Combate versus amor compasivo
15 mayo, 2020LA REVOLUCIÓN DEL CONSUMO BIOLÓGICO Y LOCAL
4 junio, 2020Salí al bosque de nuevo, y en la primera piedra, junto a un arroyo me quede varada. Cinco horas después seguía sin salir de esta tesela de naturaleza. Estaba todo allí. Estaba sobre todo una mente que se iba sosegando ante la presencia del manto de la virgen naturaleza desplegado y estaba una conciencia que se despertaba simétricamente a su sosiego.
Cerraba los ojos y el sonido del arroyo era tan intenso que era fácil escuchar las voces de las aguas diciéndome en la intimidad de mis oídos, «corro, corro del cielo hasta la tierra, corro, corro, hazte corriente en el seno de mi sonido sonoro. ¿Dónde estoy adentro o afuera?»
Abría los ojos, y el resplandor de sol sobre las hojas de los árboles incendiaba mi pupila de tal forma que me ardía el pecho de belleza, de recuerdo de un no sé qué dorado que quemaba dos o tres velos de distancia, como si fuera a estallar la percepción, expandirse más allá de las formas que perdían sus contornos y se hacían vasta red de un no sé qué que no alcanzaba, pero que presentía su alcance a mi mirada.
Cerraba los ojos y mis manos tocaban la piedra, la palpaban, sentía que las fronteras entre su piel y la mía se difuminaban y ya no sabía si su solidez era suya o era mía. Los pies desnudos en el agua, el frío intenso era un verbo existencial de una realidad que se pronunciaba sobre mi propio ser haciéndome frío, haciéndome agua.
Y entonces atisbé, por el rabillo de la conciencia, que allá donde la conciencia se aposentaba, en cada experiencia sensorial en la que su presencia se estabilizaba surgía del objeto acariciado por su lucidez un pronunciamiento de la esencia de su forma, de tal forma que la conciencia que tomaba conciencia de la flor y la flor se fundían, hasta hacerse indistinguibles. La flor revelaba su esencia, su forma no se distinguía de la conciencia que la atestiguaba, de tal forma que lo visto, quien veía y la visión daban una palmada al unísono rompiendo fronteras, que ya no se sabía quién miraba a quien, solo existía una corriente de existencia, de experiencia llena de conciencia y la flor se me narraba propia, y la flor era mi pecho y su pecho en el mío florecían en blanco de jara y el cielo al unísono era azul sobre mi alma, y el roble era retazos de un verde virgen que me purificaban.
Todas las formas se pronunciaban en el vacío de mi mente sosegada y me hicieron bosque por un instante, una mariposa más que revoloteaba en la vida, siendo vida, de rama en rama, de vuelo en vuelo y sólo quise salir para contarlo, para cantarlo, para proteger lo que queda de bosques que hablan a lo más íntimo del alma.
Sólo salí de aquella tesela en la que mi conciencia se convirtió en un centro que enhebraba todo con todo, mi centro en cada centro, para decir a quien aún tenga oídos para oír que la Revelación Primordial por excelencia, el primer libro sagrado realmente universal es la natura. Si muere, si la acallamos con químicos y satélites, con guerras y deforestaciones morirá para nosotros el único viático de regreso a la casa del alma, donde el Espíritu se pronuncia y sana y salva y llena el corazón de un regocijo indescriptible. Donde la forma y el vacío se hacen evidencia en el templo cósmico del cuerpo uno, donde el agua de un arroyo, el tronco de un árbol, la ortiga al viento de una brisa, todo, todo, el cuerpo de esa hormiga, todo, todo, la piedra nacarada que brilla bajo el agua, todo, todo, el ser humano que se abaja a contemplarlo tiene un mismo sello, que no es de este mundo, pero está acostado como un amante divino esperando tus besos, tus caricias, que pronuncies su nombre y te fundas en sus besos.
Beatriz Calvo Villoria. Directora de Ariadna TV