El simbolismo de la Semilla
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15 marzo, 2019Dice un maestro chino que para poder explicar primero hay que definir; en este caso, pues, para poder desplegar o desenvolver las causas ocultas del actual fracaso del sistema educativo habría que definir, es decir delimitar clara y exactamente qué es educación, a fin de evitar, por ejemplo, lo que ya señalaba Ivan Illich hace más de cuarenta años: la extraordinaria y alienante confusión entre escolarización y educación.
Etimológicamente, educación viene de educare y tiene dos acepciones, educare pecus, criar, alimentar el ganado, y educere —de ex, fuera y ducere, llevar—, guiar hacia fuera. Pero para saber guiar hacia fuera, para conducir y dirigir hacia la luz, tal como la semilla es guiada por “un no se qué” que la hace germinar y dar fruto, debemos saber primero en qué consiste la semilla del Hombre, que tipo de frutos debe dar esta semilla, y aquí nos encontramos con tantas interpretaciones distintas como corrientes filosóficas ha dado la historia; podemos decir, desde una visión trascendente o espiritual, que el hombre es una ola que surge de un océano, que es causa y origen de todo y que llega a las costas de la existencia como ola individual, pero inseparable del océano que la vio nacer; quizás entonces educar será guiar al hombre hacia la posibilidad de realizar la experiencia de la unidad de todo, llevándole de vuelta a las raíces de nuestro ser. Pero para un materialista, en el sentido coloquial del que sólo admite como realidad la materia, el hombre es sólo mente y cuerpo, negando la posibilidad de una realidad creadora y trascendente independiente de él, y querrá que su hijo sea educado en los valores que perpetúan esa creencia; educar tendrá para él objetivos muy distintos y lo que guiará hacia fuera, lo que intentará formar en sus pupilos será, por ejemplo, una capacidad científica que le permita desentrañar los mecanismos de esa realidad tangible, en una exploración indefinida de los fenómenos que le haga posible dominarlos y satisfacer las necesidades y los deseos, infinitos, por cierto, del cuerpo.
La cosmovisión de cada cultura se deriva ante todo de su concepción del hombre y todo juicio sobre una cultura se aplica a priori al hombre mismo. Cada cultura, sea civilizada o no, educa, es decir conduce y dirige hacia un ideal, que nace de su particular interpretación de la realidad, e instruye en las técnicas de actuación sobre esa misma realidad para poder alcanzar sus fines. Para los indios de las praderas, que interpretaban que la realidad es una totalidad, y que la naturaleza es un santuario donde transcurre su vida en una interrelación y un diálogo permanentes con todos los elementos de la naturaleza, educar a sus hijos era mantenerlos en la naturaleza aguzando el oído y la vista, sabiendo que dicha pedagogía natural muy pronto haría aprender al niño que hay una forma de sabiduría en todo lo que le rodea.
Para algunos, el hombre es el alma del mundo y, por tanto, responsable de irradiar hacia él luz u oscuridad, pues su estado interior tiene las más profundas repercusiones en los otros seres. Para otros, el hombre no es más que un animal racional que no tiene más responsabilidad que refinar su egoísmo de supervivencia. Las diferencias pueden ser irreconciliables, pero ésta es una de las características del mundo que habitamos, la infinitud de sus manifestaciones; la vida es un mismo itinerario para todos, comienza en el nacer, termina en el morir, hay una experiencia común en el nivel más básico como especie, pero es extraordinariamente especial como vivencia individual y única.
A partir de la definición que cada hombre formule de sí mismo, la búsqueda de los medios que le realizan como tal, el alcanzar sus fines próximos o póstumos, les hará justificar a unos, la usura, y a otros aplicar la austeridad para conseguirla; algunos considerarán, como Aristóteles, que el hombre educado es aquel que es totalmente dueño de sí mismo, y otros consideraran, como Hitler, que es mejor ser dueño del mundo. Para algunos la quintaesencia de las virtudes serán la veracidad y la sinceridad, o la conformidad con la Verdad y con las consecuencias que ella implica. Para otros, la conformidad con la mayoría y con las costumbres será fundamental en la instrucción. Para un filósofo como Kerschensteiner, el fin general de la educación será educar a ciudadanos útiles que sirvan a los fines del Estado y de la humanidad. Y el Estado capitalista actual, sumido en la corrupción, desviará ese sentido hasta sus últimas consecuencias “orwellianas” consiguiendo afanosas hormigas productoras y consumidoras de su felicidad material.
Podemos encontrar, pues, tantas teorías educativas como pensadores, tantas como culturas, pues cada cultura tiene su propio punto de vista con respecto al concepto de educación; lo que está claro es que la educación es un elemento fundamental en la vida del ser humano y la sociedad, y que se remonta a sus orígenes mismos. Entre las mil definiciones posibles escogemos la que plantea una doble acepción del término: la más superficial —acción ejercida por la generación adulta sobre la joven para transmitir y conservar su existencia colectiva, la consabida socialización—, y la más profunda —facilitar el desenvolvimiento de las fuerzas o energías interiores, dando lugar a un desarrollo cuantitativo y cualitativo del individuo—. Como dijo Edith Stein: «La educación es la evolución armónica y progresiva de las diversas facultades humanas de un modo integral». Esta última dimensión sería el proceso de individualización. Ambas se complementan; todos somos Yo, todos somos el Otro, y ambas buscan la perfección, (uno de los sinónimos de educar que más se repite desde la antigüedad clásica), pues la perfección es bella y la imperfección es fea, y el alma propiamente humana tiende hacia lo bello y lo verdadero.
En esta ocasión, Al descubierto reflexiona en voz impresa sobre las grietas de nuestro sistema educativo y la necesidad de devolver la educación a su seno, de sacarla de las escuelas —ya que no debería ser esa su función principal, sino más bien la de instruir y enseñar— y devolver esa función a la familia, célula natural de la vida colectiva, que se cree superada, y a la que se ataca desde múltiples frentes, pero que sigue siendo, como siempre ha sido, el ámbito perfecto para la construcción de la persona y su integración en la comunidad, y cuya desestructuración es causa de muchos de los desordenes sociales que vemos acrecentarse día a día. Como escribe el ecologista Edward Goldsmith: «La desintegración de la familia, que hoy en día se produce cada vez con más frecuencia, es posiblemente el origen más serio de alienación o anomia. Hay alrededor de 10 millones de niños vagando por las calles de las principales ciudades de Brasil y aproximadamente 30 millones en toda América del Sur. ¿Qué será de estos niños en el futuro? Muchos de ellos, aunque resulte triste, desarrollarán conductas delictivas, asociales y violentas (si sobreviven), incluso con sus propios hijos. Por no hablar de las altas tasas de enfermedades mentales (depresión, insomnio, alzheimer…) y físicas (cáncer, etc.) vinculadas a la soledad, el aislamiento y la anomia, cuyo último paso es el suicidio.» Como dice también el escritor Juan Manuel de Prada: «Faltando la familia, es natural que la escuela se convierta en un árbol sin raíces, al que no le resta otro destino sino amustiarse y fenecer; o bien convertirse, como ocurre en esta fase de la historia, en un artefacto al servicio del Estado Leviatán».
A lo largo de dos reportajes —el tema es de una complejidad poliédrica—, haremos un diagnóstico desde distintas voces que cuestionan el actual sistema educativo, señalando sus problemas más profundos y los males que de ellos se derivan. Señalaremos los intentos de salvar la necesaria escuela pública pero con calidad, como una opción más, dentro del derecho a la educación que todos tenemos. Defenderemos el papel esencial de la familia en la tarea educativa, y hablaremos de algunas soluciones radicales, como el educar en casa. También nos referiremos a otras escuelas distintas a la convencional y que superan algunos de los males de la actual escuela pública.
El currículo oculto
«Todo cuanto se enseña a un graduado de secundaria a lo largo de doce años de escolarización se puede aprender fácilmente en dos años; y, con un poco de esfuerzo, en uno sólo» (John Garner, ministro de salud, educación y seguridad social de EE.UU.)
Muchos son los pedagogos o entendidos en educación, o en sentido común, que afirman lo mismo, pero son voces que quedan acalladas en un desierto reflexivo en el que el hombre moderno ha entrado, y a día de hoy es tabú discutir el valor de la escolarización y los sistemas educativos para un correcto desarrollo del país. Quizá la clave la debemos buscar en ese «correcto desarrollo de las naciones estados», que nadie cuestiona, aunque desde él la crisis sistémica actual puede arrojar muchas luces a quien quiera ver. Nunca nuestros hijos han pasado tanto tiempo en las aulas y nunca nuestras generaciones han estado tan mal educadas como ahora.
Quizá hay que retomar entonces la advertencia de Ivan Illich y preguntarnos cuándo se confundió educación y escolarización. Para algunos hay que remontarse al siglo XVIII para rastrear el origen de la necesidad de la escolarización y las escuelas tal como se entienden hoy en día: 1) como lugar de adoctrinamiento en los valores del sistema que las mantiene; 2) como lugar de custodia de nuestros hijos, debido a la imposibilidad de cuidarlos como antaño en el seno de robustas familias, comunidades de vida responsables de trasmitir una visión del mundo y de “hacer crecer” (eso es lo que significa auctoritas) e insertar en espacios no hostiles como el de las ciudades; 3) como encargadas de la selección del papel social de nuestros niños; y 4) como labor propiamente educativa. Muchas cosas importantes para una sola institución.
Según el escritor Félix Rodrigo Mora, el origen de esa necesidad está en la revolución liberal de 1789 «que forjó una concepción audaz y sobre todo atroz: la de que la naturaleza humana es mutable, educable, de manera que puede y debe ser modificada conforme a los intereses del Estado. El primer instrumento para ese moldeamiento fue la creación de la escuela estatal obligatoria. Antes, el pueblo se educaba a sí mismo con la riquísima cultura oral autoelaborada y, en ocasiones, contrataba personas letradas para la alfabetización de la infancia».
En sus orígenes la escuela era institución subsidiaria y complementaria de la familia, la cual se creó por iniciativa de ésta para que las nuevas generaciones fuesen instruidas en las artes y disciplinas que cada vez se hacían más variadas y complejas, y con las que se beneficiaba y prosperaba la sociedad. Pero esta buena intención se fue entretejiendo de otras intenciones y, como decía el pedagogo brasileño Paulo Freire: «La transmisión del conocimiento y la cultura, había discurrido durante siglos con espontaneidad vital fuera de la escuela y sin necesidad de ella, y poco a poco fue quedando restringida al interior de las paredes del aula». Y añade algo que no debemos olvidar: que «la cultura no es atributo exclusivo de la burguesía. Los llamados “ignorantes” son hombres y mujeres cultos a los que se les ha negado el derecho de expresarse y, por ello, son sometidos a vivir en una cultura del silencio».
La necesidad del cambio surgió, por tanto, en el seno de la creación de los actuales estados liberales, cuya ideología embrionaria era la del interés particular, con la consecuente necesidad de progreso y desarrollo para satisfacer un interés, en principio legítimo, que se fue haciendo cada vez más marcadamente egoísta, y que ha dado lugar a nuestro actual sistema depredador que busca obsesiva e implacablemente su propio bien a costa de lo que sea: pueblos, culturas, naturaleza…
Otra cosa es el estado legítimo del que hablaba Platón, que cuida del bien común; pero por desgracia y como señala nuevamente Félix Rodrigo: «El estado no es neutral, el estado de bienestar actual es, asimismo, estado cultural, siendo hoy su función principal la homogenización ideológica y emocional de la multitud en torno a los intereses cardinales del ente estatal, más potente y crecido que nunca. Con ello la razón de estado se eleva a ideología única y obligatoria de las sociedades contemporáneas». No es el único que sostiene esta tesis tan radical, que apoyan pensadores tanto de izquierdas como de derechas, de que la escuela obligatoria es un medio de moldear a los hombres según los requerimientos de los fines sociales y las instituciones. Para Erich Fromm, «nuestro sistema ha de crear hombres de gustos uniformes, hombres que puedan ser influidos fácilmente, hombres cuyas necesidades puedan preverse. Nuestro sistema necesita hombres que se sientan libres e independientes, pero que, sin embargo, hagan lo que se espera de ellos, hombres que encajen en el mecanismo social sin fricciones». De hecho, la proliferación de los estados nación es uno de los principales factores que motivó el crecimiento del sistema escolar internacional, pues se convirtió en uno de sus pedestales fundamentales.
Así que nos encontramos con una institución, la escuela, que según esta línea de pensamiento, domestica mediante un proceso muy completo en el que no sólo se sustituye el aprendizaje verdadero por el conocimiento muerto, el “currículo oficial”, como decía Whitehead, un matemático convertido en pedagogo, sino que el “currículo oculto” enseña conformismo con un sistema que demanda productores y consumidores dignos de la confianza de la sociedad tecnológica, convirtiendo a la naturaleza en un producto secundario de sus hábitos de consumo. Como dice José Luis Sampedro: «Cuando la Política se convierte en Economía y se aleja de la Ética, lo humano se convierte en mercancía».
El fracaso del sistema educativo
A algunos les resultará muy radical esta línea de pensamiento según la cual la verdadera educación es lo contrario a la escolarización obligatoria, y que plantea, por tanto, una necesaria desescolarización de la sociedad o una reestructuración global de la educación, desarrollando otras estrategias educativas no institucionales; unas estrategias que implican a la familia y a la comunidad para conseguir la verdadera misión de la educación: dejar crecer seres capaces de gobernarse a sí mismos, única fuente de libertad, y que funcionen como fermento de la continua renovación que lo social necesita para no estancarse y en la que el prójimo es igual de importante que uno.
Para lectores menos radicales, que creen que la escuela pública, es una legítima opción, pero que debe ser de calidad para que se cumpla realmente el derecho a la educación, y que quieren entender cuáles son las grietas por las que se va esa calidad, esbozamos a continuación otros datos más cercanos en el tiempo, pero que demuestran que evidentemente algo no anda bien en el sistema educativo actual.
Según la oficina de estadística comunitaria Eurostat, en España, el abandono temprano de los estudios se sitúa en el 31,2% de los jóvenes de entre 18 y 24 años. Jóvenes que no conseguirán la titulación mínima exigida para la incorporación al mundo laboral y que les llevará a convertirse en mano de obra no cualificada y fácilmente explotable (tenemos un paro juvenil del 30%, y el 90% de los contratos a jóvenes son precarios). Andreas Schleicher coordinador del Informe PISA de la OCDE comentaba recientemente los reiterados malos resultados del sistema educativo español, donde el 20% de alumnos tiene un nivel de comprensión lectora que no garantiza el éxito en sus estudios. El porcentaje de jóvenes que terminan sus estudios obligatorios siendo analfabetos funcionales es cada vez mayor.
Para muchos, estos datos son la evidencia del fracaso estrepitoso de un modelo educativo dogmático, es decir con un marcado cariz ideológico, “no científico”, de los criterios utilizados para la selección del modelo educativo: el modelo LOGSE y su sucedáneo, la LOE, que “democratizó” la escuela igualando por abajo y rebajando exigencias. Para Mercedes Ruiz Paz, pedagoga y docente, «las teorías, los criterios y los modelos adoptados en el mundo educativo encubren una ideología que es necesario desvelar. A ella se debe la introducción en los colegios del relativismo cultural; la preponderancia del formalismo pedagógico sobre los contenidos de la enseñanza; la sobrecarga de responsabilidades exigidas al colegio mientras la familia se inhibe progresivamente de la educación del hijo; la adopción por parte del mundo de la enseñanza de objetivos propios del mundo del consumo; o la conducción de los chicos por los derroteros de la medianía y el subdesarrollo emocional».
Una ideología que para algunos tiene su origen en el Emilio de Rosseau, y cuyas principales ideas resume Alicia Delibes, profesora de matemáticas, en su libro La gran estafa: «La natural bondad de los hombres, su petición de desterrar del diccionario pedagógico los verbos obedecer y mandar, su apuesta por la figura del ayo o tutor (governeur) en oposición a la del instructor o precepteur, la idea de que el “hombre nuevo” vendrá a partir de la “buena educación”, educación que no consiste tanto en “instruir” sino más bien en una suerte de “arte de conducir” al niño (conduire), que convierte al maestro en “educador”, en alguien que “se apodera tan sutil como absolutamente de la voluntad y de los sentimientos de los niños” para convertirlos en los perfectos ciudadanos del Estado».
Con esta ideología la escuela se fue apropiando poco a poco del educar, lo usurpó de su seno natural y fue dando lugar a lo largo de la historia, a distintos modelos pedagógicos que se consideraron renovadores o nuevos por poner el énfasis del aprendizaje en la acción, en la experiencia, frente a la supuesta pasividad de los modelos tradicionales que se proponen lograr el aprendizaje desde la transmisión de información, desde la formación del discernimiento. Estos modelos, junto a los más nuevos que siguen apareciendo, que proponen el desarrollo del pensamiento y la creatividad como fines de la educación, conviven en la escuela pública, muchas veces enfrentados, intentando desalojarse unos a otros, en una mastodóntica institución difícil de renovar.
Para algunos el principal mal de esas pedagogías experienciales, como la pedagogía constructivista, que muchos relacionan con la cultura posmoderna en la que vivimos (donde no hay ninguna verdad, ninguna realidad), es el hecho de que su objetivo básico no es enseñar contenidos sino que los niños (los “niños” de hasta 16 o 18 años) adquieran destrezas, en particular la de “aprender a aprender” —como si aprendiendo cosas no se estuviera simultáneamente aprendiendo a aprender—, y valores. Para esta pedagogía, el niño es, de por sí, un científico autónomo, y la educación consiste en darle meramente unos instrumentos, para que él construya por sí mismo el saber, el conocimiento y la verdad. Esto supone la desaparición del aprendizaje sistemático. «Dejad que los niños decidan por sí solos lo que les conviene. Lo saben no menos bien que vosotros», decía León Tolstoy, uno de los representantes de la Escuela Nueva.
Esta pedagogía lucha por introducirse en las aulas, no sin dificultad, en contra de las pedagogías tradicionales, en las que el maestro es el que dirige un proceso más de instrucción que educativo, el de una materia, y que se consideran obsoletas porque pecan de un rígido marco de conocimientos en el que toda la información está preseleccionada, seriada, dosificada, separada en compartimentos estancos, regulada hasta en sus más mínimos detalles, coartando “la libertad”…
Pero después de 16 años de prueba, y con una generación entera formada en esta ley de escuela integral, el intento de incorporar estas “bellas ideas”, vitalistas y “rusonianas”, al sistema educativo, ha dado lugar a un tremendo fiasco, según las conclusiones de muchos estudios nacionales e internacionales. Y muchos se quejan de que sus defensores se comportan como en el cuento de rey desnudo, ejerciendo una dictadura del silencio, una autocensura que impide señalar lo que la mayoría de docentes perciben, pero que callan, desorientados, sin atreverse a alzar la voz ni cuando son agredidos por hijos, padres y el propio sistema. Como dice Concha Fernández Martorell, doctora en filosofía, «el constructivismo relativiza todo el conocimiento y, sin embargo, pretende establecer sus teorías como verdades absolutas». Cuando las ideologías vacías no se contrastan con la realidad convierten a quien las detenta en tiranos que pretenden que el mundo se organice en torno a sus ideas.
Y la realidad es que actualmente en la escuela pública hay muchos cursos de la ESO que están masificados, con casi 30 alumnos por clase y que resultan prácticamente inmanejables; que la convivencia de alumnos de todo tipo y motivación hace que unos lastren a otros; que la indefensión del profesorado ante determinados comportamientos del alumnado es propiciado por una ley que merma su autoridad, apoyando a los típicos saboteadores que cada vez son más numerosos, poniendo en igualdad de condiciones al profesor y al alumno; que estamos ante un sistema muy reglado que impone a los profesores no sólo qué hacer sino también un currículo sobrecargado que no permite profundizar y aprender a usar los conocimientos: programas de «un kilómetro de extensión y un milímetro de profundidad»; que hay una intromisión de las editoriales en el currículo, sospechosa de atender sólo a intereses mercantiles; que el aumento de la burocracia en el trabajo docente es asfixiante; que hay una destacada influencia de los pedagogos —y de un lenguaje no siempre cartesiano— en la política educativa española, como dice el profesor Salvador López Arnal.
Podríamos seguir enumerando males que señalan, a su vez, que la enfermedad está en nuestra sociedad misma, como la dificultad que tiene la escuela de contrarrestar lo mal aprendido en los medios de comunicación audiovisuales a los que nuestros niños pasan conectados cada vez más tiempo, y que, como decía Mac Luhan, son un elemento de primer orden en la configuración educativa de cada individuo, y que proyectan en nuestros hijos una imagen de pasotismo y rebeldía que les convierte en pequeños déspotas que basan su actuación en la ley del mínimo esfuerzo y máximo provecho refrendado con la obtención de todo tipo de caprichos materiales.
O podríamos también señalar que el saber es hoy en día despreciado, no sólo en el mundo de la enseñanza, sino en una sociedad regida por los valores más materialistas, como lo demuestra el plan Bolonia que ha subordinado la Universidad a los intereses de las grandes corporaciones y su cosmovisión capitalista, obsesionada por el mercado, la economía y el comercio, tiñéndola de un pragmatismo absoluto en vez de mantenerla al servicio de la sociedad, del conocimiento (universal), de la búsqueda de la verdad. Con este plan que parece un plan contable, los jóvenes no pueden descubrir el valor de los conocimientos, sustituidos por competencias y habilidades que benefician, sí, al mundo de la empresa, pero que les imposibilita el pensamiento crítico, la reflexión, la capacidad de argumentar, el dominio de la lengua, al negarles, por ejemplo, la comprensión de la historia del mundo y del pensamiento que proporcionan las humanidades, que no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida.
De esta manera, la universidad, en sentido propio, y por ende, la escuela, desaparecen para convertirse en institutos técnicos.
El rey está desnudo
Antes estos males que afectan tan nuclearmente a nuestra sociedad, seguimos con la metáfora del cuento, y les damos voz a los “niños” de nuestra cultura para avivar el debate, a los que se atreven a decir que el Rey está desnudo, que esta pedagogía de la “libertad”, en realidad, está desnuda, con voces como la de Miguel de Unamuno que ya hace años decía: “Hay una cierta pedagogía que huye de las dificultades, huye del verdadero trabajo, huye de la austeridad. Parece que nos asusta enseñar a los niños todo lo duro, todo lo recio que es el trabajo. Y de ahí ha nacido el que aprendan jugando, que acaba siempre por jugar a aprender. Y el maestro que les enseña juega, juega a enseñar. Y ni él, en rigor, enseña, ni ellos, en rigor, aprenden nada que lo valga». Y también damos voz a otro enfant terrible de nuestra cultura, al filósofo Gustavo Bueno que nos recuerda que «hay violencia circular –física o psíquica– en el proceso mismo mediante el cual las “crías humanas” se transforman en adultos mediante la “crianza” o la educación. Sin educación, las crías humanas se mantendrían en estado prehistórico, por no decir zoológico. Pero todo proceso de educación es un proceso continuado de violencia, de enderezamiento, incluso de “acción a contracorriente” de determinadas tendencias “naturales”. Por ello algunos (Neill, Rogers…) han llegado a decir que la educación es una forma de represión, y han predicado la necesidad de una educación no represiva, no directiva, no autoritaria, “libre”. Pero esa “educación no violenta” es un concepto mal formado […] Policías, jueces y maestros son los canales legales de la violencia ciudadana: sin estos canales sería imposible mantener el “orden artificial” en el que consiste la ciudad o el Estado».
El debate entre los modelos tradicionales y los nuevos modelos está abierto, entre la necesidad de autoridad o no del profesor, de los contenidos, del conocimiento, por ser un valor en sí mismo, que dota de potencia a la memoria para la difícil ciencia del discernir, o su irrelevancia ante los nuevos conocimientos tecnológicos que son más rentables y eficaces y que precisan de competencias para adaptarse a cualquier necesidad del mercado; entre la necesidad de revitalizar el modelo tradicional, para que enseñar no sea un escueto gestionar, ni un vacío transmitir, sino un momento de verdadera comunicación, pero sin desdeñar los soportes tradicionales de transmisión del saber (comprensión lectora, producción escrita y razonamiento lógico-matemático) que nos permiten dar sentido a nuestra historia y que nos explican de dónde venimos, cómo fuimos, en una búsqueda de diálogo equilibrado entre el futuro y el pasado, del que no niega las raíces, pues sabe que para que los nuevos brotes lleguen más alto hacia el cielo y den nuevos frutos han de tener una base firme.
Y, como decíamos al principio, cada uno elige, consciente o inconscientemente su concepción de hombre: nacido libre de defectos, sin naturaleza egoísta que domar o por lo contrario necesitado de guía para perfeccionar esas tendencias que encontramos en todo hombre, en todo niño: el orgullo de sobrestimarse y subestimar al otro, el egoísmo de no pensar más que en el propio interés y olvidar el de los demás, la necedad de no distinguir lo esencial de lo secundario y no tener por tanto el sentido de las proporciones o incluso la maldad que anida en el corazón de querer perjudicar al otro, y de la que el mundo está llena de ejemplos. Para algunos la verdadera libertad es un estado de obediencia, como decía Da Vinci, para el que la máxima libertad nacía del máximo rigor; para otros la libertad es un dejarse ser o un “a mi déjame en paz” que diría Rousseau, y el rigor se convierte en tabú. Para otros es un vivir en el instante, para otros es ser conciente de la eternidad… Fruto de esa elección, unos escogerán la escuela pública y sus nuevas pedagogías, otros, la escuela tradicional y su disciplina, hay opciones para todos, pero lo que es claro es que la escuela pública debe seguir luchando por alcanzar calidad. En el próximo número hablaremos de algunas de esas opciones.
Otro de los puntos del debate acerca de ese fracaso que hace abandonar los estudios es esa idea superficial de que todos somos iguales; en espíritu sí, pero en lo que a facultades se refiere, no; los hay con capacidad intelectual para el estudio y los hay con capacidad para desarrollar un oficio, obligar a los jóvenes a permanecer en la escuela hasta los 16 años, cuando las vocaciones distintas al estudio se pueden detectar a los doce o a los catorce, condena al fracaso a muchos que hubieran triunfado en el adiestramiento de un oficio vocacional. «El mejor destino para un joven no es siempre cursar estudios universitarios. Pero se ha impuesto la desquiciada creencia social de que un joven que no cursa estudios universitarios es un fracasado o un paria (cuando la cruda realidad más bien nos enseña lo contrario). Si esos jóvenes hubiesen sabido a los 14 años cuál era su verdadera vocación, si se hubiese encauzado su educación hacia el oficio en el que podrían haber desarrollado sus habilidades, tal vez a los 18 años ya hubiesen estado trabajando; y a los 24 habrían formado una familia, establecido un negocio, creado puestos de trabajo: habrían, en fin, colmado en buena medida sus aspiraciones profesionales y personales; y su vida sería mucho más plena y dotada de sentido» (Juan Manuel de Prada).
No todos somos iguales, a Dios gracias, viva la diversidad, y sí, todos nos merecemos oportunidades, pero no obligatoriamente las mismas, así que una posible solución sería la diversificación de la escuela con respecto a las distintas capacidades que todos tenemos, escuelas de arte, escuelas de ciencias, escuelas de deportes, escuelas de oficios, escuelas especiales… escuelas que tengan algunos años en común para todos (por ejemplo, la actual primaria) y que ésta sea la parte formalmente obligatoria para todos. Lo demás, a elección de padres y alumnos. No podemos seguir considerando que sólo hay un saber y un saber hacer legítimos, por ejemplo derecho, informática, ingeniería, y desvalorizar otros saberes y prácticas participando así de un mercado de productos materiales y simbólicos que son producidos casi de forma monopolista por las clases dominantes.
Recuperar el derecho y el deber de educar.
Mientras las nuevas corrientes pedagógicas y antipedagógicas se ponen de acuerdo en una escucha mutua, buscando el equilibrado camino del medio, nosotros antes de señalar las reformas educativas que desde ámbitos como la neurociencia y otros se están invitando a realizar a partir de los nuevos descubrimientos científicos de cómo aprende el hombre —con el peligro de que cada nueva teoría científica exija una nueva pedagogía—, queremos señalar lo que consideramos una de las causas principales del fracaso escolar además de la ya señalada del currículo oculto de un Estado descarriado del bien común.
Muchos autores señalan que una de las soluciones más radicales, nuevamente de raíz, sería recuperar nuestro deber y nuestro derecho de educar a nuestros hijos, recuperando el viejo adagio, «mucha familia, poca escuela», y liberar a nuestros docentes de la carga excesiva que hemos puesto sobre sus hombros, pues no se puede enseñar a quien no está mínimamente educado previamente en ciertas normas de educación que se van perdiendo peligrosamente: los modales de pedir las cosas por favor, de dar las gracias, de respetar a los mayores, de no hablar a gritos, o a golpe de taco. Enseñar matemáticas o lengua sin esos mínimos es imposible. Si somos incapaces de inculcar hábitos de responsabilidad y esfuerzo en nuestros hijos, no podemos exigir, clamando como lobos, que sean los docentes quienes lo consigan. En vez de exigirle a la escuela que cubra todas nuestras carencias y ausencias, quizá haya que exigir flexibilidad laboral en las empresas para lograr la conciliación de la vida laboral y familiar y recuperar a nuestros hijos de las guarderías los años decisivos de los niños o estar ahí cuando vuelven de la escuela.
Es tiempo de recuperar la potestad inalienable de los padres: la formación de la personalidad individual del niño y dejarles la instrucción a los profesores. Separar educación de enseñanza; pues la auténtica educación necesita la existencia de una auténtica y efectiva intimidad compartida que es la que puede y debe darse, por principio, en el ámbito familiar, intimidad que es condición indispensable para poder superar el egoísmo. Esa falta de familia, nos hace decir con Nelly, el fundador de la escuela Summerhill, emblema de las escuelas libres, que «la civilización está enferma y es desgraciada, y la raíz de todo ello es la familia sin libertad. […] No hay nunca niños problema; sólo hay padres problema. Quizás fuera mejor decir que sólo hay una humanidad problema».
Pero nuevamente nos encontramos con el laberinto: ¿dónde está esa familia amplia y acogedora, dónde el hogar donde construirse como personas si la familia ha quedado reducida a su mínima expresión? ¿Es posible recuperarla? La realidad es que nuestra sociedad somete a muchos de nuestros niños al abandono emocional mientras padres y madres se afanan en producir, a veces por pura necesidad en un mundo cada día más descabellado, y otras para labrarse exitosas carreras profesionales, que un machacón movimiento feminista ha alentado prometiendo a las mujeres liberarlas de la “carga” de la crianza, para esclavizarlas a renglón seguido a las empresas, a fin, paradójicamente, de poder pagar la custodia que rechazan, condenando de esta forma a los niños a un encarcelamiento opresivo y a una orfandad práctica.
Debemos recuperar ese deber que hemos delegado irresponsablemente, influenciados, quizá, por la cultura del no esfuerzo en la que vivimos; y recuperar ese derecho que las actuales leyes están intentando arrebatarnos por completo, poniendo en conflicto la “patria potestad” con el principio del “superior interés del menor” que debe regir toda la legislación sobre el niño. «El Derecho ha dado un colosal bandazo, porque la patria potestad ha pasado de ser un conjunto de derechos que tenían los padres hacia sus hijos, a ser sólo un conjunto de deberes. La figura de los padres se ha vuelto sospechosa. Se ha convertido en dogma la ocurrencia de Freud: “Hagan lo que hagan, los padres lo harán siempre mal”» (José Antonio Marina).
No podemos obviar por más tiempo que la tarea educativa empieza en cada uno de nuestros hogares y que para eso, «para que los padres sean esos “primeros educadores” que quiere el mantra buenista, hace falta, en primer lugar, una comunidad de vida en el seno familiar; y hace falta también que esa comunidad acepte sus responsabilidades. Pero si la comunidad de vida es supeditada a otros “bienes” (llámense “libertad individual”, “realización personal” o como se quiera) y si sus responsabilidades se subordinan a la consecución de tales o cuales logros vitales y profesionales, la familia ha dejado de existir, para convertirse en mera agregación humana (progresivamente desagregada, por lo demás).» Nos recuerda Juan Manuel de Prada. Si el núcleo familiar está enfermo, desmotivado, desunido, agotado, con problemas de comunicación y desautorizado por sí mismo… mal modelo educativo estaremos sembrando en los primeros años de infancia de nuestros hijos, que son los más importantes en el desarrollo humano para moldear la personalidad del ser, sus valores, sus deberes.
Si no lo hacemos, no tendremos autoridad moral para exigir al profesor que haga lo que no hemos podido hacer nosotros, y además le será imposible, pues carece de la autoridad para ello y formaremos parte del problema que hace que cada día crezca el número de niños que llegan a la escuela con retraso en su desarrollo, especialmente psicomotor, y que aumente el porcentaje de pequeños con diagnóstico psiquiátrico y tratamiento farmacológico, con problemas emocionales y de conducta. Seremos causa por nuestra dejación de los elevados índices de obesidad, pues no tenemos tiempo de cocinarles con amor, de comer reunidos como señala Ángeles Parra, en el estupendo número sobre la familia en The Ecologist, seremos causa del aumento de estrés, por la cantidad de tareas extraescolares a las que les sometemos para que triunfen en el mundo, pero no en su alma, y sin compensar siquiera con tiempo de calidad mirando el vuelo de una mariposa, favoreciendo la intimidad y la interiorización. Seremos responsables de su soledad y aislamiento, y el temido fracaso escolar vendrá a nuestra puerta, porque no les hemos invitado a leer y hemos preferido que el cuento cariñoso de la noche se lo cuenten los medios audiovisuales, que les hacen vivir en mundos virtuales, cada vez más veloces y les fragmentan y dispersan la atención, que, en efecto, sirve para la multitarea que demanda esta sociedad virtual y global preñada de vertiginosas revoluciones tecnológicas, pero que aleja la profundidad y la elevación de nuestro corazón. Si no les hacemos valorar el esfuerzo personal como vehículo de satisfacción y superación individual para lograr metas concretas, tendremos niños sin capacidad crítica y con una tendencia a la frustración ante el menor revés o dificultad, sin capacidad de diálogo, esclavos de un ego sin domar, con amor y con rigor, como universalmente se ha hecho antes de que las modernas pedagogías vinieran a contarnos como se educa al fruto de nuestro vientre. No basta amar a los jóvenes sino que se necesita una concepción recta de la excelencia humana.
Quizás es el tiempo de recuperar nuestra libertad de elegir y volver a habitar ese hogar, que Agustín López Tobajas define como el «microcosmos en el que se desarrolla la unidad familiar, locus mediador para la construcción de la persona y su integración en la comunidad, [y que] era una imagen del templo en el esquema de vida de los mundos tradicionales, [siendo] su cuidado una función sagrada, actividad demiúrgica cargada de significado y de belleza».
Si la familia recoge el guante de la educación, o lo que los expertos llaman socialización primaria —la formación del carácter—, y el estado realmente se plantea una educación democrática invirtiendo, como dice el profesor Luis Andrés Marcos, «en instituciones sociales mediadoras que posibiliten esa socialización primaria (familia, asociaciones deportivas no lucrativas, parroquias, clubs de barrio, asociaciones familiares, ateneos, clubs de jóvenes, bibliotecas, agrupaciones de medios de comunicación, culturales…), para que descarguen de tal tarea a la escuela y ésta pueda dedicarse con todo su empeño a lo que era y debería ser su función, es decir, lo que hemos llamado la socialización secundaria». Quizás así haya posibilidades de recuperar la calidad perdida y devolver a la escuela su función de despertar el espíritu crítico a través del conocimiento, hacia esa cultura que se asimila dócilmente cuando la familia y la sociedad inculcan sus valores, dando a cada alumno, a cada ser, la esperanza que le daba Séneca a su discípulo Lucilio cuando le decía: «Te deseo la libre disposición de ti mismo».
Beatriz Calvo Villoria
5 Comments
De los mejores artículos que he leído sobre la educación escolar actual…tarea harto difícil por cierto. Muchas gracias por describirla perfectamente por describir los problemas perfectamente y de forma no partidista…y cómo no! por proponer lo que sería un indicador por donde tirar hacia delante. Gracias, gracias, gracias.
Gracias María. Hay una segunda parte sobre nuevos modelos educativos, en el que está la no.escolarización, que personalmente es lo que considero más apropiado para educir lo más importante del alma humana. Te recomiendo el artículo que está en esta web la tortuga y la liebre, aporta la dimensión más espiritual de la educación: http://ecologiadelalma.es/agenda_viva/la-tortuga-la-liebre-arte-educar/
Excelente exposición.
Muchas gracias Antonio estuve tres meses investigando, hay una segunda parte que colgaré en breve.
Realmente leyendo tu exposición uno se da cuenta de que eso que describes es lo que realmente quiere el Imperio y no se equivoca, así que ya sabemos por donde va, no esta equivocado, lo hace «a conciencia», tiene muchos sociólogos, psicólogos…etc dedicados al tema.