Entrevista a Rupert Sheldrake
3 noviembre, 2021
Describo una de las posibles etimologías de medicina, que viene del latin mederi (cuidar, curar, tratar) y que se asocia con la raíz indoeuropea med, que expresa la idea de reflexionar y tomar las medidas adecuadas y por lo tanto comparte con la palabra meditación ese arte de encontrar la medida real de las cosas, de lo que nos conforma como seres humanos, de lo que nos acerca o nos aleja del fondo de realidad que somos.
Si tuviéramos que tirar del hilo para entender los últimos acontecimientos de nuestra historia, quizá habría que remontarse al siglo XVI cuando en las ciudades apareció uno de los primeros engendros tecnológicos, el reloj, que como una de las primeras marcas de lo que vendría después, la era del maquinismo feroz y finalmente la tecnocracia que padecemos, desplazó un eje esencial de la verdadera medida de lo humano. Frente al campanario y la llamada a la oración, en el edificio del poder, lucía ahora el reloj con su tic-tac enfermizo llamándonos simbólicamente a la muerte del verdadero tiempo.
La cualidad del tiempo se escoró hacia la dimensión del tiempo que simboliza Kronos, robándonos la oportunidad del tiempo kairos, un instante que es una oportunidad de oro de trasladarnos a otro lugar, un espacio distinto del espacio de la duración o del recorrer de las manillas del reloj. Un desembocar en el tiempo de lo eterno, donde toda muerte es abolida.
En cada ciudad que se encaminaba hacia al abismo del progreso se fue fraguando una lucha entre estos dos dioses, Kronos y Kairos, entre el reino de la cantidad que vendría a instaurarse, replegando el tiempo en una línea recta sin profundidad, devorando a los hijos de Adán, desplazando de forma vertiginosa al reino de la cualidad a la que este atributo celestial, el Kairos, en este caso mediante el tañir de las campana, nos daba acceso: un espacio sagrado donde todo quedase entretejido en el recuerdo de Dios, pues el hecho de cerrar los ojos y hacer presente a Dios hace grande y sagrado cada instante y nos libera del tiempo lineal que nos aboca hacia la muerte.
Las campanas de los campanarios estaban realizadas por verdaderos maestros de la aleación que fundían los metales en la propia tierra donde se ubicaba la iglesia, a veces dentro del mismo tempo u otras enfrente de su misma puerta. De ese nicho de tierra, como un volcán que comunicase los secretos a los metales ascendería después la campana hacia lo alto. Lo hacían de este modo tan preñado de sentido y símbolo para contar, en ese proceso alquímico de forja de un sonido capaz de abrir un pliegue entre los mundos, con la energía telúrica del lugar.
Después ya fuera de la tierra y del fuego que la gestó, con inscripciones sobre la cintura acampanada de esta criatura nacida del fuego, se le daba un nombre propio y la hacían ascender desde lo profundo, del útero donde se había fraguado, con una configuración única, hija de ese lugar, hasta lo más alto de ese pináculo que es el campanario, ese eje de los pueblos tradicionales cristianos que unía simbólicamente la tierra y el cielo. Y que en su testa abierta a las cuatro direcciones del espacio, a la cuaternidad que permite está plano de manifestación, la campana, la hija de la tierra y del hombre comenzaba su labor pedagógica y teúrgica.
La magia de lo divino marcaba con un sonido fraguado entre los mundos la cadencia litúrgica del tiempo cósmico, del tiempo ordenado según la ley eterna para los hombres. El tiempo de oración. El sonido afinado con una ciencia ahora escondida repetía ese acto creador de Dios de gestar los mundos desde el sonido, caballo de la palabra, del Logos divino, a la par que podía conjurar temporales y los demonios que los provocaban. Aunando el paso de las horas a las oraciones, siendo el tiempo no el del monolítico reloj sino el del sol y la luna que variaban sus tiempos en cada estación. Así, las horas canónicas dividían las veinticuatro horas del día. Cada tres horas las campanas de los templos anunciaban el correspondiente rezo: a medianoche maitines, a las tres laudes, a las seis prima, a las nueve tercia, a mediodía sexta, a las tres nona, a las seis vísperas, y a las nueve completas.
La campana repicaba en una circunferencia sonora de cuatro direcciones que congregaba a toda la parroquia que giraba alrededor de ese centro, de ese eje que volvía a unir el cielo y la tierra que kronos separa, y que podía escuchar junto a los bosques, los ríos, los alados su revelación. Las campanas anunciaban momentos Kairos de reunificación del corazón con el Amado, suspensión de los afanes diarios en pos de esa eternidad que la vibración de la campana anunciaba, el encuentro de cada uno con la Verdad en esta vida y en la otra.
La vibración se extendía portando hacia todas las direcciones del espacio y su cualidad nacida de un reino son nombre ni forma reverbera sanando todos los nudos que se encontraba a su paso, siendo artífice de una medicina sagrada que armonizaba en tramos cósmicos el día a día de los seres humanos. Paulatinamente el reloj, el reino de Kronos fue sustituyendo esa llamada a la oración y al Kairos y las campanas como tantos otros objetos y palabras sagradas fueron profanadas convirtiéndolas en manillas de un reloj cultural que marcaba machaconamente las horas, los cuartos y las medias apresando nuestra libertad atemporal en una cárcel de números sin sentido cósmico. Finalmente las campanas perdieron sus nombres propios, se fueron desafinando, hasta llegar al empaquetado electrónico de un altavoz desaforado que grita sus electricidades horarias en una grabación que parece la burla del diablo, la inversión de lo sagrado que es su función propia. Extendiendo su temporal victoria sobre los hermanos del Hijo del Hombre.
Perdimos como tantas otras una medicina sagrada basada en el sonido que recorre las aguas de la creación, incluidos nuestros humores y en esa pérdida una de las medidas esenciales de nuestra existencia quedó en el olvido, un acceso más se cerró al recuerdo de lo único realmente necesario, el pliegue del tempo Kairos se cerró y la enfermedad de la prisa y el estrés contemporáneo señorean ahora en todos los lugares salvo para aquellos que recuerdan la bendición del Ángelus, de la oración como órgano de conocimiento, por el milagro de un campana interna que suena en lo profundo llamándoles a atravesar el istmo entre los mundos y saborear por un exquisito instante el misterio de la atemporalidad. Es tiempo de ir recuperando las verdaderas medicinas que no solo sanan sino que salvan. Es tiempo de oración.
Beatriz Calvo Villoria
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