El círculo de la virtud
9 febrero, 2023Sobre la Ciencia Fricción
14 julio, 2023Desde Einstein, hasta nuestros días, diferentes autores, científicos y estudios independientes no paran de demostrar que los abejorros y las abejas están muriendo y con ello muere una dimensión ecosistémica que no nos podemos permitir perder. Esta muerte lleva el signo de la catástrofe para toda la tierra, no solo para los humanos, sino para todos los seres que se alimentan de lo que la naturaleza produce gracias a la función polinizadora.
Sólo en nuestra vecina Francia, a lo largo del 2015, el 30% de las colmenas han muerto. Y no es de extrañar, si se lee el último informe, que se suma a decenas de ellos que dan la voz de alarma que clama en el desierto, en el que se han descubierto 30 tipos distintos de pesticidas en el polen de las abejas, provenientes y, aquí viene el dato que nos ha de hacer reflexionar a todos, no sólo de la agricultura intensiva e industrializada sino que la mitad viene de los jardines caseros y entornos urbanos.
Y más dolor para el que le quede conciencia, que entre esos insecticidas de ese cóctel molotov están los piretroides usados en entornos urbanos y domésticos contra los mosquitos o para controlar los parásitos de perros y gatos.
¿Nos hemos vuelto locos? Sí. No lo podemos seguir obviando, el alma del hombre moderno está enferma:
Estamos enfermos de egoísmo, de comodidad, soledad y de ignorancia y de una de sus más fatales expresiones, la necedad. El hombre urbano muestra su sintomatología, en el caso que nos ocupa, entre una necesidad de asepsia convulsiva, con la que pretende que la naturaleza deje de existir a su lado, mosquitos, hormigas, moscas y demás fauna, entre la que se encuentra la microscópica, que cumple su función a la hora de sus simbiosis con el sistema inmunitario, que le lleva a llenar irresponsablemente el espacio que comparte, entre otros, con los amantes de las flores, léase abejas, de pesticidas que envenenan uno de los tesoros más preciado de la salud: el aire.
Y lo muestra también en ese suicida afán de sustituir con un mascota la desaparición de la familia extensa, blanco de las políticas de ingeniería social que han sido diseñadas con premeditación y alevosía y ejecutadas a través de la creación de una cultura que propicia el individualismo feroz, que atomiza y aliena cada vez más y deja, a los cada vez menos niños que nacen en nuestros países occidentales, en manos de sistemas educativos que perpetúan ese individualismo incapaz de amar y gestar familia y a la memoria de lo que fueron las familias, los ancianos, los abandonan en las residencias donde la tristeza y las pastillas les imposibilitan la trasmisión de unos principios que desaparecen con esta última generación que agoniza entre efectos secundarios prescritos como protocolos.
La compañía de una mascota a la que se acaba tratando como un ser humano, el hijo que no se tuvo, la madre que no se atiende -existen peluquerías y clínicas de masaje para perros y gatos, un auténtico escándalo para los niños que mueren en los orfanatos pobres del mundo-,
Hemos plagado el aire de las ciudades de insecticidas para poder erradicar lo que nos molesta y poder convivir en nuestras casas, en nuestras camas, incluso, con un reino que le corresponde otro medio que no es el del sofá y un piso de 50 metros. Y aunque pueda ser delicioso la compañía de estos animales que no juzgan nuestros defectos y aman sin mente, y nos regalan imágenes de ternura que ablandan el corazón de los más duros, si es a costa de inundar el mundo de insecticidas para quitarles pulgas y garrapatas que acaban con esos maravillosos insectos que aman las flores, y cuyo papel, no lo olvidemos, es esencial en muchos ecosistemas habría que revisar esta tendencia de acompañar la intensa soledad de las ciudades con animales y sobre todo con la batería cada vez mayor de insecticidas, fungicidas, desparasitarios que empresas sin conciencia medioambiental producen como locos ante el nuevo nicho de negocio.
El 35% de la producción mundial de alimentos procede de cultivos que dependen de los polinizadores. Los necesitamos para comer, para vivir y nos hemos convertido literalmente en “el que mata”, esa es la etimología de cida, fungicidas, pesticidas, herbicidas e insecticidas
Era cómodo pensar que se trataba solo de los neonicotinoides usados en la agroindustria, que convierten, por cierto, en adictas a las abejas, que prefieren la flor de la colza envenenada con esta nueva solución que ha dado la industria química para resolver las plagas de los monocultivos. Abejas drogadas que como los hombres contemporáneos prefieren quedarse sin pulmones por poder chupar ese veneno que excita prometiendo que calma. Pero este informe nos señala a todos, los químicos agrícolas son sólo una gran parte del problema, los hogares de cada uno de nosotros que usa esos cidas son también responsables.
Así que queramos oírlo o no, somos pequeños cómplices en esas malas artes que usa la industria química cada vez que compramos sus productos, apoyando así sus prácticas aberrantes con todos los reinos de la naturaleza de los que nos alimentamos. Es verdad que no podemos cargar inocentemente todo el peso sobre el consumidor, pero, como vemos, su papel es también importante, y eso nos obliga a elegir opciones orgánicas, ecológicas, naturales sino queremos compartir un camino de iniquidad junto a las industrias que contaminan el mundo, que juegan con sus tratados como el TTIP con la soberanía de los estados, por encima de las naciones y sus leyes con instituciones transnacionales como la OMC, el Banco Mundial o el FMI que parecen haber tomado el poder económico y político en todos los países occidentales constituyendo un «estado dentro del estado».
Las amantes de las flores, esa fuerza espiritual del reino vegetal claman por la justicia de unos hombres que se olvidaron de la que cultura solo puede girar alrededor de la verdad, de lo que las cosas realmente son.
Os dejamos como colofón de estas palabras el vídeo de Greenpeace sobre su llamado.