La salud por el alimento
23 noviembre, 2022Crónicas de una muerte anunciada
14 enero, 2023Sentada en una piedra del camino se abrió, como siempre hace, de forma gratuita, el umbral de la contemplación. Un asomarse a la maravilla escondida en el más cotidiano fenómeno, anodino cuando ese portal de la mirada asombrada no acontece e ilumina lo pequeño como lienzo para lo más grande. Brahma tras la infinitud de posibilidades de Isvara: la forma y el vacío aplaudiendo al unísono en el corazón, que ha de abrirse para contener el despliegue de la maravilla, que es, a la vez, pavorosamente hermoso.
Pavor y temor ante lo que palpita en el núcleo de cada ser, el Sobre Ser, que rompe las junturas, estalla la vasija… Se extingue la identidad conocida y aterra, pues desaparece el suelo de lo conocido, de lo ordinario e irrumpe lo extraordinario, donde nadie nos ha enseñado a movernos y tememos perdernos, como muñeca de sal frente al océano. Miedo al éxtasis que nos libere de la contracción que nos tiene encarcelados en una vida de insatisfacción.
Y hermoso, tan hermoso, que solo por verlo una vez uno podría pasar la vida agradeciendo el resplandor de la Belleza y la Majestad que acontece en el no tiempo, pues su sabor, su perfume se convierte en senda, se convierte en cuerda a la que asirse para no perderse más en la tiniebla.
Sentada en aquella roca, mientras un río lleno de ímpetu hacia la mar gestaba diálogos de agua, un diminuto petirrojo me rondó, con una historia de amor en sus tiernas plumas, que se elevaban por las ráfagas de viento, que se entrelazaban a la experiencia del río, la espuma, el cielo azul, el frío de la roca, los pies desnudos.
Se acercaba con saltitos hacia mi cuerpo y giraba su tenue cabecita para mirarme de frente con los dos ojos, como zafiros negros que contuvieran el vacío donde lo divino se pronuncia.
Para provocar su cercanía, abría más el espacio y sentía el flujo, el campo unificado de conciencia que bailaba entre nuestras formas, la suya tan diminuta, de levedad y pluma, entre pecho de pelirrojo fuego y verde tenue a sus espaldas y la mía tan hierática, de estatua de buda buscando el Norte, buscando el sonido de palmada de una sola mano.
Cuanto más me entregaba a su contemplación, más se aproximaba. Llegaba ya hacia el pie y le tendí mi dedo como si rama de árbol se tratara, y le dije, usando esa telepatía de aborígenes que llevamos en nuestro adn de humanos, -si posas tus lindas patitas sobre mi dedo, caeré en éxtasis y glosaré nuestro encuentro en un poema o en una oda de amor al Dios que nos está uniendo-.
Me miró, le miré, nos miramos, nos hicimos una sola mirada en La Mirada del Amado y cuando se disponía a saltar sobre mi dedo, el tiempo detenido, fracción a fracción de cada pluma que se movía al ritmo de su respiración, un paseante se movió con la brusquedad del que no contempla y el pajarín voló más allá de mi dedo rama, más allá de mi, hacia el cielo diciéndome con el contoneo de su cola alegre,- no cejes, es por ahí, búscame y me encontrarás-.
Dios está ahí, la mirada no Le alcanza, pero Él alcanza la mirada.
Beatriz Calvo Villoria
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