y que han acabado arrasando todos los santuarios naturales del mundo, pues se convirtieron en “recursos” que no en reinos, de un humanismo codicioso que ha extinguido el 25 % de las culturas indígenas, contaminando las tierras fértiles, aguas dulces y océanos. Alimentando con esos recursos saqueados a la tierra un crecimiento insostenible, con una sed de consumo monstruosa inoculada por la propaganda tendenciosa del primer mundo, con el fin de seguir expandiéndose irracionalmente como el cáncer, hasta que termina fatalmente con su huésped. Una cultura profana que nos hizo pasar del reino de la cualidad al reino de la cantidad, creciendo a lo ancho en vez de a lo alto, única dimensión en la que se puede y se debe crecer: espiritualmente.
Aun así, tenemos esperanza, pero sin ser optimistas como los que creen que esta crisis es una oportunidad de un salto a un nivel de conciencia más elevado, pues creemos que las fuerzas de la ignorancia confunden, entre otras cosas, la dimensión psíquica con la espiritual, y confunden las fuerzas densas del subconsciente desatadas por doquier en todo tipo de supuestas energías salvíficas y transformadoras con el supraconsciente que está más allá de este mundo, que es el único que puede salvarnos de ese nosotros mismos, que quiere ser príncipe de este mundo en vez de digno Hijo del Cielo y de la Tierra.
El aspecto dramático con el que se ha quedado Occidente reduciendo el significado profundo de la palabra apocalipsis cobra así un nuevo sentido: cuando comprendemos que lo terrible, el sufrimiento es el núcleo sentido de algo que nombra un oculto tesoro escondido en el corazón de cada uno y en el corazón de un cosmos, que también se sacude en partos continuos. Como nos recuerda Titus Burckhardt «… si Virgilio le dice (a Dante) que para él no hay otra vía hacia Beatriz, la Sabiduría divina, que la que pasa por el infierno, esto significa que el conocimiento de Dios se alcanza por la vía del autoconocimiento; el autoconocimiento exige que se tengan en cuenta todos los abismos de la naturaleza humana y que se eliminen todas las ilusiones sobre uno mismo radicadas en el alma pasional; no hay expiación mayor que ésta».
El cataclismo, personal y planetario nos ayuda a descubrir la verdad, a ver las cosas como realmente son y enciende un fuego de tal magnitud que ilumina las áreas en sombra y no revela lo que se haya por debajo de la superficie, en el nivel más profundo. Y hay que recordar que más allá de la superficie histórica de una tierra que se desangra en mil vetas de heridas infligidas por los corazones cerrados del hombre a la Palabra que sana y salva. Más allá de un mundo que muere en este universo y otros diez mil mundos posibles más mueren en otros universos, o más allá de esos millones de células que mueren a cada instante, o esos millones de seres que estamos muriendo a cada segundo, atravesando un tiempo que es inmóvil, nos encontramos que ese espectáculo de impermanencia y muerte es la teofanía de una enseñanza magistral: que lo fenoménico perece, que lo manifestado es afectado por el tiempo y el espacio, que “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán“. Que la Palabra, el sonido que engendra los mundos está ahí siempre como substrato inafectado.
Como dice mi querido Abdennur Prado: “La mirada del creyente se eleva desde lo circunstancial para orientarse hacia el futuro. Pero no del tiempo lineal sino del escatológico; es decir, hacia la eternidad como plenitud del Tiempo. Visión del paraíso como un arquetipo poderoso, evocación de un placer ilimitado que puede ser anticipado en esta vida. No hay confusión de planos. La visión del paraíso abre el tiempo lineal a una dimensión que lo sobrepasa, pero no para ser reducida bajo la forma de una utopía política sino de una experiencia radical de nuestra dependencia del Creador de los cielos y la tierra, de la cual surge el islam como forma de vida. Esta apertura a la dimensión imaginal posibilita la superación (pero no acabamiento) de las tensiones que nos constituyen. Pues, como dice el Corán: «el ser humano ha sido creado en tensión». Pero también nos dice: «la promesa de Al-láh es verídica». Una promesa inscrita en el corazón de todas las criaturas.”
Más allá de lo que pueda ocurrir en la superficie de la historia, la propia y la del cosmos, hay una Realidad estable que nos sostiene y que podemos experimentar como “roca firme” en la que hacer pie, de un modo directo y evidente mientras los mundos tocan a su fin y nuestro mundo de egoísmo ha de llegar a su fin, es incompatible con la gramática de la Ley que todas las demás especies cumplen en un sometimiento perfecto, como tan bien lo han sabido ver los indios de las praderas. “La naturaleza es un buen ejemplo de cómo debemos llevarnos bien unos con otros. Observa la naturaleza. Ella es nuestra maestra. La naturaleza vive para darse unos a otros. Los insectos les dan a los pájaros, que les dan a los de cuatro patas, que les dan a los de dos patas. El Creador hizo todas las cosas perfectas. Aquellos que viven el uno para el otro aprenden que el amor es el vínculo de la unidad perfecta». Fools Crow
Y eso que no pasa, que no está sujeto a la contingencia no se trata de algo separado sino que constituye nuestra verdadera identidad, nuestra morada santa, que percibimos cuando al morir antes de morir se sueltan las falsas identificaciones (la casa del cuerpo, la mente, la historia, la casa terrestre, el yo), los velos no religados al misterio, ese lugar impenetrable y oculto que nos constituye. La tribulación rasga, abre la herida por la que la luz pasa. Así que en medio de la gran tribulación solo nos queda perseverar hasta el fin con ayuda del cielo, pues lo que está en juego en esta circunstancia histórica y en definitiva en todas es la propia alma. Esto es lo que sostienen muchos autores contemporáneos como Charles Upton que da voz en esta ocasión al imaginario cristiano y a su rico simbolismo que al igual que la palabra apocalipsis hay que saber entender en su justa medida: “La batalla contra el Anticristo se emplaza en un nivel distinto. Aunque para algunos pueda incluir una vertiente política, es esencialmente espiritual. «Mi reino no es de este mundo». Es una lucha por salvar no el mundo, sino el alma humana, empezando -y terminando, si procede- por la propia. Solo hay una salida a la tiranía de los ciclos cósmicos, que no son solo consecutivos sino también simultáneos. Recordar lo que está en juego “la batalla entre la sagrada presencia de Dios en el corazón humano y la sacrílega violación de esa presencia”. Saltar del estado de olvido al de despierto, atravesar el tiempo y el espacio hacia el eje intemporal que vertebra los mundos y los tiempos y lograr por la gracia la unión con el eje axial, con el punto inmóvil.
El camino del héroe. Hacerse sagrado
Así que la primera arma es recordar que somos hijos de la Luz, imagen y semejanza. Contractación de lo divino, Dios, el Logos, el Espíritu es la gavilla que ata la multiplicidad en un centro inamovible, pleno de un único verso….Toca encender el fuego de lo sagrado en el corazón cada mañana, aunque esté llena de fatigas, pues como dicen también todas las tradiciones sapienciales, en tiempos de Kali yuga, a pesar de ser un abismo de vicios, es un período particularmente favorable para una búsqueda de la verdadera sabiduría y «posee una ventaja única y preciosa: es suficiente con celebrar las alabanzas a Krishna para que, desembarazado de todas las ataduras, uno quede unido al ser supremo». (Bhâgavata Purâna, l, XII, Capítulo III, 52). Asimismo, «los méritos adquiridos en un año durante el Treta Yuga pueden ser obtenidos en un día en el Kali Yuga». (Shiva Purâna, 5.1, 40-40). La Ley se hace más suave, menos exigente; la misericordia prima sobre el rigor, la gracia se difunde más generosamente. Durante este «tiempo de angustia», una cierta adaptación es necesaria. Es esta relativa facilidad donada a los hombres del Kali-Yuga lo que ha hecho decir a los sabios de los tiempos antiguos, como Vyâsa, que «es más fácil alcanzar la salvación en esta era». Se trata de una puesta en movimiento de un equilibrio compensatorio que quiere que al final del ciclo, el espíritu se entregue más espontáneamente desde el momento en el que se ha vuelto más difícil para los hombres el alcanzarlo”.
La enseñanzas sagradas no solo nos advierten con sus símbolos, sino que nos conminan a aprovechar esta era como una gran oportunidad espiritual. Si este ciclo de Kali es un ciclo de destrucción del mundo y de de la ignorancia, y así parece si nos sumergimos en la simbología de la diosa de lengua roja, podemos ver que lleva en una de sus manos la espada que corta la ignorancia y en otra la cabeza cortada del ego ilusorio, aprovechemos que el contenido de esta era es la destrucción de toda ilusión, que es el camino espiritual por excelencia, como comentábamos al principio e iniciemos como proyecto vital el morir ante de morir para no morir cuando venga el virus de moda o lo que tengamos destinado, pues la hora solo la sabe Dios y ofrezcámosle nuestra cabeza, nuestra creencia errónea en nuestra naturaleza separada. Sacrifiquemos nuestra individualidad que tiende al egoísmo, a la diferenciación que exilia a la unidad de todo lo vivo, a esa naturaleza común que a todos nos recorre. Pidamos al cielo un camino que nos sacrifique, que nos haga sagrados, ante la cólera de los dioses que parece derramarse ante nuestros ojos ejecutando la justicia de las leyes que hemos vulnerado repetidamente durante milenios. Pues como sostiene Jamblico acerca de la cóleras de los dioses: «(…) ella no es, como creen algunos, un resentimiento arcaico y constante, sino un apartamiento de la solicitud benéfica de los dioses, apartamiento de carácter voluntario, como si a mediodía, ocultándonos de la luz, nos echamos encima la oscuridad y nos privamos del don benéfico de los dioses.» Volvamos a la luz de la santa teúrgia divina, entreguémonos de nuevo a la divinidad, para que se desvanezca su ira, que no es más que la lucha contra el amor divino.
El hombre es el agente sacrificial por excelencia, pues es la síntesis de la naturaleza y de sus dioses, en su corazón nos dicen las escrituras sagradas de muchas cosmogonías está contenida la naturaleza entera, la tierra, el cielo, el fuego, el viento, el sol y la luna, el relámpago y las estrellas. Por eso mismo recuperar la función principal del sacrificio, que es ese hacerse sagrado “aplaca la ira de los dioses debida a un apartamiento de su solicitud benéfica por el pecado, entendido éste como el error que supone toda actuación profana, es decir disonante con la armonía del Amor natural de la Divinidad.” Desde una perspectiva más metafísica. El sacrificio humano es una réplica invertida del sacrificio divino nos dice Oscar Pujol. La divinidad que era un tesoro escondido quiso ser conocida y manifiesta del uno la multiplicidad, se sacrifica para entregar sus dones, ahora le toca al hombre reconocer esa donación que en muchas cosmogonías se relata como un desmembramiento de su cuerpo universal, del que surge el cielo y la tierra, el sol y la luna, todos los pares de opuestos de la multitud de formas y para evitar la disgregación total en una multiplicidad que se proyecta en infinitas posibilidades, incluidas las del caos, el hombre que lleva a Dios en su más íntimo centro se sacrifica suspendiendo sus sentidos y el ansia por los objetos sensoriales y se concentra en sí mismo, pacificándose, en el punto de buceo más profundo y entonces por el poder de ese sacrificio, de esa mente concentrada la multiplicidad se disuelve en el acto contemplativo, unitivo. Las olas de la maya existencial conviven con el hondón del alma, la multiplicidad y la unidad danzan en un equilibrio perdido. El sacrificio entre Dios y el hombre se vuelve bidireccional.
“Solo en el sometimiento, en la mirada hacia el punto esencial, del que el Señor Shiva (o Vishnu) es el centro puede alcanzarse la belleza, la tranquilidad de Espíritu. El mundo es constante movimiento, ritmo, solución y di-solución, par de opuestos, pudiendo perfectamente decirse que «la guerra es el padre de todas las cosas». –Heráclito-. Pero este danzar se halla inscrito en un centro fijo, inmóvil, del que todo pende, que «no tiene acción ni figura (porque). Él es su propio fundamento».-Bhagavad Guita-”. José María Conde Igelmo.
“Om. En el centro de esta ciudad de Brahman (nuestro cuerpo) hay un pequeño santuario en forma de flor de loto. En su interior hay un espacio diminuto. Hay que buscar, hay que desear conocer a quien lo habita. (…) El espacio en el interior del corazón es tan vasto como todo el universo. En su interior caben el cielo y la tierra, el fuego y el viento, el sol y la luna, el relámpago y las estrellas. Todo está contenido en su interior, lo que le pertenece a uno en este mundo y también lo que no le pertenece (Chândogya Upanisad).”
Ese proceso de concentración en ese espacio diminuto, en ese Dios escondido, ha sido desarrollado en todas las tradiciones sapienciales a través de la meditación y/o contemplación, en definitiva a través de esa voluntad de concentrase en lo Real. Esa concentración aplacando los sentidos, absteniéndose de lo que aleja de ese lugar de intimidad, practicando lo que lo acerca en una vigilancia continua es el camino del héroe que se inicia con el conocimiento de la lucha entre los poderes de la luz y los de la sombra. Es seguir la Vía recta que asciende. Pues del laberinto se sale por arriba, siendo arriba la dimensión espiritual que dota del discernimiento y de la bondad necesaria para resolver los enigmas de esta maya cósmica en la que estamos entretejidos, recuperando el equilibrio entre las fuerzas en tensión que crean el mundo. Girarse hacia la luz supone paradójicamente un girarse hacia la sombra como señalaba Virgilio a Dante. Así que, como Teseo, enfrentemos como primera tarea al monstruo que tenemos encerrado en lo profundo y empecemos por purificarnos mirando con arrojo nuestras propias sombras, nuestras tendencias destructivas, las que defienden con más vehemencia lo propio que lo común e impide hacer el pacto de opuestos entre el yo y lo otro, ya que somos interdependientes si queremos que la danza de la vida continúe. Conocer a fondo las sombras que nos hacen ir a un Mercadona o a un Zara dejando de lado al tendero de la esquina, al campesino que trabaja la tierra o a la modista de toda la vida que hace una prenda eterna y no es necesario cambiar de armario a cada temporada. Las que nos hacen ir en avión a tomar unas cervezas a la otra punta del mundo, donde la red de pederastia aborta para siempre a toda una infancia. Las que nos impiden hacer justicia con todos los crímenes cometidos en nombre de la civilización, y repartir el botín ominoso de nuestra riqueza que tiene los pies manchados de la sangre de los esclavos que aún mantienen nuestros caprichos, como la tecnología actual que crece bajo los cadáveres de los niños que buscan el coltán en las minas del sádico Congo. Las que nos impiden dejar de utilizar los productos de una química verde que contamina a la hermana agua en todos los lugares del planeta o de una industria de plástico que envuelve nuestros caprichos que desembocan en islas de polímeros en la lejana indonesia. Las que nos permite mirar hacia otro lado mientras se ahogan en el Mediterráneo nuestros hermanos de raza negra. Las que nos alejan de ese centro numinoso que todas las tradiciones dicen que somos y que nos llama desde la eternidad para un encuentro de amor con el que nutrir el mundo.
Ya purificados en esa bajada al propio infierno -el hombre, por su propia resistencia al Amor, manifiesta el infierno en el alma- podremos empezar a cultivar ese sacrificio, esa primera metanoia, que puede dar lugar a esa nueva mirada que reúne el fenómeno, el accidente y la esencia en un solo acto cognoscitivo. La mirada contemplativa, sacrificial, es un cambio de mirada que nos permitirá recuperar nuestro derecho al éxtasis que hemos perdido en medio de una mente llena de dudas y carencias, de miedos y amenazas, de sombras incapaz del silencio, de escuchar a la brisa susurrar el nombre de Dios, de vivir un momento de plenitud gratuita, incapaz de recorrer el camino hacia el manantial del gozo, al que todos anhelamos regresar, de volver a la raíz de las raíces que es la propia alma. Volver a ese jardín del Edén perdido, para dejar de intentar compensar su dolorosa ausencia con un apetito ominoso, desmesurado que ha socavado todas las leyes de la naturaleza y ha traído guerras y pestes, hambre y dolor por esta lacerante distancia con nuestro centro.
La mirada contemplativa dicen, nos permite ver en la creación un éxtasis solidificado y nos precipita en una vida buena, sencilla y mesurada. Un éxtasis cotidiano que irradia a través de una miríada de signos, de símbolos: un cielo sereno, la brisa que corre, la hierba que baila, el agua que rodea la piedra inmutable. Reflejos del si-mismo, la causa última que permiten saborear la belleza, la verdad que hay tras el velo que nos vela y nos revela al mismo tiempo al Ser que se difumina pletórico a través de toda la creación y que bulle entre las cacerolas de lo cotidiano.
¿Pero cómo recuperar la mirada que permite la lectura de este libro cósmico que a diario se abre, a la par que nuestros ojos, cuando abandonamos el sueño? ¿Cómo captar la esencia que se oculta tras el fenómeno, atisbar su misterio, percibir su realidad sutil? ¿Cómo se doma al tigre, al dragón, a esa la loca de la casa que todos llevamos dentro, a ese yo pequeño que tiene una visión fragmentada y múltiple del mundo pues separa al sujeto que conoce y al objeto conocido clasificando el mundo en categorías que separan y trazan fronteras donde sólo hay unidad. Un modo de visión incapaz de unificar los distintos órdenes en los que danza el cosmos en el que somos, nos movemos y existimos? ¿Cómo ser lo que se observa, transfigurarse, para que la mirada desde el vaciamiento y la pureza pueda penetrar el velo y el alma se asombre ante el misterio desvelado? ¿Cómo “alcanzar la comunión espiritual con el cosmos, recuperar el sentido de lo sagrado, aprehender la dimensión de eternidad que devuelva al ser humano y a la naturaleza su pureza paradisíaca.”? A. López Tobajas.
Ese cambio de mirada sólo puede hacerse cambiando de disposición de espíritu. Despojarse del pensamiento tecnicista, reductor, volver al orden de los valores y las prioridades. O, como dice Teresa Romañá, «cambiar de piel intelectiva, propiciar otro modo de mirar, dejar los prejuicios lógicos de la modernidad». Pues el modo en que concebimos el mundo configura el modo en que nos relacionamos con él. Pero para ese cambio de piel intelectiva, para esa reducción de velocidad lo que es realmente necesario es despolucionar el alma. «Purificar nuestra mirada a través de una vía de interioridad». Las verdaderas reformas no comienzan fuera de uno mismo, luchando contra los que están enfrente. Las verdaderas reformas consisten en un radical cambio de mirada y de mentalidad.
“Tenemos que reencontrar esa mirada ampliada, purificada, renovada, que es la del Ojo del corazón, el cual hace ver las cosas como Dios las ve. Esa mirada es aquella que sobrepasa la visión inmediata, horizontal. Es al mismo tiempo simbólica, poética, y comparte con el niño un cierto don de inocencia. Esa mirada ayuda a comprender que una montaña, un río, un bosque, son algo más que un conglomerado de minerales, una masa de agua, unos troncos de árboles, y nos habla de nuestra ascensión personal, del devenir cósmico, del santuario interior.” Jean Biés. “Esa percepción, posible sólo desde el silencio contemplativo, es transfiguración, afloramiento real de una nueva dimensión de sobre-realidad. Y esa transfiguración es, en sí, un acto de amor.” “Una relación armónica con la naturaleza sólo puede basarse en la recuperación de la dimensión cósmica y espiritual en que el hombre y la naturaleza comulgan. Desligar a la naturaleza del proceso productivo y liberarla de la siniestra socialización propugnada por los ideólogos del sistema —de derechas y de izquierdas, creyentes y ateos— es el punto de partida imprescindible para recuperar su plena dimensión de Misterio, para redescubrirla en tanto que portadora de un mensaje eterno de Verdad y de Belleza que, más allá de todo utilitarismo mezquino y de toda planificación biologista, abra el camino a un posible reencantamiento del mundo. Hace falta, ante todo, aprender de nuevo a ver, ver por encima y más allá de lo aparente, «ver hasta en sus más recónditas profundidades —decía Novalis— el Alma del vasto mundo»; reemplazar, en definitiva, la mirada del economista y el biólogo para adoptar la del visionario y el poeta.” Agustín López Tobajas.
El camino del héroe existencial en medio de esta nueva tormenta existencial, consiste en seguir caminando por el camino que asciende hacia la liberación del sufrimiento o, en otro lenguaje, continuar, como objetivo principal de la vida, peregrinar hacia el centro o hacia el templo. Practicar la redención del dolor en amor, como unión de lo paradójico, de lo que parece separado, a través de la purificación que da la sinceridad y honestidad con uno mismo, de vernos con distancia, como nos vería alguien desde afuera para corregir lo que nos aleja de lo real y nos sumerge en lo ilusorio de nuestras subjetivas narrativas mentales, sesgadas por innumerables cadenas de condicionamiento y que nos hacen presa de las narrativas de los poderes que en la sombra también dominan el alma del mundo, o al menos lo intentan. Practicar la vía a través de la realización cotidiana de las virtudes quintaesenciales que no son más que el reflejo de los atributos de la divinidad en el plano de la manifestación, transformando nuestro carácter en un perfume, en una copa capaz de recibir el vino de la sabiduría, a la que hay que aproximarse por todos los hilos posibles.
El arca de Noé rumbo al Jardín de Edén
«Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, erigida en el Lugar Santo (el que lea, que entienda), entonces, los que están en Judea, huyan a los montes…» (Mt 24: 15-16).
Salid de Babilonia, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas. Apocalipsis, 18,4.
“La naturaleza virgen es solidaria con la santa pobreza, y también con la infancia espiritual; es un libro abierto que contiene una enseñanza inagotable de verdad y de belleza. El hombre se corrompe más fácilmente en medio de sus propios artificios; éstos lo hacen ávido e impío; cerca de la naturaleza virgen, que no conoce agitación ni mentira, tiene el hombre oportunidad de permanecer contemplativo como la propia naturaleza. Y es la naturaleza total y casi divina la que, más allá de todos los extravíos humanos, tendrá la última palabra.» F. Schuon
Por todo lo dicho hasta ahora nuestra propuesta para estos tiempos de disolución es realizar un doble movimiento sacrificial. Hacia dentro volviendo a “la raíz de las raíces” para recuperar la posición central en este maravilloso cosmos que nos corresponde como pontífices que tienden puentes entre la divinidad y la naturaleza, y nombrar todo lo creado y relacionarlo con sus arquetipos celestiales. Y hacia fuera regresando a una vida más sencilla vinculada a la madre tierra. Volver a la tierra, a preservar la semilla sutil de lo que la humanidad fue antes de entrar en el olvido. Volver a la vida simple y cualitativamente superior. Abstenerse voluntariamente de este reino de cantidad, replegar el ansia de los sentidos por todas las bisutería que la sociedad contemporánea nos propone como sustitutos hedónicos de la verdadera felicidad que es ser quienes somos, síntesis de la naturaleza y sus dioses. Volver a leer cotidianamente los versos más hermosos y poderosos escritos en la piel de las montañas, en los lomos efímeros de las nieblas. En el Libro Primordial. Como dice Jean Bies “Toda la naturaleza está ahí para enseñarnos quienes somos. Esa es su importancia pedagógica. A nosotros nos corresponde saber captar sus mensajes, descifrar sus «claves», recordar sus lecciones; y para escucharlas más de cerca, decidirnos de una vez por todas a instalarnos en su seno, conllevando eso un completo giro en nuestra vida o incluso un cambio hacia un destino más modesto. Pero ¿qué no haríamos para escuchar al polvo decirnos que nosotros somos polvo de estrella, lo cual nos hace ser estrella? ¿o escuchar al viento decirnos que no somos más que un soplo (pneuma), pero que Pneuma significa Espíritu?.” En medio del estruendo de un imperio que se desmorona que no daríamos por recuperar la paz de espíritu.
Volver a la tierra quizá no es una opción para todos, y para muchos se hace inviable, pues la vasta tierra está siendo devastada por las prácticas de la tecnociencia y su agricultura química e intensiva nos roban la fertilidad de la tierra y la pureza de las aguas, lo que hace cada vez más difícil cultivar eludiendo todas las enfermedades que nuestra civilización extiende por tierra, agua, mar y aire. La codicia hace desaparecer las culturas que vivían en comunión con la mar por una sobreexplotación que arruina la pesca artesanal, los bosques merman perdiéndose su medicina de sombra y lluvia. El agua está enfadada y nosotros somos mucho más débiles que nuestros ancestros, pero aun así, ese destino más humilde, con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo es un digno “perseverar hasta el fin”. Como decíamos a lo largo del texto no se trata tanto de preservar la vida, que también, sino sobre todo de salvar el alma y mejor es morir plantando árboles, conscientes de su simbolismo fértil que siendo colaboradores de un sistema que los asesina, en un ecocidio continuo, a ellos y a todo lo que respira vida. Mejor es reconocer el dolor que hemos infringido desde nuestra inconsciencia individual y colectiva y bajar de nuestros altivos edificios de 10 plantas a sanar el pequeño territorio que decidamos habitar cultivando la mirada de los paganos que corren por nuestras venas, la de los taoístas, la de los chamanes, la de los pueblos indígenas las delos sabios y santos y santificar la tierra con nuestra conciencia despierta. Sanar sus heridas a través de nuestro reconocimiento de lo que yo sumo para que este inasumible sistema se perpetúe y realizar una petición sincera de perdón por el mal que realiza la cultura a la que pertenezco y alimento con mi consumo, que siempre puede ser mucho menor. Un sistema que alimento con mi tibieza por no realizar con todas mis fuerzas la única revolución que nos ha quedado pendientes, volver al origen, al punto de inicio, a la infancia espiritual, a lo Real. La intangibilidad de la naturaleza nos escucha, nos espera.
Salirse de una civilización que como dice A. López Tobajas es “un sistema que ha hecho del mundo un mercado, que convierte las catástrofes ecológicas en rutina, que condena a la miseria y a la muerte a gran parte de la población mundial, que periódicamente desencadena guerras por doquier y que todo lo uniformiza según los estupidizantes criterios del modo de vida americano no puede seguir mereciendo la consideración de «civilización»: en realidad, no pasa de ser una sofisticada forma de barbarie. Nuestro estilo de vida podrá ser cuantitativamente esplendoroso, pero es cualitativamente bárbaro y despreciable.” Salir de la barbarie, salir de babilonia.
Volver al campo es un pequeño acto revolucionario, en lo que esa palabra tiene de volver al origen después de un ciclo. Es como un volver a la pre-historia, de la que nuestra historia de progreso solo especula con desprecio, pero que los mitos y leyendas cuentan que fue un tiempo, un ese erase que se era donde habitar la tierra era más amable. Volver al pueblo, a una vida rural que es el vestigio lejano de la vida de Abel, pues todo se aprovecha en un paseo, se recogen las moras para la mermelada del año, los endrinos para el pacharan, las setas para el salteado de la noche, las plantas para el ungüento ancestral, se guarda el cimo de los animales para devolverle a la tierra la fertilidad perdida, se recogen las ramas finas de los árboles como si de un tesoro se tratase pues servirán para encender el hermano fuego del invierno. Volver a una economía circular, siendo economía un vocablo que hace referencia al cuidado de la casa común, que no genera residuos, pues todo se reutiliza, donde se zurzen los calcetines como antaño y la cultura de usar y tirar queda desterrada como una afrenta a la natura. Recuperar la fiesta como el ritual de una alegría compartida ante los frutos de la naturaleza, recuperar el auzalan, la tarea colectiva de arreglar los caminos juntos, las veredas de la verdadera vecindad. Recuperar una vida tradicional en la medida de nuestras posibilidades, pasar del progreso al regreso. Salirse de esta historia de progreso a ninguna parte, dejar las hechicerías de babilonia que han confundido a todas las naciones y girar el ojo del corazón hacia su origen. Subir al monte para construir un arca de Noé con todos los pares de virtudes que seamos capaces de alojar en nuestra nave, para atravesar este diluvio de emociones exacerbadas por la misma historia de codicia que ha ennegrecido de conflictos toda la historia conocida, la de después de la caída, de la que todas las tradiciones sapienciales nos hablan. Retirarse al bosque, recogerse internamente y externamente de una vida alojada en el exceso de deseo asúrico que no colma la sed de plenitud no hollada. Tener menos para ser más y sentarse desde el ser a contemplar ese Ahora perpetuo, ese claro en medio del bosque de la vida, por el que corre nuestra biografía como un río.
Dejar Babilonia, volver a la natura, es una opción, quizá no para todos, lo reconozco, pero sí para algunos que pueden preservar la semilla sutil de lo que un humano es en medio de esa vida buena, de quien se levanta al alba con el astro sol calentando el rocío de la noche y empezando la alquimia de sus besos sobre la amada tierra, fecundándola en ese matrimonio sagrado que hemos olvidado contemplar. Que se levanta y pone los pies desnudos de pretensiones sobre la tierra y camina hacia la huerta a recoger la cosecha para la comida del día, saluda con paz a los animales con los que convive que fertilizan la tierra con sus aportes orgánicos, y descubre con los ojos del asombro que «bajo las oscuras apariencias, los deberes de cada instante esconden la verdad de la voluntad divina; son como los sacramentos del momento presente» que decía Raissa Maritain.
Ven, vuelve, vuelve a las raíces de tu propia alma, que se incuba en la madre natura, con la potencia del cielo. Vuelve a casa, vuelve al pueblo, recupera la casa de tu abuelo, la de tu tía, la de tus ancestros, regresa al pueblo, a la finca, aprende a ordeñar las cabras, a obtener tu queso con denominación de autarquía. Planta tu huerta, recoge bellotas amargas y hazlas harina de independencia. Recupera la única soberanía que nos queda; ser independientes de un imperio que va hacia su abismo, infectándonos de un virus más poderoso que el que recorre la tierra ajustando cuentas, el virus del miedo, del sometimiento al Dios equivocado, a un ídolo de pies de barro, pura impermanencia.
Vuelve, vuelve a la raíz de las raíces que es tu propia alma. Vuelve a casa, vuelve tus orígenes, a la España vaciada, emprende una vida sencilla con los tuyos, teje redes con los afines, con los complementarios. Recupera el granero abandonado, el secadero de plantas aromáticas, vuelve a estercolar los almendros y los olivos, residuo cero. Deja que tus hijos corran salvajes sin la mochila de la locura pedagógica, que aprendan a distinguir cada canto de los pocos pájaros que quedan, pues los bosque se queman ante nuestro abandono. Forja comunidad en tu pueblo, en las tierras que te destine el destino. No será fácil, pero mucho más fácil que quedar subyugado por el Imperio que aborrece a la vida de la tierra media, como en el señor de los anillos. Dejemos a la mátrix que se consuma a sí misma, en su locura. Recupera tu soberanía, la que da la tierra. Hónrala, escúchala, une sus cosechas con las cosechas del cielo del espíritu, y hazte fuerte para enfrentar la batalla que se cierne a diario en cada corazón, en cada kurukshetra. Recupera la única cultura real, la del agro, la de la recolección de los bosques, la de las plantas silvestres en nuestras ensaladas. Recupera el cuidado de la casa. La ecología empieza en el alma.
Hay mucha gente que quiere, invoca a los tuyos, invoca en el poderoso caldero mágico de tu corazón. Rasga los cielos del olvido y clama, como los antiguos bardos de esta tierra, encanta el mundo para que te señale dónde peregrinar de esta babilonia y antes de que llegue la siguiente la siguiente plaga producto de la locura de un sistema que aborrece la vida, y que busca transhumanizarse, que te pille bien plantado con los pies en la tierra, con la cabeza en el cielo, y el corazón activo para defender lo único realmente necesario, la vida en el espíritu.
Desde tiempo inmemorial has ido y has venido
cortejando este engañoso espejismo.
Desde tiempo inmemorial has huido del dolor
y el derecho al éxtasis has perdido.
Ven pues, vuelve a la raíz de las raíces
que es tu propia alma.
A pesar de tu apariencia terrenal,
Conciencia pura es tu esencia.
De la Luz Divina eres
el intrépido guardián.
Ven, pues, vuelve a la raíz de las raíces
que es tu propia alma.
Cuando pierdas toda sensación de ti,
se desvanecerá la atadura de mil cadenas.
Piérdete por completo
y vuelve a la raíz de las raíces
que es tu propia alma.
Desciendes de Adán por la pura Palabra de Dios,
mas dirigías tu mirada
al vacío espectáculo del mundo.
¡Infeliz! ¿Cómo puedes conformarte con tan poco?
Ven, pues, vuelve a la raíz de las raíces
que es tu propia alma.
¿Por qué te fascina tanto este mundo
teniendo en tu interior una mina de oro?
Abre los ojos y ven,
vuelve a la raíz de las raíces
que es tu propia alma.
Naciste de los rayos de la Majestad Divina
cuando cada estrella ocupaba su lugar.
¿Cuánto tiempo sufrirás aún
los golpes de una mano inexistente?
Ven, pues, vuelve a la raíz de las raíces
que es tu propia alma.
Eres un rubí incrustado en el granito.
¿Cuánto tiempo todavía Nos decepcionarás
con este espectáculo de formas?
Amigo mío, ¡podemos ver la verdad en tus ojos!
Ven, pues, vuelve a la raíz de las raíces
que es tu propia alma.
Tras un sólo instante con ese glorioso Amigo,
te volviste amoroso, en éxtasis radiante.
Dulces eran tus ojos y se llenaron de fuego.
Ven, pues, vuelve a la raíz de las raíces
que es tu propia alma.
Shams-e Tabriz, el Rey de la Taberna,
te entregó una copa eterna,
y Dios en toda Su Gloria es
Quien está escanciando el vino.
¡Ven, pues, y bebe!
Vuelve a la raíz de las raíces
que es tu propia alma.
Rûmî
Beatriz Calvo Villoria, Directora de Ariadna Tv.