Crónicas desde la Luz Serena. Cuarta morada, La caja de pandora
18 mayo, 2016Noche de soles
8 julio, 2016El miércoles, dos días antes de mi próximo encuentro con Luz serena, un virus agazapado en el filtro de un aire acondicionado, que artificiosamente quería confundir al cuerpo diciéndolo que no estábamos en verano sino en invierno, me atacó con fuerza la garganta. Esa misma noche ya hube de combatir con mi resistencia a ponerme enferma “justo ahora”. Calmé al ego, a mi locuela de la casa, diciéndole que la realidad no se discute, ella acontece y uno la observa, mientras la sufre o la disfruta, dependiendo de la posición de la conciencia. El jueves cerré mi última intervención basada en mindfulnees antes del verano con la garganta rota por cristales puntiagudos y pasé la noche observando contenidos mentales acerca de la conveniencia o no de viajar en ese estado.
Estaba débil, pues los virus son combatidos por el cuerpo como son combatidos por la conciencia los logismoi -los pensamientos erróneos-, con esfuerzo y energía, pero el Módulo V era clave, era el mar de la atención abierta en el que desembocaba los cuatros módulos anteriores, que como ríos encañonados por sus respectivos cursos nos habían adiestrado en la atención enfocada, concentrada.
Habíamos sostenido durante meses la atención en un objeto primario de atención. Primero el cuerpo respirando, bien tangible en sus expansiones de vida y en su soltar alientos vitales de desecho. Luego las cinco esferas sensoriales habían sido nuestro campo de entrenamiento para ir aguzando cada vez más la atención, que se había ido haciendo cada vez más sutil, más afinada para poder acechar estímulos sensoriales menos matéricos, menos evidentes. Los fenómenos sonoros con sus formas hechas de ritmo y de silencio habían ampliado nuestro registro. Los huidizos olfativos, que aparecían, en cambio, como los gustativos, en una masa informe difícil de categorizar por la falta de entrenamiento y etiquetado, dulce, salado y qué más… habían hecho sus honores ante nuestra conciencia hecha nariz… Habíamos cazado sabores alcalinos o ácidos en la boca y habíamos incluso tomado conciencia de su relación con síntomas del cuerpo, malestares y dolencias físicas y psíquicas…
Todo se volvía más transparente, la red que la vida tejía alrededor nuestro y en nosotros mostraba sus hilos de colores, sabores, olores, sonidos elaborando un tapiz inabarcable en su multidimensionalidad, pero nuestra herramienta corporal estaba más despierta para dejarse asombrar tanto por su fulgurante impermanencia, como por la comprensión que eso dejaba en el alma. La necesidad de un asir ligero, sin afán de posesión, pues como arena se escapaba entre los dedos codiciosos, mientras su deslizar dejaba un maravillarse ante el don de la Vida que se expresaba en cada grano derramado de experiencia.
El río de las emociones había sido conmovedor, como le corresponde, y las herramientas de metabolización y despolarización prometían ser herramientas para toda una vida para el combate con las ilusiones, con ese oleaje emocional cuya contundencia expresiva está hecha de sensaciones aumentadas por pensamientos que las cosen a miles de significados posibles, interpretados y reinterpretados una y otra vez, hasta el infinito, por el mapa mental respectivo, lo que hace que sea difícil no quedarse empapado de sus texturas acuosas y a veces anegantes, en cualquiera de sus oleadas repetitivas y embestidoras. Habíamos nadado y nos habíamos mojado hasta la médula.
La didáctica de la Escuela obligaba a separar lo que está unido para poder diseccionar con microscopio cada nuevo objeto o fundamento donde la atención puede ir cultivando su plenitud, pero todo estaba unido y nos encaminábamos con la mano firme de Dokushô hacia esos derroteros de la interconexión. Hacia donde el campo de experiencia acontece en un canto al unísono, en un único verso, Uni-verso. Por eso, ya en el módulo cuarto, donde los escurridizos contenidos mentales habían asomado sus velos fantasmagóricos una y otra vez en forma de hidra de mil cabezas o de río, que prometía en su cascada incesante volver loca a la loca de la casa, habíamos aprendido también una práctica puente hacia el mar al que nos dirigíamos ahora. Consistía en coser con la aguja de la toma de conciencia lo aparentemente separado.
Enfocábamos primero en las sensaciones en el cuerpo, observando con indagación persistente cómo escriben sus mensaje en texturas somáticas diversas, de temperatura, irradiación, hormigueo y cómo sobre ellas, o entre ellas, entre sus líneas de pulsión o contracción el lenguaje emocional escribía a su vez mensajes de tristeza, de miedos agazapados entre las escápulas acortadas; euforias expansivas que obedecían a la dilatación excesiva de la zona estomacal. Y observábamos, a su vez, que entre las líneas de este lenguaje emocional otro ámbito, el mental, escribía a su vez sus mensajes a través de imágenes de pasados lejanos, futuros insospechados, o a través de frases rumiativas, que hablaban de ese sentirse imperfecto u orgulloso o abandonado o a la intemperie de una existencia que no se logra integrar en su infinitud de piezas. Uno podía observar como depositaban sus mensajes en imágenes o pensamientos que se acoplaban con precisión meridiana en la comisura de los labios, o en las oquedades profundas de la garganta, o en las montañas no holladas de las rodillas, en cuyas cumbres se agazapa, como nieve pura, el abandono de sí, la humildad del que se postra ante el Misterio.
Habíamos atisbado que todo está entretejido, pero ahora los ríos que vienen a dar a la mar soltaban sus cauces hechos de cierta voluntariedad para disolverse en el espacio vacío y ahí, en esa vastedad, solo se les podía enfocar con atención abierta. Habíamos realizado el esfuerzo correcto y continuado para ver aparecer el sonido emerger de un magma de silencio, habíamos cazado placeres insospechados en la comisura de los ojos cuando sonríen, o en el corazón que desea el bien para todos los seres, y nos habíamos enfocado una y otra vez en busca del tesoro de la concentración para poder ver a un efímero pensamiento emerger como una ola respingona del océano calmo de un no sé qué, que era por ahora impenetrable, imposible de convertir en objeto de observación.
Ahora nos adentrábamos con una atención más estable y más afinada en el mar donde se navega sin la voluntad propia, un hacer no haciendo que acontece casi por la gracia que emerge de la entrega; del que se entrega a perder los contornos y se abre, se abre al ritmo implacable y dulce de la apertura. Del que se hace pasiva receptividad, del rendirse en el soltar cualquier intento de contener lo que no tiene contornos, ni límites. El espacio como símbolo visible o invisible del vacío nos llamaba, primero cosiendo en un campo unificado todo lo que por didáctica habíamos diseccionando y después en un salto a un foco tan abierto como la misma abertura del infinito vacío.
Así que tenía que ir, quería ir a la mar serena, aprender a descansar como un muerto en la superficie del mar. La vida con sus virus no solo mi garganta había infectado, sino también caía mi ordenador, el caballo sobre el que cabalgo mis palabras había sido infectado por un troyano. Esta pérdida de capacidad, mi garganta de hablar, mis dedos de escribir, amplificaba aun más lo que el módulo de los contenidos mentales había empezado a esculpir: la deconstrucción de mi personaje vestido de comunicación. Tantas palabras para añorar cada vez más el silencio, tantas palabras para nada, para defender una fortaleza vacía, para atraer hacia una fortaleza vacía; para significar un distinguirse, una especialidad de la existencia que en si misma no era nada. Palabras para dejar huellas, dentro de huellas; incontables huellas lingüísticas para nombrar lo que no se nombra, huellas para que alguien encontrase el camino hacia su casa o ¿hacia mi casa? y al nombrarme me diera categoría de existente, pero la casa estaba vacía, y cada vez era más consciente, y sólo podía huir de esa sonoridad espumosa de la cresta de la palabra que empezaba a aturdir la simplicidad de la verdadera sabiduría hacia abajo, hacia un punto de buceo íntimo que me resultaba inaccesible, demasiados velos, demasiadas palabras para defender una casa vacía.
Tan vacía como mi casa física. Llevaba un mes desmontando cada día una parte del espacio que me acogió durante casi dos años, y las cajas empezaban a construir un lego de proporciones humanas en las que me movía cada día, depositando un objeto más al que debía renunciar, por ahora. Ese cuadro que te calma la vista, ese objeto preñado de presencia, toda la ropa de invierno, la de verano, la mínima que voy de viaje y aún no sabes a dónde. Sin casa futura en expectativa, nada se dibujaba hacia delante salvo un mar de cajas ambulantes sin destino claro. El cambio batía en oleaje junto a la incertidumbre de un nuevo destino, de un nuevo nido.
Un obscurecimiento discernidor había emergido a medida que indagaba en los contenidos mentales, y no era capaz de ver hacia donde dirigir de nuevos mis pasos en este cruce de caminos, y aunque buscaba y llamaba a puertas, ninguna se abría. Una confusión, como hacía mucho tiempo, me quitaba la paz y me resistía a estar tan torpe, pero intuía que eran dolores de parto y no podía hacer nada más que entregarme. Una vieja piel me oprimía y había que mudar de nuevo, pero tantas cosas a mudar dificultaban el proceso. Mudar de casa, mudar de piel, mudar de cuerpo que se acercaba a los cincuenta con paso decidido, con cambios profundos en la repartición de hormonas, asimilación de nutrientes y aunque los sabios dicen que el cuerpo aparece en la conciencia, su materialidad opacaba muchas veces la presencia que resuelve los antagonismos. Que sentía cada vez con más intensidad, como contracciones que anunciaban un posible alumbramiento, si antes la madre no moría.
En las meditaciones observaba también, de forma cada vez más nítida, algo que tenia que ver con ese obscurecimiento. Un abordaje pirata por parte de viejos contenidos mentales que emergían una vez mas desde del inconsciente aprovechando la tesitura de la impermanencia escribiendo sus versos sobre las paredes vacías de mi casa, de mi vida. Venían a contarme viejas historias, a representar viejas heridas. Sentía la presencia de las palabras que nunca llegué a pronunciar. De los miedos que no supe afrontar, de los sueños que dejé de perseguir, de las puertas que no me atreví a abrir, de las amistades que dejé morir. De las oportunidades que esquivé, de las fuerzas que preferí no mostrar. Y era como si en una recapitulación vital todos ellos estuvieran en torno a mí, expectantes, recordándome, que de algún modo seguían ahí. Pendientes. Latiendo.
Sentía sobre todo una vieja tendencia del alma profundamente melancólica, especializada en enfocar la carencia, la ausencia de una presencia. Los piratas aprovechaban ahora que las formas del hogar se hacían mudanza, que las paredes vacías no dejaban posarse en los objetos que construían mi personalidad, mi máscara en el mundo, y que así de desnudas, pobres de estímulos me hablaban de esas ausencias, de esos hijos que nunca llegaron, de ese tejido afectivo que nunca pudo ser cosido con un punto del derecho y otro del revés; de esos guiños de la vida que esquivé, de tanto que el ego hubiera querido vivir y no lo hizo, pero sobre todo de una plenitud no hollada que no pertenecía a este mundo ordinario y que me llamaba desde la eternidad. Paredes blancas, como la mortaja de esa muerte cotidiana tanto de células como de fantasías de que en la siguiente esquina de tiempo la plenitud experiencial calmaría el duelo de sentirse separado de un no se qué que me esperaba.
Cada vez que me asomaba a la meditación verdaderos fantasmas acudían en tropel y me hacían muecas desde el otro lado. Nada había sido como esperaba. Una vieja tendencia al miedo, asomaba también su presencia por las grietas que la mirada indagadora producía entre esos dos mundos separados por el velo de la inconsciencia, en forma de espectros, como de viejos monstruos. La caja de Pandora se abría y me resistía a observar esas viejas tendencias desde una nueva óptica, desde la aceptación de que ellas habían sido quienes me habían traído hasta aquí. Eran mi compost, mis hijos pródigos que venían a mendigar algo de pan desde las oscuras celdas de las porquerizas del inconsciente, pero mi conciencia temblaba, no reconocía su paternidad, demasiadas sombras y no les lanzaba un abrazo transformador, “bienvenidas hijas mías, simplemente acojo vuestra presencia aunque constato vuestra carencia de realidad y me libero de vuestros reclamos internamente de la mano de la ecuanimidad”
Me resistía, dolía mucho observar tanta vulnerabilidad, la agenda vacía, la tristeza antigua y la intemperie me jaleaban desde esa ventana extraña que se abría en cada meditación, y después de la sentada caminaban por la casa conmigo, mientras embalaba el ciclo, caja a caja y me despedía de nuevo de esa vida efímera, que no se deja atrapar en una falsa seguridad de cierta permanencia, en una idolatría del ego de cimentar la morada en los pies de barro del tiempo y el espacio.
La incertidumbre de lo que era correcto ejecutar a continuación me presionaba para dar una respuesta que no tenía. Los hijos pródigos venían rotos por una búsqueda de una felicidad que nunca llegaba, reclamaban mi apuesta vital que había sido bastante San Juanera, “Para llegar al TODO, hay que ir por la nada”. Mi vida había sido una ejercitación en ese despojarse de todo aquello que pudiera impedirlo: comodidades, planes, dinero, criterios mundanos y ahora rozando los 50 sin haber construido nada en el mundo ¿ese Todo?, me decían ¿dónde estaba? Y yo les contestaba los versos de Rum: “Dar la vida entera para demostrar que la Verdad existe, que Dios existe.” Y callaba queda, pues sí, la vida se empezaba a ir entera…
Y aunque atestiguaba que el embate pirata podría hacerme llenar varios mares con las lágrimas de mi derrota de amor yo seguía guardando alfombras, tapices, y cacerolas, como si nada pasará, como si esa noche oscura no hubiera oscurecido las mañanas, pues la realidad no se discute y la conciencia que surge del cultivo de la atención me recordaba en medio del pase de esta vieja película de carencias, que ahí fuera la luna ejercitaba su subida de mareas; que el guión se escribía por una infinidad de factores, entre ellos, la casa vacía, que las circunstancias modificaban por entero el discurrir del río de la mente. Y a veces me asombraba viendo la interrelación dramática entre los campos magnéticos de los astros, los hados, las paredes, los colores, las sensaciones de días de lluvia y frío en medio de un verano que no llega, de un nido que no se dibujaba contra el horizonte; entre la búsqueda de la salida del laberinto de una mente que mostraba sus sombras ante la inquisidora mirada de mi conciencia, sin encontrarla y el destino operando su inevitable discurrir por culpa de una voluntad de afirmación individual, y como guinda, o tejido dorado, el anhelo de la intervención de la Gracia, de una Voluntad con mayúsculas que permitiera el abandono de la propia. Ir más allá de esta contingente naturaleza humana, confundirse con esa Unidad en vez de distinguirse en una multiplicidad que era inabordable…
Todo esos fenómenos que acontecían en mi campo de experiencia, en el lienzo de mi vida eran observados con cierta nitidez que me liberaba de alguna forma de los viejos barrotes de mi encierro, de mi centramiento egotista, de una mi misma cansina, repetitiva, neurótica, que había paseado toda una vida, una y otra vez por un mismo museo con los mismos cuadros, una y otra vez… Como decía el Buda todos somos enfermos mentales hasta que no nos liberamos.
“Nada puedes” me decía una parte luminosa de Beatriz, “nada puedo”, me decía la parte en sombras de Beatriz. Estábamos de acuerdo. Sólo quedaba atravesar esta penumbra, hacia delante, como los bueyes, cultivando ecuanimidad y sobre todo libertad interior respecto a la película que las circunstancias producían, dirigían, escenificaban como un equipo de cine que se encargaba de producir desde la esfera sensorial, con sus decorados somáticos hasta la esfera de los diálogos mentales entre actores. La vida con sus ardides existenciales dibujaba de nuevo una vieja escena, que a mi me tocaba estoicamente observar. Ese trozo de guión que escribía una y otra vez en blanco y negro no era toda la Vida. Sin pretensión de que desapareciesen ni las cajas, ni las tendencias que seguían su curso, sus efectos kármicos, sus surcos, sólo quedaba entregarse a lo que duele, como a lo que no duele, hasta encontrar una mirada suficientemente amorosa e integradora que sacase del infierno a mis ancestros, los eslabones de mi destino, entregarme a un no saber nada y al no reaccionar, no elaborar nuevos eslabones-fotogramas a aquella película que me había tocado representar y a la vez observar.
Y ese no saber para alguien que vive de dar respuestas me humillaba y doblegaba mi orgullo profesional, así que mientras seguía descolgando cuadros, descolgaba las medallas de profesora de mindfulness, de escritora que trasmite, de entrevistadora que escucha en un espacio de presencia. Ante la vastedad y riqueza del universo era pobre, realmente pobre, y mi pretensión de ser alguien diferenciado en medio de esa vastedad, estallaba y le hacía fisuras a esta vieja piel, que tampoco podía contener el inmenso espacio vacío que esperaba liberarse de mi prisión de conceptos y personajes. Así que, como pobre de solemnidad me senté a esperar en cada sentada unas monedas de ecuanimidad ante la visita inesperada a esta casa de huéspedes de un tormento antiguo, la escisión del Ser primordial que producía una añoranza infinita, un no haber vivido la plenitud anhelada por miedo, miedo ante una manifestación inabordable de premisas, de fenómenos, de verdades inalcanzables que paradójicamente me llamaban una y otra vez desde un fondo inaprensible.
Recordaba a San Agustín en sus confesiones y hacía mías sus palabras, pero con un grado de confianza mucho más pobre y salvando las inmensas distancias «Cómo acabaría todo ello, lo sabías tú, pero yo no. Mientras tanto, me invadía una locura saludable y sufría la angustia de una muerte que me daba la vida. Sabía el mal que había en mí, pero desconocía el bien que de allí a poco iba a surgir». Esa era mi esperanza, mientras permitía a la tormenta batir sus olas sobre mi frágil barca.
Esté módulo de los contenidos mentales realmente había presentado muchos más obstáculos que los anteriores. Supongo que el ir a rescatar a la princesa, a la naturaleza primordial, en el oscuro y laberíntico torreón de la mente se vuelve cada vez más peligroso. Otro obstáculo difícil de vencer era que yo había sido adiestrada en otra práctica espiritual distinta a la meditación, en la cual la sombra se trascendía en una huida hacia la luz, hacia Dios. Huir hacia lo Real, descansar en eso en lo que somos, nos movemos y existimos, descentrarnos de esas periferias ruidosas para recentrarnos en ÉL, Eso, HU.
Y observar los contenidos mentales era ir en dirección contraria a mi práctica en la que no se recomienda escuchar los vanos discursos de los fantasmas, y de la heridas, de las sombras del inconsciente sino que se las trasciende en un salto mortal en el que se niega su existencia, solo cantos de sirenas, velos… Se giraba la cabeza y se les dejaba desaparecer. Yo estaba entrenada para huir hacia Dios, en el sentido de metanoia, girarse hacia lo real, pues las sombras son ilusorias, cambiantes, contingentes, interdependientes de miles de fenómenos que se tejen para producir una emoción que aflige, un pensamiento que distorsiona. Pero si tu dices Allah, como sostienen los sufíes y dejas con sus vanos discursos a la loca de la casa, el misterio de que el Nombre es el nombrado, opera una alquimia desde arriba, desde la trascendencia, el único lugar desde el que se puede hacer palanca para superar el psiquismo y entrar en el verdadero ámbito de lo espiritual, ese más allá de mi mismo, ese descentramiento para centrarse en lo que realmente es, redimir las sombras desde la confianza que Dios sana, más que cualquier operación psíquica que intentemos hacer, por sofisticada que sea, y esta de los contenidos mentales, realmente lo era.
Las palabras de Rene Guenón me afligían en cada práctica: «Aquellos que cometen esta fatal equivocación olvidan o ignoran simplemente la distinción de las «Aguas superiores» y de las «Aguas inferiores»; en lugar de elevarse hacia el Océano de arriba, se hunden en los abismos del Océano de abajo; en lugar de concentrar todas sus potencias para dirigirlas hacia el mundo informal, que es el único que puede llamarse «espiritual», las dispersan en la diversidad indefinidamente cambiante y huidiza de las formas de la manifestación sutil (que es lo que corresponde tan exactamente como es posible a la concepción de la «realidad» bergsoniana), sin sospechar que lo que toman así por una plenitud de «vida» no es efectivamente más que el reino de la muerte y de la disolución sin retorno.»
Llevo desde los 21 años intentando sumergirme en el Misterio y he visto a muchas personas perderse en esas aguas inferiores a partir de sus buceos en ciertas terapias psicológicas, anegadas en un pansiquismo que me asustaba.
No era de extrañar que en este estado el virus del acondicionador encontrase grietas para entrar hasta la médula. Pero era tiempo de soltar, soltar, soltar el miedo a que el catarro se convirtiese en algo mayor al exponer al cuerpo débil al viaje, viajar y soltar mi sentido común que solo quería cama, soltar los miedos a molestar con la tos, y confiar que los ríos van a dar a la mar. Apostar por una conciencia que se libera incluso de las servidumbres del cuerpo, y que le deja enfermar y viajar enfermo y le observa con ternura mientras ella se afana en lo importante, pues lo importante nos pide la vida entera, nos pide morir para poder vivir, y no sé porque una y otra vez algo me impelía a ir a Luz Serena, como si fuera el escenario de una posible resurrección.
Llegamos y meditamos, qué mejor recepción puede hacernos un templo consagrado a la búsqueda de la budeidad. Estaba un poco aturdida, pero una vez más constaté la potencia sanadora que tiene la meditación. La llegada de esas oxitocinas, serotoninas y endorfinas que empiezan a caldear el torrente sanguíneo con vínculos seguros entre la conciencia y el cuerpo, ese volver a casa alquimizaba mi congestión.
La noche se echó como un perro ante la lumbre de la luna y yo acosté mi temor a molestar con mis toses a mis compañeras de habitación comunal. A la una tuve que abandonar la hospedería y meterme en el coche con un edredón blanco, blanco como la luna. Sudaba y afuera hacía frío, pero tosí a gusto una y otra vez para sacar los demonios del cuerpo, perdón quise decir los virus. Intenté dormir, pero hacía frío, la luz lunar hacia de fuego de este hogar de hierro improvisado. El edredón me empollaba y su nido reconfortaba mi postura contorsionista que eludía los cinturones de seguridad que se clavaban con precisión en mis lumbares. La luna amueblaba una y otra vez, vistiendo de belleza clara, esta improvisada habitación rodada. Pero a las dos el cuerpo ya no aguantaba la contorsión fetal, y el frío empezaba a sentirse en la cabeza. Pensé que era imprudente persistir, era tiempo de buscar otro cobijo, el dojo, que me había ofrecido Carlos como posibilidad, así que embozada en blanco me hice espejo de la luna y como un fantasma camine derramando blanco en la noche de la luz Serena.
Degusté cada paso, pues sabía que la excepcionalidad es siempre puerta, pues rompe las fronteras de lo cotidiano. En vez de estar durmiendo como mis compañeros yo deambulaba bañada en luna en un silencio preñado de significado, en una nave tierra que navegaba hacia su destino en medio de un vacío inconmensurable. La mente callaba ante el espectáculo que cada rama, que cada piedrecita del camino me regalaba, con sus brilleríos de engalanadas, como yo, de luna y plata, de luna y quietud, de noche clara.
Entré en el dojo con reverencia. Sabía que era un privilegio dormir allí y celebré mi catarro como dicen que los santos celebran el martirio, pues a cada golpe del enemigo se les abre un misterio de la divinidad en la conciencia. A mi, por un vulgar catarro, sin tener que bajar a la arena de los santos se me abría el sancto sanctorum de Luz Serena. Entré con mi capa de algodón y pluma y pedí permiso al espacio para acogerme. Me tumbé en una esquina desde donde contemplaba el silencio y las sombras que la luz de fuera dibujaba con el enrejado de madera sobre la muda pared. No estaba sola, cada zafu hablaba, era el trono de un reino por reconquistar y allí estaban todos esos tronos mirándome, o mirándome yo en ellos, contándome de sus batallas vividas, las mismas o parecidas por las que yo había transitado durante años. Me acomodé como pude sobre dos zafutones y consolé a mis caderas ante el duro suelo. Recordé como de joven dormía en el tatami para curtir mi desapego a la comodidad y observe como el paso de los años las había endurecido. La muerte a medida que se aproxima congela la flexibilidad del movimiento y te recuerda que está viniendo, casi desde el primer día, pero ahora la dureza de mis articulaciones me hablaba alto y claro, en medio de la quietud, de esa presurosa llegada de la hermana muerte a ponerlo todo en su sitio.
Cada acceso de tos que me obligaba a enderezarme me permitía despertar y asomarme al asombro de verme allí durmiendo. El Budha me acompañaba, yo observaba al Budha, o el Budha me observaba, o el Budha era porque yo le observaba, o yo era porque el Budha me observaba. Estaba lúcida en medio de un sueño bañado en luna y en dojo. ¿Quién observaba la luz de la luna tras la ventana, y la quietud vibrante del dojo en la noche? ¿Quién contemplaba a la que tosía? Me preguntaba en cada acceso, en cada asomo a la noche de la Luz Serena.
La mañana se hizo canto primoroso. Como pioneros de la adoración a la belleza del Astro Rey miríadas de voces, de ornitofonías clamaban de alegría, “ha llegado la mañana, ha llegado la mañana”. Cada uno caligrafiaba el espacio a su manera. Había gorgoteos rápidos y secuenciales, voces de pájaros que sonaban con compases rotos, como de jazz contemporáneo. Había quedos y bajitos, sobre otros que eran pura algarabía. Todos atravesaban las ventanas del dojo como si no hubiera ventana, o frontera entre mi conciencia y la conciencia de sus sonidos. Y lo que era noche se hizo día, vibrante y sonoro.
Había que levantarse y sus trinos fueron las muletas de mi cansancio. Volví al hogar de la hospedería donde un par de madres (la mujer es madre por naturaleza, es cuenco, es abrazo, es útero que acoge) me mimaron con sus preguntas, con sus consuelos por mi aventura nocturna ¿Dónde fuiste mujer en medio de la noche? Empezaron a llover remedios, propóleos por aquí, aceites esenciales por allá, el reconforte de lo humano me acariciaba el cansancio de la aventura de un itinerar en busca de cama y soledad para toser mis males.
No pude ir a meditar con mis compañeros. Dokushô estaba silvestre y quería cielo y naturaleza. Se fueron al círculo a meditar con la bendición de las cenizas de Narita Roshi, y yo volví al dojo a acompañar a mi grupo en el mismo tiempo, en distinto espacio. Aunque yo no soy muy de grupo cada vez me sentía más cerca de todos. Sus rostros iban significando afecto. Su viaje era mi viaje y eso une, mucho, aunque no se socialice con el vino ni el queso ni la risa española, alta y fuerte y una prefiera otro tipo de vino, ese que sirven en la Taberna del silencio y preferiese en los descansos buscar un par de copas en los rincones ocultos de la Luz Serena más que la palabra compartida. Y porque para unirse con el otro no son necesarias, como decía el Hermano Rafael, hay amistades profundas como océanos que se han construido desde el silencio y de alguna manera los vínculos de esta Shanga se iban haciendo cada vez más visibles en esas lenguas en las que habla el corazón.
En este módulo al mostrar mi vulnerabilidad las muestras de afecto me hicieron enamorarme todavía mas de la bella humanidad que todos los seres llevamos en lo profundo y desde mi cuevita-camita recibía muestras de afecto que me calentaban el alma al fuego del amor bondadoso.
Como siempre la exposición de Dokushô sobre la teoría, la necesaria conceptualización, como primer abordaje a la atención abierta no tenía desperdicio. Atención abierta de campo expandido y Atención abierta al espacio vacío de la mano de distintas cualidades bien cartografiadas. “La mente crea el puente, pero es el corazón el que lo cruza” decía Nisargadatta. Y ahí estaba Dokushô una vez más creando puentes, pontífice hacia el corazón de la atención abierta.
La meditación de la tarde la hicimos fuera del dojo. Dokushô seguía silvestre y nos colocó de nuevo en el círculo, esta vez de fuego. El calor era muy fuerte y me congestionó, se me quemaron los labios y la cabeza y el pecho se recalentaron, pero los resto de una guerrerío antiguo me hicieron no mover ni una pestaña, aunque las moscas vinieran a comer en ellas. Quería vivenciar la meditación, ya caería después bajo el golpe de calor. La primera parte de la meditación fue deliciosa, como los preámbulos del amor. Dulce y decidida a penetrar el misterio del soltar, del que espera como hembra la embestida de la ola, que en cualquier momento puede acontecer en el clímax de la entrega.
La atención abierta se posaba, como sin enfocar, en la fase de la expiración y la idea era seguir la pista a la disolución del aliento en el espacio, sobre todo en esa pausa misteriosa hecha de apnea, en la que parece se detiene el mundo y se abre una puerta dimensional, lo que permitía asomarse más allá de uno y desdibujar un poco la frontera. Era un soltar con cada expiración el miedo a la apertura, el miedo al no hacer, única “acción pasiva” capaz de expandirse en el espacio con cada aliento. Quietos, sin hacer nada, solo ser disolución. En seguida se produjo una especie de gozo chiquino, de paz rica, de una promesa de amplitud, que podía incluso asustar un poco a los lindes claros del yo, tan enfundado en un cuerpo con fronteras claras. Una vez echa la conexión Dokushô no invitó a abrir el campo visual, primero enfocando un objeto que se convertía como en el centro de un espacio, el cual se iba abriendo primero un metro, luego cinco, luego todo el espacio visual abarcado en un mirar no mirando. A ese campo se le cosía uno nuevo, el de los sonidos. Se trataba de pescar con una red abierta todos los peces sonoros que contextualizaban ese otro primer campo que permanecía abierto.
En un equilibrio ecualizante se iban sumando campos de experiencia. Una vez estables los dos anteriores seguíamos expandiendo el campo hasta incluir a las sensaciones táctiles, que eran como una paradoja frente a las sensaciones expandidas de los otro dos campos, pues estas se concentraban en el cuerpo, que de pronto se percibía pequeño, respecto a las esferas del silencio y los sonidos y la esfera de lo visual que abarcaba tierra y cielo. Pero su concentración en la esfera del cuerpo permitía intuir que los lindes del cuerpo no estaban tan claros, que había algo rodeando al cuerpo que era suceptible de expansión.
Abiertos, manteniendo una apertura que dependía de un dejarse hacer más que violentar el cosido de los espacios con una voluntad que se adivinaba torpe ante tamaña proeza cognitiva íbamos vigilando con atención abierta que ningún campo se abriese en detrimento de otro. Como con un rebaño de ovejas cognitivas las sensaciones táctiles se dejaban acariciar por las sonoras, las sonoras imprimían huellas en las táctiles, las visuales coloreaban un escenario que se hacía cada vez más brillante. Dokushô decía que era una cualidad innata de la mente ese abarcarlo todo, pero la única manera de abarcar era una operación nada sencilla: descentrarse del punto fijo del yo y expandirlo más allá de sus fronteras para que cualquier punto del espacio habitado por la conciencia fuera centro desde el que observar. Era un sutil desplazamiento de la conciencia centrada en uno mismo difícil de sostener. Parecía que el jardín del mundo no tenía límites salvo por la apertura de la mente y la mía se resistía.
Después nos tendimos e hicimos una aproximación al otro tipo de meditación que practicaríamos durante el mes. La atención abierta al vacío. Nos tumbamos boca arriba mientras el sol hacia justicia sobre nuestros ojos azules y contemplamos el cielo más allá de las espectaculares nubes que lo dibujaban. Nuestro foco era la inmensidad del cielo, más allá de cualquier fenómeno, el cielo como sustrato, el cielo como símbolo de ese vacío del que todo emerge y que se mantiene inafectado por todo lo que emerge, el único real, el señorío de la realidad nos observaba. Tanta belleza probaba metafísicamente el infinito como decía el poeta. Recordé las palabras de Eckhart «El ojo con el cual Dios me ve es el mismo ojo con el que yo veo a Dios, Su ojo y mi ojo son un solo ojo.»
Cerré los ojos, el sol me los quemaba.
La noche la pasé semiincorporada en la cama, solo tuve que pasar una hora en el baño tosiendo y el resto pude descansar aunque mi cuerpo estaba muy caliente, demasiado sol, demasiada luz para mi ceguera.
El domingo transcurrió acunado por un cansancio que me abandonaba los músculos. Estaba flojita y cuando Dokushô nos puso en parejas y empezó a dirigir una meditación sobre la empatía y la compasión, toda la dificultad y aflicción del mes entero anterior aprovechó los primeros acordes de una bellísima música para expresar su dolor. Sólo necesité oír: “muestra tu vulnerabilidad, no te escondas tras la máscara, muestra lo humano que eres, entrégate a que te observen sin pretender nada. Suelta” y las lágrimas como perlas empezaron a rodar.
Yo tenía que mantener los ojos cerrados y el compañero que me había tocado en suertes los tenía que tener abiertos, indagadores de su empatía ante el rostro de un otro. Me mostré no como Beatriz sino como una ser humana que sufre, haciendo honores a esa noble primera verdad del Buda. Como una ser humana que comprendía el origen del sufrimiento haciendo honor a la segunda Noble verdad. Mi ignorancia era manifiesta solo sabía que no sabía nada. Me daba igual lo que nadie pensase, ni él ni a quien le pudiese llamar la atención mis silenciosos sollozos. La música era de una belleza que atravesaba con verdades mi corazón. Mi compañero tenía que mirar con empatía y compasión, pero más allá de él yo sabía que algo me observaba lleno de amor a mi oración en lágrimas. Él era su representante y por un momento temí mostrar tanta intemperie, pero volví a soltar, sin control, salvo por una base sólida de sobriedad que me permitía estar ebria en las lágrimas de mi comprensión de mi pequeñez humana.
Después se cambiaron las tornas era yo la que con los ojos le miraba y el con sus ojos cerrados el que se ofrecía a mi receptividad. Bebí cada una de sus grietas, cada una de sus comisuras, navegué sin pudor sobre sus labios, sin un ápice de deseo pero embargada por una sensualidad abierta, triunfante porque no desea poseer. Su barba eran miríadas de poemas colgando sobre su mentón de hombre, pero lo que más me asombraba eran esos párpados bajo los que un volcán de mirada se escondía de los míos. Me maravillaba poder estar contemplando en un hombre todos los seres humanos. Mi empatía se hizo amplia como la vía láctea, pero no necesité compasión pues él solo me ofrecía serenidad.
Cuando Dokushô nos invitó a abrir los ojos a todos a la vez el pudor fue mi velo de novia a su mirada. Los abrí fertilizados por mil lagrimas y el los abrió fertilizados por su quietud, compasivos, humanos, masculinos. Nos entregamos a la contemplación de ese otro que es un yo también, como el propio. Las llaves que abren todas las puertas están atadas al pecho del amor decía Rumî. Mi pecho empezó a arder y sentí como el amor es un puente entre el tu y el Todo. Dokushô, no sé porqué, rompió el clímax de unión que había ido construyendo con sus palabras, metió el humor y las risas dieron cabida a muchos a salir de la profunda interiorización que la meditación había propiciado. Nos ofreció abrazarnos y nuestros pechos solo corroboraron el inmenso fuego que se había encendido en nuestros corazones. Su pecho estaba ardiente, irradiaba un calor notable. El mío estaba ardiendo e irradiaba un calor de entrega. Los dejamos arder un rato juntos y mientras todos rompieron a hablar en una algarabía española nos mantuvimos en una isla de silencio que no éramos capaces de profanar con ninguna palabra. Salí amando más y mejor a mis hermanos y ahíta de desapego. Cuánta belleza, potencia y bondad había en el corazón de un ser humano. Qué ilusoria es la soledad cuan profundamente uno somos todos.
Salí de Luz Serena transformada. El ciclo de noche en el que el módulo de los contenidos mentales me había depositado había dado paso a la apertura, la noche era ahora iluminada por el día, noche y día qué más daba. Volvimos a Madrid. Agradecida. Tuve días de fiebre y cama para aposentar la nueva experiencia, donde el campo abierto me permitía abarcar, toses, cajas y cambios.
Como dice un bello amigo de los que he engalanado mi vida gracias a esta formación. “Eres muy intensa”. Aquí dono una vez más esa intensidad hecha palabras para hacer eterno el instante vivido, para encender los fuegos de nuestra reciprocidad en busca de una nueva estación, en esta ocasión un viaje hacia Mahamudra, que la Luz Serena nos regala en forma de un nuevo módulo, una quinta Morada: «Así como en el espacio nadie puede apoyarse en nada, en Mahamudra no hay punto de apoyo. Sin artificio, en el estado natural, permanece relajado. Así relajado, los lazos se sueltan sin lugar a dudas. Contemplando el espacio, la visión desaparece; cuando la conciencia contempla la conciencia, extinta toda actividad mental, el Despertar insuperable emerge». Instrucciones de Mahamudra, de Tilopa.
Beatriz Calvo Villoria
Fotografías: Dokushô Villalba
8 Comments
Gracias Beatriz, por tus letras que hacen que mi emoción sea intensa. Que bella eres. Un abrazo
Muchas gracias Francisco. Bello es el que reconoce la belleza, así que bello eres tu también….
Gracias, gracias, gracias por compartir esa apertura tan grande!
Muchas gracias Mariluz, no se ni cómo me atrevo, pero las palabras me impelen, construyen ellas solas su salida al mar de lo común. Un abrazo.
Intensidad, desde luego…!!! Mucha y muy generosa intensidad esencial…!!!
Emocionadísimo con este relato valiente y transparente.
Quiero expresarte mi gratitud por lo que compartes. Gracias, gracias, gracias…
Gasshö
Querido Joaquín, gracias a ti por recibir mi desnudez de esa manera. Comentarios así me hacen vencer mi timidez a exponer este alna que de tan individual se hace universal. Gassho
Quería decirte muchas cosas, pero lo que me sale es ¡eres tremenda!!.
Tremendidad de exponer tus inquietudes vivenciadas por la vida misma, hilo conductor que nos trae a todos a donde estamos. Y tremendidad de expresarlo, el Verbo como expresión, pero como conformador de nuestra realidad, bien sabes que es Creador. Cuesta creer que cuando se nos cae el velo, todo es perfecto, la Vida es perfecta en si misma, es lo que tenía que ser. Me dijo un sufi que tenemos la sensación de libertad, pero realmente, no somos libres. No es momento de entrar en polémicas, se nos escapa a nuestro estado ordinario.
Como participante en el modulo, me ha evocado la práctica, pero mas viva.
Gracias Bea,
Abrazos mil
Querido Vicente, gracias por tus palabras…. Sí que es tremenda la vida, si que es tremendo el poder evocado de la palabra, creativo. Con cada comentario crece la certeza de que somos uno que se refleja en cada uno que somos. Otros mil abrazos de vuelta