La reina de la felicidad. La oxitocina
19 julio, 2016Cambio de mirada
8 octubre, 2016El verano se había instalado ya como rey absoluto de las sensaciones. El calor tórrido de la ciudad era un poderosa prueba para trabajarse la ecuanimidad, desapegarse de esa extraña sensación de que algo físico se derrite como lo hace el asfalto ante la rotundidad del sol de julio, pura justicia de un cambio climático, que cada vez era más evidente, incluso para los negacionistas. Viajé con una de las compañeras de la formación hacia Luz Serena y, una vez más, el viaje se convirtió en una oportunidad única para profundizar en lo humanos que somos, lo grandes y pequeños que todos somos. La grandeza por algo que nos trasciende y sobrepasa nuestro entendimiento y responde de las más variadas formas a nuestra llamada para encarnarla, probando nuestro discernimiento o nuestro engaño. Y lo pequeño por una irrisoria estructura egoica que pretende ponerle puertas al campo, al vasto campo de la conciencia.
Luz Serena volvió a aparecer después de esa curva que la resguarda y te avisa de que en la siguiente mirada el Templo mostrará sus puertas. Una curva pronunciada que te prepara para el primer beso visual, que después de estos seis meses seguía haciéndole cosquillas a mi alma, como si fuera el preludio de un apertura posible de la mirada que, por opacada que llegase, intuía o sabía, pues el alma puede recordar el futuro, que en algún lugar del recorrido temporal en los espacios de la Luz Serena, en la noche, o en el día, o en esos interludios cargados de poética cósmica, donde dicen que los brujos y los santos y los meditadores y los orantes se agazapan en sus posturas para atisbar la grieta entre los mundos. Interludios como cuando el sol le cede el firmamento a su esposa la luna y su cohorte de estrellas -agujeros en el vasto silencio de sus nupcias de noche, para que la luz del más allá inundé la pupila del que busca respuestas- O cuando la luna se recoge cada vez más pálida ante el fulgor de su amado consorte y se desaparece en su luz de la madrugada que la baña y disuelve por completo.
Intuía y esperaba intentando no esperar nada que a la mirada en algún lugar de su espacio desparramado entre pinos y rocallas se le caería repentinamente o dulcemente algún velo que descorriera la imponente y a la par sencilla y cotidiana realidad para reconciliarme con el mundo de nuevo. Para descansar, aunque fuera por breves instantes, en el oasis y volver al desierto del egocentrismo con el sabor del agua viva refrescando mis ojos, que algún día, quizás, convirtiese en valle fértil todas las dunas de mi búsqueda. Mientras esa irrupción fertilizase algún día mis geografías a mí me tocaba seguir preparando las acequias, desatascando conductos, elaborando cimientos; sin espera de fruto, callada la expectativa de que la gracia pudiese acontecer un día, como acontece la lluvia, desde el cielo, sin pretender que este esfuerzo trajera más que cumplir con mi auténtica naturaleza, sin esperar nada a cambio, pues la gracia era eso, gratuidad pura. Una acción misericordiosa de lo alto, un don no solicitado ofrecido a los hombres con independencia de su propio esfuerzo.
Allí estaban las puertas, abiertas, invitadoras, con sus senderos de grava que resuenan únicos ante la presión de las ruedas, como pequeñas y multitudinarias percusiones minerales, anticipo de las variadas que acontecen en Luz Serena a lo largo del día. La llamada de la comida con su sabor netamente metálico, la ligera de madera al despertar; la seca y honda de la entrada al dojo, como la de un árbol que hubiera sido rey en algún bosque privilegiado del planeta y pasará su vejez llamando al recuerdo. Ritmos y percusiones ritualizados, vivificados por el espíritu de cada residente del templo, que nos invitaban a dejarlo todo, como dicen de ese zapatero santo de Bagdad que cuando oía al muecín soltaba las herramientas y se precipitaba como si el mundo hubiese desaparecido para poder encontrarse con su amado Señor, su Amigo.
Sonaron las campanas de la primera llamada y ya ni soy capaz de recordar a que llamaban. El estado en el que el último módulo me había dejado, en el que había depositado mis esperanzas de cierta disolución de las estructuras de mi autocentramiento habían producido el efecto contrario, no por ellas mismas, supongo (eso tenía que investigarlo) sino porque su práctica había coincidido con la búsqueda de casa mientras vivía acampada con cuatro cosas en el salón de mi hermana y con ese calor inhumano que atonta los sentidos para no sentir que nos estamos friendo poco a poco. Durante las tres semanas que duró este módulo había constatado un efecto paradójico, totalmente inesperado, después de meses de atención en busca de más plenitud en la concentración y en la observación nunca había estado tan dispersa como en las dos últimas semanas. Fallos de atención garrafales que nunca había tenido en mi vida, como dejarme las ventanas abiertas del coche en el túnel de lavado me venían a acusar o de una vejez repentina o de un proceso que algunos maestros sufíes llaman cono la fase de los idiotas.
Vagaba por los calores de julio, por el asfalto ardiente de mi nuevo y urbano hogar con fallos de atención desconocidos para mí, y no podía negarlos, ahí estaban, avergonzando mi formación en Atención Plena, así que les abrí la puerta y me dediqué a observarlos, a perseguir a la atención, a ver a dónde iba cuando dejaba de atender a la vida, y dejaba la tarjeta de crédito en el mostrador de una farmacia, las llaves en la nevera. Pero sus recónditos escondites me impedían pillarla en su viaje a ninguna parte, al reino de las rumiaciones inconscientes, como si estuviera procesando algo que se me escapaba. Así que acepté esta nueva corona de los idiotas que decía aquel maestro y asumí esta nueva torpeza en el momento menos adecuado para aparecer y desbaratar las impecables estadísticas que el consejo científico estaba haciendo de los efectos del MBTB sobre el aumento de la atención plena. Siempre tiene que haber excepciones y a mi personaje, que le gusta brillar, le venía bien esta broma de mal gusto al final de nuestro recorrido. Pero fui incapaz de confesarme ante mis compañeros y ante Dokushô en la exposición de los obstáculos y beneficios, que se hacía al inicio de cada sesión. Por un lado por vergüenza, porque ya hablo demasiado de mis procesos en las crónicas de este viaje, por otro lado no quería desacreditar el método con mi paradójico efecto de haber perdido toda la atención cosechada durante meses. A cambio conté un obstáculo que había tenido practicando la meditación de atención abierta.
Sentada en el cojín denso del sonido de las chicharras en plena casa de campo, bajo la copa achicharrada de un roble mediano, me senté a practicar la primera y dulce parte de esta meditación en la que la espiración se convierte en el suspiro simbólico de un dejarse ser en el espacio circundante, como un derramarse con cada bocanada de aire expulsada; como un soltar cada una de las tensiones detectadas por ese sonar sofisticado que es la atención cuando está plena. Soltarse y fundirse en una operación alquímica, navegar en la ola del aire que expulsa los desechos y desembocar en el aliento compartido de todos aquellos árboles que de pronto empezamos como a mirarnos mutuamente. El bosque, yo, la conciencia del yo que observaba cada árbol y cada espacio entre cada árbol. Empecé con el recurso físico de enfocarme en el vacío espacial entre los fenómenos, entre las hojas, entre cada árbol, pero sobre todo en ese espacio anchuroso donde no solo cabía ese bosque que abarcaba mi vista abierta sino el espacio que intuí, por resonancia, estaba abrazando en ese mismo instante todos los bosques, como decía Dogen “la pupila puede abarcar sólo dos o tres cosas a la vez, pero la conciencia kármica contempla centenares de asuntos” y allí acontecían muchos y variados.
La mirada se fue relajando lo suficiente como para poder ver cada árbol y el bosque al mismo tiempo y el espacio vacío entre ellos. Esa escena fenomenal empezó a sincronizarse con un espacio vacío en mi mente, un vacío por el que acontecía o se asomaba tímidamente la comprensión del campo unificado del que hablaba Dokushô. Todos los fenómenos que era capaz de abarcar sin pretender abarcarlos estaban realmente cosidos por una argamasa invisible, intangible, pero sensible a la conciencia. El vacío era el lienzo detrás del que cada árbol había caligrafiado el espacio como superponiendo su volumen, pero por momentos, cuando mi mirada se desenfocaba de la búsqueda de nitidez y se hacía como amplia y relajada el árbol pareciese que quisiese desaparecer de sus vestimentas más sólidas y mostrarme primero su intimidad de energía, hecha de un telar infinito unificado de átomos vibrantes, para desnudarse en la siguiente fracción de segundo y mostrarme que detrás de esa vestimenta, la ropa, ya interior, de una red de energía, había todavía una desnudez aún más arrebatadora para los sentidos: como una nada, porque nada podía decirse de ella para asirla. El lienzo siempre blanco, que de tan real que era atravesaba las formas para mostrar que era una extraña unidad con cada una de ellas, que eran inseparables, que acontecían al mismo tiempo como una unidad indiferenciada.
Sentí como un chasquido, como cuando Dokushô nos hizo observar los esterogramas con el ojo mágico en el módulo anterior, que permitía ver profundidades ocultas para el ojo ordinario en una imagen, y la presencia de esa comprensión de multiniveles ocultos o insertos unos en otros empezó a enseñar sus galas y su verdad me sobrepasaba, así que, en cuanto la tensión de no poder acoger tanta apertura acontecía podía observar también como se cerraba la grieta por la que miraba que la forma es vacío, el vacío es forma y comprendí la enseñanza de Dokushô de que en este tipo de meditación no se puede pretender asir, conducir la experiencia. Es realmente un acto de entrega y de soltura del lado más femenino de la conciencia. Pura receptividad, de quien no quiere nada, pues todo es ya en su seno, sin tener que exteriorizar ningún movimiento, ser un plano inclinado que todo hace rodar hacia el centro.
Ese no hacer bendito estaba fuera de mis posibilidades y observaba como se cerraba la puerta del misterio recordando las palabras de P. Evdokimov “No es el conocimiento lo que ilumina el Misterio, sino el misterio lo que ilumina el conocimiento. Conocemos gracias a lo que nunca conoceremos.” Así que con humildad me desapegué de un dulce para el que no tenía sistema digestivo. Confiando que si tenía que llegar el día en que el misterios se pronunciase con la rotundidad de su certeza no sería por ninguna operación mía, por mucha destreza en la tecnología de turno que estuviese utilizando, que había un umbral en el que la gracia acontecía y resolvía el puzlee; que el grano oculto brotaría y se haría fruto cuando correspondiese a una economía de lo divino que yo no alcanzaba. No tenía ninguna intención de violentar la puerta sagrada del corazón y menos con una práctica secular, que no me daba las garantías iniciáticas para habitar sin riesgo en estas latitudes de deconstrucción del yo.
Recordé las enseñanzas budistas de Marco Pallis, mientras el bosque volvió a ser bosque, que entroncaban con un aspecto de mi perspectiva de esperar sin esperar, pasiva, femenina ante la gracia, como una última acción misericordiosa de lo alto, que descorriese el velo de la alcoba. La gracia como un don no solicitado, ofrecido a los hombres con independencia de su propio esfuerzo capaz de saltarse el designio inflexible de la ley de la causa y el efecto. Una sobrenaturaleza irrumpiendo en las leyes inexorables del universo manifestado. ¿Era eso posible? ¿Había espacio en el budismo, en las meditaciones que estaba desarrollando para ello? Para mí, en este punto al que siempre llegaba, en el que velo adquiría cierta trasparencia, pero me impedía el paso, confiaba más en eso que en mis propias fuerzas. Y no podía olvidar que yo estaba en Luz Serena por un extraño ardid del destino, que me forzaba continuamente a tender puente entre doctrinas, entre imágenes maravillosas de distintos colores de la Realidad Una, que traducían la luz incolora.
Puentes, cada vez más difíciles de ejecutar, entre métodos que estaban determinados por sus sabidurías correspondientes a ser aparentemente diferentes y que yo estaba practicando con un cuidado exquisito para no traicionar a ninguno, pero que iban adquiriendo a medida que se acercaban a la cumbre un aroma inconfundible por la concentración de su esencia y me dificultaba evitar una mezcla que nunca había querido que se produjese, para no caer en un sincretismo indiscriminado. Con esta formación el reto era mantener el equilibrio entre no cuestionar la singularidad de cada voz y el atreverme al mismo tiempo a superar el dogmatismo, la cerrajón conceptual, pero sin producir un híbrido que genera interferencias posibles y lo que es peor que está imposibilitado para dar fruto.
Mi alma buscaba conciliar cada día la perspectiva impersonal del budismo, que expresa la meta suprema como un estado de iluminación al que puede acceder hasta la última brizna de hierba, un estado buscado a través de la meditación con la perspectiva personal de las religiones teístas que concibe la meta suprema con el Nombre de Dios, una Persona con una serie de atributos metafísicos de infinitud y absolutez, con el que se puede dialogar, al que se puede nombrar, invocar para que una palabra suya sane y salve, aunque la perspectiva semítica no niegue a su vez la inclasificable esencia del sobre Ser, más allá de Ishvara, la deidad no calificable.
Ambos modos de expresión el personal y el impersonal y que el hinduismo concilia a la perfección empezaban a ser una dificultad para mi alma. Me venían una y otra vez las palabras de Fritjof Schuon “que la unidad de las formas religiosas debe realizarse de manera puramente interior y espiritual, sin traición a cualquiera de las formas particulares.” Y yo me sentía cada vez más en un berenjenal, en una pequeña traición a practicar por la mañana media hora de meditación en busca del vacío, después media hora de oración en busca de la presencia, ora en una pedagogía donde el Nombre de Dios era un objeto mental a desechar, ora otra en la que el Nombre de Dios era el Nombrado que ordenaba el mundo para poder habitar el Reino.
Un estrechamiento del camino empezaba a angostarme. Las formas me señalaban su dominio, una forma ocupa su espacio y desocupa a cualquier otra forma, koan para el que desgraciadamente no tenía el alma realizada para trascender, aunque estaba perdidamente enamorada de todas esas formas, esos colores en lo que la luz blanca se reflectaba para iluminar el mundo de verdades, de olas que con un ímpetu inusitado rompen en las costas de lo humano para su Recuerdo y sobre las que se podía regresar cuando ellas en forma de corriente vuelven al océano que las impulso, por debajo del nivel de la propia ola, hacia lo profundo.
Así que la palabra «gracia» aparecía en mi campo de experiencia a cada paso ejecutado en esta meditaciones supuestamente aconfesionales, pero que habían sido diseñadas para el despertar, lo que me hacía ser prudente una y otra vez cuando la puerta sin puerta de la meditación se abría para mostrarme las bellezas de la amada sabiduría, y me tenía que retirar pudorosa de contemplar su desnudez total, que anhelaba amar desde el principio de los tiempos, pues mi ardiente sed se conformaba con una mirada fugaz que me arrobaba ya que no alcanzaba a quitarle el vestido. Sentía que la gracia correspondía a toda una dimensión de la experiencia espiritual que se halla presente en toda religión, aunque el neobudismo quisiese negar esa dimensión por un voluntarismo extremo del proceso de iluminación, pero en términos budistas ningún poder humano, por muy dilatado que sea, puede ser proporcionado a la esencia de la iluminación, de ahí la necesidad metafísica de una sobrenaturaleza. De una palanca trascendente que moviese la piedra del ego, el ladrillo imposible de pulir, sólo que la sabiduría budista no había dado a la idea de la gracia la misma forma que ha recibido en las doctrinas personalistas y teístas de procedencia semítica que ven la Gracias como el poder de atracción irresistible de la Verdad.
Esos eran los continuos puentes que mi alma debía crear, el Buda nunca habló del Más Allá, alrededor del que yo giraba como una polilla en la noche del más acá impermanente. Acaso levantó una flor y la hizo girar entre sus dedos haciendo silencio sobre la naturaleza de lo último. Un silencio de una elocuencia que no negaba a mi amado Dios, sólo que no lo nombraba, pues lo inexpresable no tiene nombre, aunque para los sufíes o los cristianos ortodoxos decir su Nombres es la miel que derrite el corazón endurecido. Pero el Buda y su silencio estaban derritiendo el mío y mi corazón intensamente devoto clamaba de amor por su sabiduría y clamaba de amor por Dios, tenía dos amantes que eran en lo profundo sólo uno, pero conciliar las visitas estaba siendo arduo, todavía no sabía cuánto…
«Un Dharma universal encierra todos los Dharmas. Una luna se refleja en muchas aguas; Todas las lunas en el agua llegan de una luna…. El cuerpo del Dharma de todos los Budas ha entrado en mi propia naturaleza, Y mi naturaleza llega a ser una con el Tathagata. Un nivel contiene completamente todos los niveles; No es materia, mente ni actividad.»
Dokushô confirmó la experiencia que relaté y mencionó que esto que me había sucedido formaba parte del proceso, que el fenómeno y la esencia no tienen diferencia, que la maestría venía de asomarse a ese umbral que se abre y ver como se cierra por falta de estabilidad y seguir ensayando existencialmente el mantenerse abierto a la experiencia de la vacuidad.
Como apenas había podido disfrutar de las meditaciones del módulo cinco de atención abierta al campo unificado y al vacío poco más pude aportar. La mudanza se había llevado parte de la energía, el calor había robado otros galones de la pócima de energía de la que siempre había bebido y el climaterio o menopausia daba sus primeros pasos en las texturas de mi cuerpo capturando energía, poniendo patas arribas los procesos hasta ahora ordenados del baile misterioso de las hormonas femeninas. Así, que salvo esta experiencia y un paseo por la naturaleza en la que el campo unificado mostró todas sus galas, poco podía aportar al grupo y a esta crónica.
Paseaba de nuevo por la casa de campo, el refugio que mi montaraz herida buscaba para olvidar que Madrid ruge de coches a cada instante. Estaba atardeciendo cuando de nuevo una puerta que no tenía puerta me permitió fugazmente ver más allá de todas las partes a la vez, e intuir de refilón el tejido indisoluble entre forma y esencia, entre samsara y nirvana. Toda brizna de hierba agostada y cimbreada por la brisa del atardecer que se desplegaba antes mis ojos era como un fragmento de espíritu puro, refulgía más allá de ella, como perlas de un tesoro, como un espejo en el que se reflejase un único verso que se repitiese en la miríada de diversos tipos de hierbas.
Espigas delicadas y flores de cardo rosada bailaban ante mis ojos como espíritus de Dios, dialogando con mi receptividad a su belleza, como una invitación a entrar en la íntima morada donde lo ordinario es extraordinario, donde, como dice un amigo, “acontece un conocer renovado, la irrupción de un trama de ser más intensa y real que arropa al hombre y de la que este participa”. Fulgores de atardecer que se evanescían mientras estallaban en la pupila como mensajes del infinito y se hacían al mismo tiempo un pasado a cada ahora. Hierbas que eran la tierra misma expresándome su canto de planeta volando en la inmensidad del vacío cósmico. Y esa conciencia presente en todo, que se resistía a mi mirada, que intuía como fuente y que algo me impelía como a querer sorprenderla mientras ella contemplaba.
No se desde que extraña atalaya más allá del tiempo, más allá del espacio intentaba convertirla también a ella en sujeto de su contemplación, la conciencia consciente de sí misma, pero sólo alcanzaba a percibir mi cuerpo como si fuera otra cualquier hierba, confundida, entretejida con el pasto, con la tierra, las estrellas y los diez mil mundos que, aunque intuía, no podía abarcar por la cerradura de mi sistema a la Verdad y aun así, por esa estrecha cerradura algo me susurraba ser hija del instante y me incitaba a comprobar si la totalidad de la existencia se había posado en aquella brizna del camino de vuelta a casa. Expansión. Bendita tarde de chicharras.
Mis compañeros de viaje, tan queridos ya a estas altura del recorrido, habían experimentado cosas parecidas y Dokushô demostraba su sorpresa al constatar que experiencias de comprensión sobre la interdependencia de los fenómenos que costaban años a muchos meditadores zen avezados, en tan sólo unas semanas, personas que no tenían esa trayectoria eran capaces de incorporar el sabor del campo unificado de la experiencia o la transitoriedad o la intuición de que en el fondo todos los fenómenos son iguales en espíritu, en su esencia. La Escuela siendo una propuesta secular pareciese que bebiese de una fuente atemporal. Este mindfulness basado en la Tradición budista bebía de una savia que nutría despertares. Mi creencia acerca de lo que es un camino recto o no tenía nuevas realidades que explorar.
Sabía que el espíritu sopla donde quiere, pero también sabía que eso era lo más excepcional, que lo normal era recorrer pacientemente el camino hacia el Corazón a través de una Vía probada, trasmitida maestro a discípulo. La trasmisión de una verdad intemporal que desde distintos sectores cósmicos de la manifestación de lo real se derramaba como agua lustral en cada época de oscurecimiento. Aun asombrándome como Dokushô de estos vislumbres sin necesidad de años de refinamiento de la conciencia creía seguir viendo la necesidad de un marco tradicional, de una traditio, una trasmisión de sabiduría, método y virtud, recta forma de vida, para que esas semillas de intuición prosperasen en realizaciones tangibles en la vida cotidiana, en forma de mayor nobleza, mayor cuerpo virtuoso, no como moral sino como eclosiones de la belleza de la verdad en el alma. Pero no podía negar que la savia de la tradición budista operaba en esta práctica secularizada no solo para calmar al alma, lo que sería un uso demasiado moderno de la meditación, calmar al ego en vez de deconstruirlo en su ilusión, sino que producía atisbos de la verdad vehiculada por el budismo.
Intentaba ver cómo eso era posible ya que la ortodoxia decía que eso era muy difícil sin un marco con todos los elementos, maestro, vía, visión…. Y pude observar, a lo largo de este módulo final, como la Escuela de Atención Plena estaba regada por esa savia que había pasado previamente por las venas de su creador, Dokushô, representaba para la Escuela, igual que para el Templo Luz Serena, un corazón fuerte latiendo la trasmisión de maestro a discípulo de una experiencia incomunicable que él había hecho florecer en una nueva arquitectura secular, aconfesional decía, pero que para mí era la confesión de toda una vida dedicada, con sus aciertos y sus desaciertos. La Escuela estaba revestida de muchas de las potencias que el zazen, el cojín, el sencillo trono de hierbas que el Buda pertrecho para sus seguidores, habían convertido en este monje maestro en actos de sabiduría, intuición y ejecución en el plano de la materia.
Sus dotes de organización, cuando explicó el sistema ideado para desarrollar la Escuela, nos dejó a muchos apabullados. Su faceta organizativa se expresaba como un árbol que despliega en un alarde de síntesis cuarenta años de práctica en ramas perfectamente sincronizadas unas con otras, en una matemática precisa de los organizativo, de lo colectivo, de lo que crea comunidad. A la par que se podía entrever una musicalidad poética de lo intangible, y un arte de maestro, ese que deja abierta la puerta de la cavidad de cada rama, de cada Consejo, científico, docente, comunicativo, asambleas generales, supervisiones, contabilidades, administraciones varias, para que quien quisiese ser savia y nutrir la letra con su espíritu se pudiese vestir el árbol entero que él donaba, por una actualización de la enseñanza, que cada uno debe de hacer para florecer, y que él estaba desplegando con su esquema, ya no de templo, ni de monasterio sino de escuela para enseñar rudimentos meditativos para una ingente cantidad de seres que deambulan por el occidente moderno sangrando heridas mal curadas, nunca cicatrizadas, por saber que el día de la muerte no podrían decir como el poeta he vivido acorde a mi real destino.
En esa exposición de la estructura de la Escuela sentí que su donación de tiempo y energía, de Vida era lo que hacen los grandes hombres que se sacrifican para dar de comer a lo colectivo de su propia sangre, de su propia carne, que él como hombre ordinario de retrete y estornudo hubiera preferido dejar a descansar en la dulce cama de las canas de quien ya ha dado mucho y se retira a lo que es más fácil, la enseñanza que mana sola de su práctica comprometida durante toda una vida y escribir y sacar poemas de la textura de la luna, y plasmar en imágenes lo que no le cabe a la palabra. Pero los hombres de genio y figura tienen el difícil destino de la entrega, del negar su propia voluntad por la voluntad de un Agente que les trasciende y que a través de su subjetividad escriben la historia del devenir de lo humano.
La Escuela pareciese venir a responder a mucho sufrimiento aposentado en las vidas cotidianas de la inmensa mayoría secular, incapaz de asumir un pacto iniciático con ninguna tradición, que exige poner a morir al ego con herramientas de “ciencia fricción” y que supera la resistencia de las débiles estructuras psíquicas de los hombres contemporáneos, que vienen rotas por tanto desarme de lo que confina y refugia al alma, en los planos de los cotidiano: los principios que edifican, las dosis de amor necesaria como pan de cada día, en la pareja, en las relaciones filiales, en las relaciones vecinales, políticas, espirituales….. Ausencia de Luz y Calor en tantas vidas. Dokushô nos proponía ser escuela, ser comunidad de un vestido diseñado desde las entrañas, nos proponía esfuerzo y sacrificio elegido desde la pequeña libertad que cada uno pudiésemos haber conquistado a nuestros condicionamientos cognitivos.
Dokushô se me presentó en este módulo como la metáfora que da título a esta crónica: el vuelo del águila, que él había desplegado durante toda la formación y que finalmente sintetizaba como la expresión del objetivo último del cultivo de la Atención Plena. Una atención abierta y una atención concentrada al unísono, en un único verso, un universo donde la plenitud es útero de la semilla de la observación indagadora que penetra el objeto sensorial, emocional, mental, espiritual. Su creación de la Escuela era el vuelo de una experimentada y vieja águila capaz de disolverse en la clara luz de la conciencia en vuelos altos y majestuosos, en los que la luz del sol por su cercanía pareciese borrar el mundo, en apariencia. Con sus haikus, sus expresiones existenciales nacidas de un Zen que se había hecho caminar, cocinar, amar, el vuelo del águila se hacía solar, se hacía esencia irradiadora, se hacía uno con el espacio vacío, que propicia su vuelo de altura, pero también era él el águila capaz de vislumbrar cualquier pequeño fenómeno correteando por el bosque de la tierra, pues el águila por muy alto que vuele no deja de ser capaz de volver a cualquier fenómeno que acontezca allá abajo, un diminuto ratón, comida de mediodía. Para él no hay distancia entre el cielo y la tierra que habita de una sola vez con su mirada integrada, integradora.
Tan pronto le veía volar y desaparecer de mi mirada, como le volvía a ver regresar a explicar con la misma precisión que había nombrado con poética el vuelo de la clara luz la necesidad de un tesorero que administrará desde la escobilla del váter, que tiene la naturaleza del Buda – insistía-, o manejar con destreza la presión que una parte del grupo empezó a sentir a medida que nos explicaba la dinámica de la Escuela. El mundo con su solidez se presentó ante muchos ojos como una estructura pesada, apareció el fenómeno de la pesadumbre, del susto y la exigencia de tener que ser savia de una nueva estructura, “si apenas puedo alimentar mis propios árboles plantados en la tierra de lo familiar, de lo empresarial, más compromiso, más entrega…”
Verle modular el vuelo de sus alas para adecuarse a esta contracción de un campo de experiencia que hasta hacía unos instantes estaba totalmente abierto, ver como respondía a cada necesidad expresada, a cada carisma, a cada circunstancia vital desde sus propias necesidades de ayuda a una escuela que necesitaba carne para su esqueleto me enseñaba el transcurrir de su camino del medio. La Vía de lo grande y lo pequeño. El vuelo en el misterio del halo luminoso de una perla y el vuelo en los pucheros de lo cotidiano, que él había recorrido plenamente integrando todo lo que su ola oceánica había decido ser en esta vida, desde su evidente hombría sureña, amante de lo femenino sobremanera, a sus talentos donados por la gracia del karma, a su responsabilidad de maestro, al hecho de haber sobrevivido a la creación perpetua de un monasterio inexistente durante décadas, salvo en su corazón; de haber dirigido un templo donde miles de personas después de probar el néctar de la meditación zazen habían seguido otros caminos.
Poeta, escritor, fotógrafo, músico, hombre de taco y vino… Dokushô se me presentaba sencillamente como el cuerpo realizado del estudio de la Vía y el resultado de diligentes esfuerzos repetidos sin cesar, un titán de andar por casa que había querido donarse en una joya cincelada por las ocho facetas del budismo con el fin de salvar a todos los seres. Su sacrificio me produjo una intensa compasión, cuando su parte ordinaria, más humana, mostró su desbordamiento de tareas. Empaticé con su carga y mientras mi ego me decía “ni se te ocurra comprometerte con otro proyecto más, que ya tienes suficiente y este quizá no es el tuyo”, mi voz se alzó para ofrecer ser savia, mientras mi estómago somatizaba la osadía, pues algo ya intuía de la incompatibilidad de mis amores.
Dokushô manejó la presión que el compromiso producía en algunos plegando lo que algunas amigas decían que era su necesidad oculta de ayuda, inconsciente y que se expresaba en el nivel no verbal e insistió en la libertad total de compromiso o no, en la perfección del momento vital de cada uno. Estar rodeada de psicólogos y terapeutas durante estos meses me había hecho ser sensible a un lenguaje psicológico que a veces clarificaba y a veces empañaba mi percepción constriñéndola en cierto psicologismo. Me veía interpretando en clave psicológica algunas de las intervenciones de mis compañeros y las mías propias. Que si neurosis, que si proyección, individuación…
Pero más allá de estos constructos que quieren reducir todo a al ámbito de lo psicológico, como si el ser con sed de eternidad pudiese contenerse en ningún frasco, con el peligro añadido, además, de reducir el espíritu de la vida a lo estrictamente cognoscitivo allí, en ese dojo, ante mi corazón en busca perpetua de respuestas había una colectividad humana, una confluencias de olas existenciales emergiendo del océano de la Conciencia, mostrando la cualidad única de su espuma, esa que sale cuando friccionas con la vida, y desde la atalaya de mi ola, las escuchaba como quien contempla el mar, rugiendo allí, rompiendo ahora en aquella roca, ahora en esa otra, observando que la presión que cada uno tenía en su interior ante el compromiso que parecía una exigencia, como bien dijo uno de los compañeros, se proyectaba hacia afuera, pues dar cuenta de que toda tensión, presión, contracción es en última instancia un sí a la tormenta creada por un alma que ignora, una consecuencia de todas las heridas que uno lleva encima, de las carencias, las ausencias, pues la ecuanimidad libera de cualquier presión externa si incluso la hubiere, la libertad interior, la santa indiferencia libera de toda condición, pues uno no recoge los regalos del samsara. Pero como decía Yoka Daishi “la naturaleza real de nuestra ignorancia es la naturaleza de Buda”.
Así que todo era perfecto aunque el ambiente hubiera cambiado significativamente. El vuelo del águila había bajado en picado hacia la realidad densa de las estructuras necesarias para sostener el proyecto de Escuela. Muchos sintieron la amenaza, la exigencia de nuevos compromisos. Y sus olas se congelaron por momentos, el fluir del agua de la vida se hizo piedra en los constructos cognitivos de cada uno, en los sesgos perceptivos y atencionales que cada uno edifica para su defensa. Muchos estaban allí presentes no ya como olas sujetas a la plasticidad del océano sino como arcilla hecha vasija, como bloques exclusivos y en defensa de territorios. La subjetividad de cada uno se volvía de pronto monolítica, cada uno intentando objetivar al otro con objetividad y distanciamiento para no caer en estériles enfrentamientos, pero habíamos perdido la unidad de hacía un momento, mientras el yo y el otro intentaban explicarse yo me preguntaba ¿Cómo alcanzar la integridad de ese Ser oceánico que se expresa en cada uno de nosotros, cómo romper la vasija y volver a ser arcilla maleable que aún no ha construido la frontera?
Salí removida e indagué de donde venía, ¿será la neurosis que comentan los compañeros o una fracción de mi angustia vital que se ha escenificado en los miedos que cada uno habíamos sentido ante el reto de ponernos a hacer realidad la motivación con la que empezamos la primera dinámica de esta formación y que habíamos repetido como un mantra a lo largo de seis meses, “que yo y todos los seres seamos felices”? Después de meses de recibir ¿Era el tiempo de dar? De dejar de centrarse en el control seguro de la esfera personal, del que siempre recibe, como decía una compañera, y pasar a madurar, a conocerse en el proceso de la enseñanza.
Cada uno se enfrentaba a sus propios límites ante el espejo del compromiso, ante sus propias circunstancias vitales y yo tenía las mías presionando en ese momento a la altura del pecho y la garganta, podía yo enseñar meditación si la oración era el método que me había llevado de vuelta a casa, o por lo menos a sus alrededores. Desconocía si era una transferencia de la tensión del grupo, mi alma es muy sensible, o era cosecha propia, pero cómo saber dónde empieza el yo y donde empieza el yo del otro. Busqué ayuda para ir descartando desde lo más periférico y psicológico preguntando a una profesora de psicología qué era la neurosis, esa palabreja que tanto se usaba; obsesión me dijo, algo no resuelto que se rumia y presiona por ser integrado. Pero no era la respuesta que buscaba ni la que explicaba mi estado.
Quería la de Dokushô, pero era tan consciente del esfuerzo cotidiano que realiza en los módulos que no quería molestarle con mis dragones, pero este parecía venir desde lo profundo, nuevo y a la vez antiguo conocido. ¿Era quizá ese que custodia la cueva del corazón, la sede del intelecto que permite penetrar la realidad y ser una con ella integrando todo en un silencio elocuente de comprensión y amor? O simplemente las espinas del berenjenal que empezaban a hacerse sensibles, dos pedagogías, dos caminos, cavando en dos pozos de agua, iguales sí, pero que dividían mi esfuerzo. Todas las lunas en el agua llegan de una luna….Sí, sí, pero algo se resistía a habitar existencialmente la trascendencia metafísica de las formas.
No sé si era esta duda de estar jugando con lo sagrado, sin tener la altura metafísica o no sabía si era de nuevo ese dragón ignorancia que se resiste a morir, bien ennegrecido de muchos años de estar en la cueva sin luz, atesorando cada una de sus escamas endurecidas por hábitos de repetición erróneos. ¿O era el alma del mundo a la que estas prácticas dejaban la puerta abierta? No sabía nada, cada vez sé menos, de hecho, pero su emerger de la cueva sacudía las paredes somáticas de mi garganta y como siempre venía con su amenaza de quebrar las estructuras cognitivas de refugio, de control, venia buscando algún cráter abierto por el que soltar su lava, pero la puerta nuevamente se cerraba ante el miedo que su presencia me imponía. Podía ser prudencia, todo el lenguaje psicológico recién adquirido reverberaba como amenaza, recordaba las historias y los artículos de psiquiatras y psicólogos reputados que hablaban de los efectos no deseados de la meditación. De esa capa delgada que separa el reino de las sombras que puede romperse de repente. Prudencia ante un magma de angustia existencial que clamaba de nuevo desde la dimensión más óntica, pero con todas las adherencias de una vida y que no tenía capacidad para atender todas sus demandas, sus miserias.
Mi querer comprender me ponía en esa situación, como dicen los sufíes, esta situación es la del hombre ordinario presa de las hipótesis, temores, y continuos cálculos de su imaginación. No sabe que todo lo que sucede tiene un sentido y un lugar en el orden universal querido por Dios. De ahí, que la única actitud válida sea la del abandono de sí mismo a la voluntad divina, soltar la propia del hombre ordinario que es presa de hipótesis, temores, cálculos de su imaginación. Cuánto anhelo de bucear al punto de buceo más profundo, donde las olas se calman de sus espumas. Donde por fin te enteras de todo del criterio de verdad respecto a tantas creencias y opiniones, pues sólo es verdadero lo que apunta a unirlo todo en un todo de corazón imperturbable, donde lo que conoce -el alma intelectual- queda asimilado a aquello que conoce.
Mi intelección estaba borrosa por la ignorancia y finalmente busqué claridad en la puerta de Dokushô. Mientras iba hacia su puerta recordé de las primeras veces que solicité su ayuda como Kulamitra, “amigo de bien”, hacía ya 26 años. Mis lágrimas eran mucho más abundantes que las de ahora y no podía articular palabra y él me propuso sacar nuestras respectivas flautas y sentarnos afuera en sendas rocas enfrentadas. Yo soplaba con mi caña herida de separación unas notas robadas al alma y él contestaba con la suya unas notas de maestro, vivaces, profundas, zen. Así estuvimos durante un tiempo que borró el tiempo lineal y aún guardo las palabras de sus notas y el recuerdo de las mías rotas
Habían pasado 26 años y no parecía que hubiese avanzado mucho, las tendencias del alma son viejos surcos que atraviesan múltiples vidas perpetuando sus inercias, hasta que se agotan ante un súbito despertar y uno ya no intenta apartar las ilusiones ni encontrar la verdad como dice el maestro Yoka. Pero evidentemente no era mi caso, el karma seguía su curso sin permitirme descansar en la paz del corazón, y yo como un buey seguía hacia delante aceptando mi pobreza espiritual del que nada puede. Dokushô me miró como miran los que han mirado muchas almas angustiadas ante la presión de la práctica y miró para ver que el problema era el mismo de siempre.
De nuevo un exceso de racionalización me bloqueaba el paso. Me vino un súbito recuerdo cuando viviendo en Luz Serena durante algunas semanas Dokushô me quitaba los libros que ávidamente cogía de la biblioteca uno tras otro, como para cruzar el puente a través de las palabras y él siempre me recordaba que sólo el corazón de la práctica podía cruzarlo. Él reconocía que podía ser excelente para algunas cosas y que eso me permitía ordenarlo todo, pero que la vida no cabía en ninguna conceptualización. Que dejase de ponerle nombre y categoría a todo y permitiese a la Vida, con mayúsculas, expresarse sin contornos, expandirse en ese vacío que había saboreado fugazmente a lo largo del módulo. Simplemente ser eso que acontecía.
La clave era de nuevo la confianza, soltar el aferramiento al miedo a soltar, entregarme a un no hacer nada con lo que ello por sí mismo se expresaba. Morir a mis creencias sofisticadas y eruditas, imaginaciones de dragones y princesas, abandonarme a lo que pedía ser experienciado, morir a mis palabras armaduras. Lloré porque lo femenino está hermanado con las aguas y porque debajo de ese supuesto raciocinio sólo había una intensa emocionalidad oceánica, visceral e inaprensible. Dokushô me recordó que yo era el Buda, Dios, el Agente que en mí sabría resolver esa fuerza que quería expresarse. Que confiase y no temiese y aunque la prudencia no me abandonaba: “abrir la puerta a cualquier experiencia no es lo que se enseña en mi camino” me entregué a la confianza que marca el Camino.
Después de hablar con Dokushô, con las lágrimas frescas del alivio de ser escuchada caminé hacia el dojo recordando las palabras de Hsuan Chuen:
«Las reacciones físicas y mentales vienen y van Como nubes en el espacio vacío; El egoísmo, el odio, y la ignorancia aparecen y desaparecen Como burbujas en la superficie del océano. Cuando realmente lo realizamos, No hay distinción entre la mente y la cosa Y el camino al infierno instantáneamente se desvanece. Si esto es una mentira para engañar al mundo, Mi lengua puede ser cortada para siempre.»
Así que mi camino al infierno se había desvanecido cuando entramos en la última meditación de regalo. El cierre de la formación iba a tener una guinda inesperada, era mi esperado momento para desembarazarme de ese velo que siempre busco descorrer en Luz Serena, para vivir en una trama de ser más intensa y real, aunque sea, como decía Dokushô, para poner el papel higiénico consciente de que la Vida está dejando el papel y que todo es un hacer sagrado. Ver las diez direcciones en un átomo de polvo y de no confinarlas a un átomo de polvo. Tener un cuerpo que es el universo entero, mover la cabeza como si la elipse de la luna dependiese de nuestra delicadeza en moverla, o de nuestra fuerza al caminar la vía láctea se construyese a cada instante.
La meditación se convirtió en una bendita oportunidad para hacer carne esa operación sublime de soltarse, cada respiración se convirtió en un verdadero viático, cada expiración era un suspiro de tanto yo. Poco a poco todo se fue diluyendo, la confianza abría el camino, soltarse, soltarse más allá de la frontera del yo, y de pronto, dulcemente, el dojo se iluminó por la clara luz de la conciencia, el velo que opacaba su belleza se descorrió y todo se volvió sencillamente sagrado. El brillo de su luz serena aumentó cuando por un instante la consciencia se hizo consciente de sí misma y ese instante de fulgor hizo que el campo de la experiencia se volviese un campo indefinido de infinito. Fue un instante, luego las montañas volvieron a ser montañas, el dojo volvió a tener cuatro paredes y recordé que lo decía un santo que «no hay más velo (entre Dios y los hombres) que el tiempo». Que la semilla plantada por el maestro necesita de la oscuridad y la dulce espera de la lluvia repentina, que cala desde el cielo la tierra preparada en el humus de la paciencia, la perseverancia y la confianza.
El paso del tiempo en Luz Serena, una vez más, se había convertido en el descorrer el velo de la alcoba, poco a poco, hora a hora, desierto a desierto, a cada día su afán, descubriendo una belleza de su cuerpo inmaculado, un trozo de su cabellera y una verdad oculta que clama desde la oscuridad de su cuerpo sagrado por ser descubierta, amada e integrada. Bien cierto que era sólo una palabra de su cofre, pero que hacía señas antes de recogerse de nuevo en el tálamo nupcial, para el cual yo no tenía aún dote. Volver a su escondite dejando el sabor de todos sus secretos en un pequeño signo, una señal de un instante.
Pero todo llega a su fin, como la muerte que llega dejándolo todo inconcluso, “¿ya está?, sí, ya está”, decía mi querido amigo Vicente Pascual en un poema en el que le daba voz a la muerte. Un sabor de pérdida, del recuerdo de una ausencia ocupaba ya una esquina del corazón mientras nos dábamos los últimos abrazos por las esquinas de Luz Serena, que también nos despedía a la manera en la que se despiden los lugares. Fui a presentar mis respetos al Budha del círculo, como si fuera la última vez que iba a volver a ver su serena luz dibujando una de las sonrisas más hermosas que he visto en las distintas estatuas que me han mirado en esta vida. Era la última vez que vería a tantos nuevos amigos de tramo de un camino que ahora empezaba a borrarse mientras como un río desembocaba en el mar de un nuevo ciclo. ¡Qué hermoso ver como el trenzado humano se había ido tejiendo! Si hubiésemos permanecido seis meses más formándonos a la luz de la Escuela, muchas amistades se habrían forjado para siempre.
Ahora había que tomar decisiones. Bajar en picado de nuevo al cielo de la tierra y comprometerse o no como miembro activo de la Escuela. Dije que sí, que quería compartir lo aprendido, pero lo que no me esperaba es que al salir por última vez de Luz Serena hacia las islas pitiusas, un director espiritual con el que tenía un encuentro presentase ante mí un no, que surgía con la fuerza de una parábola abrahámica. Sacrificar a Isaac. Sacrificar la Escuela, sacrificar enseñar meditación. Sacrificar dos años de formación primero en la Universidad con el Experto con una mención de excelencia, segundo en una Escuela que me había hecho volar y recuperar el amor de una vieja amiga luz serena.
Renunciar a los frutos que empezaban a entreverse, lista de espera para septiembre, en octubre la primera charla, varios retiros para octubre. Se me pedía soltar los dos años de formación para operar en el mundo con un nuevo sustento vocacional y convertirlos en un periodo de purificación, en un soltar el mundo para ganar el reino. Esos dos años parecían ser la representación teatral de una lograda estratagema de la ilusión para alejarme de mi verdadero camino de desaparición. Una pieza sublime de teatro representada ante mi alma para aprender a discernir cuál era mi lugar en las múltiples vías del Dharma y aprender a ofrecerme mansamente ante la muerte de las cosas que uno ama, o a las que se apega. Ofrecer este particular cordero de mi formación ante el altar del compromiso, la coherencia y el voto de obediencia a una vía muy distinta al budismo. Creí romperme. Mientras escribo sigo rompiéndome en una ciencia fricción que cuestiona todos mis esquemas, mis certezas, mis anhelos, mientras trato de buscar el silencio elocuente para que se pronuncie y dictaminé y a través de la grieta de la herida mane la luz de la aceptación, de la certeza que el Cielo se ha pronunciado pidiéndome esta renuncia que hace morir una parte de mi.
Yo quisiera gritar “¡Señor! Un día visito la iglesia, otro día la mezquita; pero de templo en templo, sólo a Ti voy buscándote. Para tus discípulos no hay herejía, no hay ortodoxia; todos pueden ver Tu verdad sin velos. Que el herético siga con su herejía y el ortodoxo con su ortodoxia. Tu fiel es el vendedor de perfumes: necesita la esencia de rosas del divino Amor.” Abu-l-Fadl Allami (India, 1551-1602): pero mi corazón no tiene ese vuelo, aunque le intuye.
Mi vuelo está aún truncado, sigo en la cueva de Platón donde se pierden las alas, quizá también por la ingesta de centenares de libros espirituales, tradicionales que desde hace 26 años en busca de respuestas, han elaborado una tupida red de dogmas, doctrinas, doxas, en algunos casos, epistemes en otros, que me han hecho convertirme en una especie de Don Quijote que por falta de ambiente tradicional, espiritual, en el que como una era separar el grano de la paja, donde poder realizar la hermenéutica adecuada han producido elucubraciones en medio de un ambiente ajeno a todas esas preguntas con sed de causas absolutas, sin caja de resonancia para sonar como notas claras y nítidas de que efectivamente Dulcinea estaba en cada amada posible, detrás de cada brizna de hierba coqueta en el contoneo de una brisa y que los gigantes no son molinos sino combates doctrinales que todo amante de la verdad ha de tener para discernir la paja del trigo, los peligros del camino y no negar que los gigantes acechan en cada curva, en cada pliegue del ego y que susurran estrategias para perderte y robarte el tesoro más preciado que lleva el hombre en sus bolsillos existenciales, el alma. Pero como yo, Don Quijote estaba rodeado de Sanchos interiores y exteriores que dicen que estas batallas sólo existen en los libros, aunque yo pudiese jurar por Dulcinea del Toboso que yo estaba librando de continuo batallas contra los gigantes del ego.
Tristemente y con lamento, y también ya con cierta ecuanimidad había de reconocer que no había vuelo para sumirme en el silencio de las respuestas, donde susurra el espíritu, como dice el profeta Elías y mi raciocinio cabalgando una emocionalidad herida intentaba responder por sí mismo ¿Había sido todo un engaño? ¿Quién había elegido ser instructora de mindfulness? ¿Mi alma vanidosa que quería sentirse útil en una profesión que le permitía brillar y medrar? ¿Mi alma servicial que quería amar a Dios en los prójimos? ¿Mi alma oportunista capaz de desvirtuar una tradición milenaria en una tecnología del bienestar? ¿Mi alma sabia capaz ya de trascender las formas y decir como Ibn Arabi “¡Guárdate de atarte a una religión en particular rechazando las demás! Si tal haces, no obtendrás de ello gran beneficio. Peor aún, no conseguirás el verdadero conocimiento de la realidad. Trata de hacer de ti Materia Prima para todo tipo de creencia religiosa. Dios es demasiado grande y amplio para quedar confinado en una sola religión”? Pero la respuesta no llegaba; acaso un cierto sabor a verdad clamaba en el desierto de mi raciocinio desconectado con el ojo del corazón donde residen los secretos del misterio.
Dicen que los sabios cuando el cielo se pronuncia incluso en forma de upa gurú, y una brisa, o un ladrido de perro les corrige, les señala el camino, no ven causas segundas sino solo a Dios como causa primera que les habla a través del viento, a través de un libro que cae en sus manos, una frase dicha en la noche por un amante y que el viento trae hasta su alcoba. Todo les habla de Él, solo hay un Él que habla en todo para el alma que escucha y merodea el centro donde Él habita como motor inmóvil, Principio generador, El Sustentador de los Mundos. Si seguía su ejemplo yo debía ahora ser sabia y tomarme la advertencia de este hombre juicioso acerca de los peligros que este doblete metodológico podía producir en la textura de mi alma como si viniera directamente del Cielo. ¿Tendría suficiente fe para realizar este salto mortal sobre lo que mi ego quería vivir? ¿Fuerza para enfrentarme al pensamiento moderno de Sancho que desterró el Misterio, de un misterio que susurra a sus amantes el camino recto?
Recordaba lo que decía Martin Lings, sobre que los radios de la rueda del Dharma son todos perfectos y todos ascienden hacia el centro, pero que saltar de un radio a otro puede ser muy perturbador para el alma. Se me exigía confiar en mis maestros, pero todos los miedos y deseos de mi alma saltaban como bandidos en la noche y me increpaban ¿Quién va a pagar la hipoteca y la nueva casa, y el centro, y tus talentos? ¿Cómo vas a explicarle esta historia de Don Quijote a tu familia que ha apostado contigo en esta formación….? Yo recordaba ese bendito mensaje del Corán di “Allah y déjalos con sus vanos discursos” y trataba de huir hacia Dios, hacia lo Real que sabía estaba más allá de todo este oleaje egoico e imaginal. Así que recé, como recomiendan los santos que se rece, cerrando la puerta, en lo oculto, en el silencio. Me refugié en una casa de payeses en Ibiza frente a Es Vedrá y recé y oré e invoqué por más respuestas, una que viniese desde lo profundo, más allá de mis dimes y diretes.
Salí de la Isla sin respuestas, pero sometida a realizar el sacrificio con un no que me daba vértigo y sin saber si iba a ser capaz de realizarlo. Decidí, para ir ensayando, levantar el cuchillo y cortar unos de sus mechones y suspendí el último retiro de cuatro días en Luz Serena y los tres días de Asamblea donde tenía que incorporarme al Consejo de Comunicación de la Escuela. Faltar a mi palabra de ir era doloroso, pero quería ensayar, con algo fácil, un definitivo no a la escuela, a la integración en una sangha. Un no a hablar de Dios, pues para mí el Budha no es otra cosa que la efusión de una de sus maravillas, el desbordamiento del Si-Mismo en una miríada de pequeños si-mismos. Me decían que el Cielo no me había dado la función de tocar las almas y ahí estaba yo con dos certificados bajo el brazo, queriendo desde lo horizontal tocar el telar sagrado del alma humana, pues no podía negar mi pequeña experiencia que la meditación por muy secular que fuera era iluminadora y ¿sin maestría cómo atreverse a despertar el dragón de la ignorancia?
Se me rompía el corazón de no poder ser río de palabras para mis alumnos que inspiraban verdaderos poemas de amor y lucidez a la verdad amada. No volver a ser lomo de ballena, como tantas veces había sentido ser llevando a los que se querían subir por el poder de la palabra a profundidades más serenas. Llevarles después en lo secreto a mi sala de oración y encomendarles a Dios por su cuidado, sus grandes y pequeñas cuitas. Renunciar al brillo de sus miradas y de su corazón cuando un verso de Rumi les robaba una exclamación en el corazón. Sentía que había nacido para esto, pero no podía desoír la advertencia. La función de guiar viene del Cielo, el mundo no te puede dar esa licencia y la meditación toca el alma, la toca profundamente…
Escribo estas líneas sabiendo que el primero que las va a leer es Dokusô, pues como estas crónicas van a ser editadas en un libro junto a sus imágenes fotográficas, la mecánica de estos meses era recibir la enseñanza en la Escuela y nada más llegar de Luz Serena escribirlas como un torrente que naciese del corazón de la experiencia y enviárselas a él primero. Él no sabe nada de mis cuitas y que mi sí está tornándose en un no, pues uno de los compromisos de la Escuela es meditar todos los días los cuatros fundamentos de la atención, y el cielo me ha dicho que no lo haga, pues no puedo digerir dos pedagogías que se corresponden con dos sectores cósmicos diferentes, a no ser que fuera una Ibn Arabi, cosa segura que no lo soy.
Esta última crónica es mi homenaje a su generosidad, es un río de gratitud hecha palabra a mi querido “amigo de bien”, que una vez más me ha acompañado un tramo del camino, que ahora se cierra. Mientras el suyo se abre con decenas de formadores que llevan en su corazón el maravilloso don del budismo de la compasión, del bodhisatva: “Qué todos los seres sean felices y que yo haga algo para realizarlo.”
Yo he tenido el privilegio de un tiempo y un lugar que se me ha concedido de recoger flores en un jardín distinto al mío, y han sido de aroma tan intenso que no he podido dejar de compartirlas, pues he sentido que eran buenas y bellas, y el bien tiende a comunicarse. El Profeta del Islam dijo: «Buscad el saber hasta en China», y yo he viajado hacia el este para recalar en las orillas de Luz Serena en un momento en que sentía hambre y sed, pues los pastos propios pareciesen haberse secado y me vuelvo saciada y regalada, profundamente agradecida a la Luz Serena.
Cuando llegué a Madrid le pedí una señal más al cielo, en estos términos -con ello cierro esta última crónica escrita con la sangre de mi poética-: “No puedo renunciar, he invertido demasiado tiempo, energía e ilusión en este proyecto de ser profesora de meditación. Dime algo que me haga bajar el cuchillo del discernimiento con claridad suficiente, no quiero cortarle la cabeza a algo que me esté destinado, por pájaros en mi cabeza, locuras de Quijota. Si es bueno para mí condúceme hacia ello, si no es bueno quítalo de mí”. Mi mirada bajo del cielo hacia la tierra y se posó en un libro sobre el alfeizar de la sala de yoga de mi hermana y lo abrí en un impulso, así habla el cielo cuando se le implora:
Nasrudín visita la India [Cuento. Texto completo.] Anónimo hindú
El célebre y contradictorio personaje sufí Mulla Nasrudín visitó la India. Llegó a Calcuta y comenzó a pasear por una de sus abigarradas calles. De repente vio a un hombre que estaba en cuclillas vendiendo lo que Nasrudín creyó que eran dulces, aunque en realidad se trataba de chiles picantes. Nasrudín era muy goloso y compró una gran cantidad de los supuestos dulces, dispuesto a darse un gran atracón. Estaba muy contento, se sentó en un parque y comenzó a comer chiles a dos carrillos. Nada más morder el primero de los chiles sintió fuego en el paladar. Eran tan picantes aquellos “dulces” que se le puso roja la punta de la nariz y comenzó a soltar lágrimas hasta los pies. No obstante, Nasrudín continuaba llevándose sin parar los chiles a la boca.
Estornudaba, lloraba, hacía muecas de malestar, pero seguía devorando los chiles. Asombrado, un paseante se aproximó a él y le dijo:
-Amigo, ¿no sabe que los chiles sólo se comen en pequeñas cantidades?
Casi sin poder hablar, Nasrudín comento:
-Buen hombre, créeme, yo pensaba que estaba comprando dulces.
Pero Nasrudín seguía comiendo chiles. El paseante dijo:
-Bueno, está bien, pero ahora ya sabes que no son dulces. ¿Por qué sigues comiéndolos?
Entre toses y sollozos, Nasrudín dijo:
-Ya que he invertido en ellos mi dinero, no los voy a tirar.
FIN
Bajé la cabeza, el corazón temblaba. Me sentí como Nasrudín queriendo amortizar mi dinero, mi tiempo, mi energía, mis talentos, pero el Cielo se había pronunciado primero en las palabras de alguien en el que yo confiaba, o debía confiar, si me salía el pragmático Sancho. Segundo en las palabras de un libro, un upa-gurú. Tercero y lo más importante, en un punto de mi conciencia que desde el inicio de este viaje en busca del conocimiento de la meditación había estado irradiando un mensaje apenas audible, pero continuo, “sin haber trascendido efectivamente todas las formas mediante la realización espiritual, lo que es muy diferente de una comprensión meramente teórica no se puede pastar en dos praderas sin el peligro de recibir una vibración extraña, porque dos perspectivas espirituales pueden, por razones de doctrina o de método, excluirse mutuamente en algunos de sus aspectos, aunque, sin embargo converjan hacia el mismo objetivo”.
Yo había sido muy cuidadosa desde el inicio de no practicar los ritos de otra religión distinta a la mía y había aceptado la formación, precisamente por ser secular, pero al día de hoy, después de seis meses de profundización en ese lugar amado, donde el Zen escribe caligrafías en cada roca, las técnicas que iba a enseñar habían imbuido de un aroma penetrante y excelso mi alma, el perfume del Budha me tenía totalmente enamorada y me parecía que lo más coherente para estar en esta escuela era ir comprometiéndose cada vez más con las raíces budistas que la alimentaban desde el Cielo de esta sagrada revelación y aunque Dokushô nunca se lo haya pedido a nadie.
Es tiempo de volver a huir hacia Dios querida amiga, de convertirse de nuevo hacia la senda elegida, profundizar la metanoia, girarse hacia lo Real, pues las sombras sí son ilusorias, cambiante, contingentes, interdependientes de miles de fenómenos que se tejen para producir una emoción que aflige, un pensamiento que distorsiona como dice el bienamado Budha. Pero si tú dices Allah, como sostienen los sufíes y dejas con sus vanos discursos a la loca de la casa, el misterio de que el Nombre es el Nombrado opera la alquimia desde arriba, el único lugar desde el que se puede hacer palanca para superar el psiquismo y entrar en el verdadero ámbito de lo espiritual, ese más allá de uno mismo, ese descentramiento necesario para centrarse en lo que realmente es. Redimir las sombras desde la confianza que Dios sana, con una sóla palabra suya. Mi alma cristiana impregnada de miles de generaciones orando a Dios reivindicaba la Gracia, el poder del Otro, Tariki, necesitaba recuperar el don de la fe. El Jiriki, el poder de uno de realizar toda esa sofisticada y precisa tecnología budista para alcanzar la libertad interior estaba más allá de mi destino, de mi potencia realizadora. Era pobre y como pobre quería morar a los pies de Su alcoba.
Para realizar el puente entre lo no nacido (Dios) y lo nacido (el mundo) parafraseando un pasaje del canon pali (Udana 7, 13) necesitaba la Gracia. Entre lo mudable y lo eterno había una brecha inconmensurable y no era menester para mi cruzarla por mis frágiles fuerzas. “Mi mirada no Le alcanza, pero Él alcanza mi mirada” se dice en el sufismo. Dejarme ser arrastrada por la atracción del centro, luchar descansando en sus brazos apaciguados, inmóviles, sin movimiento ya de dualidad combativa. La Gracia como mano que acoge el último salto, en el borde de la gran línea divisoria. Sólo aquel que ha descendido del cielo puede ascender al cielo, como dice el Evangelio. Volver a casa, a mis raíces. Cerrar está crónica desde la Luz Serena no como meditadora sino como orante: «Hazme entrar, oh Señor, en las profundidades del Océano de tu unidad infinita» Ibn Arabi
Beatriz Calvo Villoria
Fotografía: Dokushô Villalba