Ecosofía
5 mayo, 2016Crónicas desde la Luz Serena. Hacia la mar.
28 junio, 2016“A la mente del principiante se le presentan muchas posibilidades; a la del experto, pocas”. Eso decía Shunryu Suzuki y resonaba fuertemente en mi mente mientras observaba como la llegada a Luz Serena se había desprendido del asombro que produjo volver a encontrarla la primera vez, después de años de ausencia mutua. Mi mente ordinaria empezaba a dar por sentado que Luz Serena ya me había sorprendido todo lo que tenía que sorprender, que los labios terrosos de sus paisajes ya no podrían conmover los míos, que acudían a su territorio de pino y viento desprovistos del deseo y del asombro de hacía ya cuatro meses, cuando mi primera llegada encendía cada átomo de célula de un fulgor de enamorada.
Apenas despertó mi mirada plana el olor a miel de las flores orquestadas en diminutas perlas entre las hojas de las acacias, su penetrante olor de dulzuras aromáticas no quebraba la patina de esa inercia a la mirada tibia de la vida, de un dar por hecho que aplana la existencia en notas anodinas. Constataba mientras me dirigía hacia el comedor, no sin cierto dolor, una pérdida de pureza, la que da la mente de principiante. Como dice Rumi » Cada uno ve lo invisible, en proporción a la claridad de su Corazón”.. Mi mente estaba cerrada, opacada, como hacía tiempo no recordaba. Había perdido fulgor y eso aumentaba la inquietud por encontrarlo de nuevo.
Quizá el movimiento que mi sistema estaba recibiendo por un nuevo cambio en mi vida -la búsqueda de una nueva casa-, apenas estabilizada en la que recién me encontraba, o quizá la cantidad de trabajo necesario para mantenerse en una ciudad como Madrid, y que a veces dificultaba la vocación principal de mi vida, de parar y ser consciente del misterio. O quizá el agotamiento de los méritos, del fakr dirían los sufíes, de la pobreza necesaria para llamar a la puerta con honestidad se estaba agotando, pues no había sido renovada con mayor virtud, virilidad que dirían los antiguos. La humildad de saberse nada hacía tiempo que no asomaba sus aromas con suficiente presencia como para abajarme de las atalayas de mis preocupaciones existenciales y mundanas.
Todo eso quizá dificultaba el vaciamiento de mi mente de demasiados contenidos mentales y ésta no se encontraba dispuesta a recibir pronta la llegada de la vida en su novedad continua, siempre única, siempre creando mundos a cada instante. Había demasiado yo construyendo su fortaleza de cierta seguridad en medio de un mundo que de nuevo se movía demasiado rápido para mis gustos personales. De nuevo la búsqueda de equilibrio en la cuerda floja, que enhebra el yin y el yang. El juego cósmico de la luz y la noche oscura me hacía presentir movimientos interiores que edificaban semana a semana, ante el susto de no tener nunca nada asegurado, salvo la muerte, paredes para cerrar los huecos por donde la luz cegadora de la impermanencia me advertía una vez más de mi intemperie en el juego del tiempo y el espacio -bendita eternidad anhelada-.
Velos que opacaban la posibilidad de apertura de la mente cuando se vacía de ese sí mismo que es pura ilusión autoconstruida. Ser un espejo puro para reflejar en una gota de rocío la poética brutal de un universo entero emergiendo. O ver como una brizna de hierba prueba metafísicamente el infinito, como otro poeta también dijera. O ser apertura y mirada para ver en el velo de la creación, una pantalla para la verdad, donde los secretos, de pronto, como fuentes brotan, como decía, de nuevo, otro de esos lectores de infinito que son los poetas.
Así que el módulo que se iniciaba era perfecto para desenmascarar esos ladrones de apertura, esos constructores del olvido. La atención a los contenidos mentales prometía ser una interesante medicina a las obras subterráneas que las preocupaciones cotidianas por la pérdida de seguridad a cada instante, por tener que hacer malabarismos en una dualidad agotadora estaban solidificando mi mirada. Las flores de Daishin, la monja de Luz Serena, refulgieron un poco en mi retina y el eco de las esencias hizo vibrar la membrana de la opacidad. Había un conjunto de flores azules cuyo tililar coloril era sin duda una alegría, pero no detuve el tiempo como otras veces y seguí reflexionando sobre lo que le pasaba a mi mirada.
Quizá también el trabajo del anterior módulo con las emociones había puesto a la luz demasiadas sombras aflictivas que pululan inconscientes. Nos recordaba Dokushô el koan de Kodo Sawaki “la oscuridad de la sombra del pino depende de la claridad de la luna” y nos desgranaba que a más luz de la clara luna de la atención, la sombra del pino -nuestros contenidos aflictivos-, es más vívida. El afinamiento de la atención plena se iba haciendo cada vez más sutil, más luna llena, luminosa, y muchos de los contenidos emocionales que están escondidos en el alma, y escritos en el fuego rojo y vino de la sangre y de la carne habían sido enfocados persistentemente durante un mes, y eso quizá había producido cierta fatiga. Ver tantas pasiones invadiendo la mente humana y asentándose en el cuerpo, que es a la vez mapa y territorio de la mente, impidiendo ver la realidad en cuanto tal, realmente fatigaba. Acostumbrada como estaba a huir hacia Dios desde la práctica oratoria que enhebra mi vida espiritual, a oponer a los logismoi -condicionamientos mentales- sus medicinas complementarias, a la ira la paz, al miedo la confianza, este quedarme quieta y desidentificada era nueva tesitura.
Es cierto que el Buddha coincide con los padres de la iglesia o los sufíes, por nombrar dos místicas teístas y señalar sus similitudes en el arte del combate de la ilusión, que ante tales pasiones debíamos ser como médicos que simplemente las observan con la mayor ecuanimidad, sin reaccionar, ni identificarse con ellas. Pero, también es cierto, que en las religiones teístas, el elemento de gracia sostiene al unísono la espada que corta las cabezas de la ilusoria hidra, y estaba más acostumbrada a huir hacia Dios, hacia la Clara luz como estrategia, dejando a los vanos discursos desarmados por la indiferencia, mientras aumentaba la concentración en lo que sí es, en vez de en lo que no es, que mantenerme impertérrita ante el emerger de dragones que envidian o celan de amargura el alma humana.
Y es cierto que también entreveía que esa verdad de la Clara Luz, en el Zen, el Tao, el Atman o el Dios de los abrahámicos, era un “soy siendo el que soy” en la parte más profunda e inaccesible para lo humano no deificado, iluminado y que ahí es donde estábamos todos intentando regresar, o recordar ser que somos eso como dice el Amritbindu Upanishad “Eso en quien todos los seres residen y que reside en todos los seres, que es el dador de gracia a todos, El Alma Suprema del universo, el ser sin límites —yo soy eso.” Pero esta era una nueva manera de tejer el recuerdo o el camino y mi intención era explorarla, no sin cierta dificultad, para el bien de mis alumnos; motivación que continuamente ponía en primer plano ante los obscurecimientos discernidores que acontecían en mi mente cuando quería casar lo que en la forma parecen incompatibilidades exteriores de las distintas tradiciones y sus variadas pedagogías y buceaba en busca de la vinculación profunda y eterna de todas las formas de espíritu de la mano de autores como Fritjof Schuon.
Esa observación ecuánime de la que hablan las tradiciones y Dokushô traía a la Escuela en formato secular dicen que logra descomponer la pasión en sus diferentes elementos, los diferentes cabos de las distintas cuerdas que hacen el amarre, el nudo que impide el flujo de la vida y permite no perder la cabeza viendo el mal donde no existe, pues es tan irreal como una serpiente dibujada en la forma de una cuerda. Pero la santa ecuanimidad es un fruto de lenta elaboración, es lámina de oro tras lámina de oro hasta dibujar la imagen y semejanza real, así que muchas de esas enojosas pasiones habían estado mostrando todas sus inadecuaciones durante muchos momentos cotidianos a través de la práctica de las alertas emocionale y las tomas de conciencia, que consistía en instantáneos fogonazos de conciencia, los shoken de los que ya hablé en las otras crónicas, e iban aumentando cada vez más la vigilancia, ese estar alerta ante los impulsos que surgen del “continuo de consciencia” que se adhiere continuamente a emociones y pensamientos pasajeros y que impiden ver la realidad en cuanto tal y nublan la visión y atención del ser humano.
Quizá por esa falta de ecuanimidad estaba anegada de muchas cargas energéticas en las que se expresan somáticamente las emociones, coagulándose o concentrándose en zonas dianas del cuerpo y que no había podido transformar y metabolizar con la excelente meditación de la transformación que Dokushô nos había enseñado, y sus texturas estaban más a flor de piel, más iluminadas. Y la sensación de saber al territorio del cuerpo congelado en muchas de sus fascias me hacía más evidente el sufrimiento de ser un humano a medias, contracturado en distintas partes del alma y en su expresión somática, el cuerpo, que se convertía en una especie de mapa hecho de carne para explorar el territorio de una mente no adiestrada, profundamente identificada con sus interpretaciones sesgadas de la realidad, que le hacía congelarse, contracturarse para no sentir la dureza de una vida a oscuras, y que inevitablemente anudaba su expresión más matérica, un cuerpo anudado, cerrado, opacado que ahora hablaba alto y fuerte de cómo le dolía la vida. Puras consecuencias de adentrarse en el camino.
Nadie dijo que el camino fuera fácil, que la exposición a lo que duele fuera una medicina dulce. Allí, aquí y ahora estaba el oleaje emocional mostrando sus contornos por una luz que estábamos adiestrando. Todo ello, supongo, había hecho que de alguna manera desapareciese el “chiquino” hueco que desde hacía muchos meses se había horadado en mi alma, por el que el viento del espíritu soplaba débiles melodías que reconfortaban este extraño viaje de regreso a casa. Nuevas capas de la cebolla de esta mátrix mental que encarcela al cuerpo se mostraban ante mi mirada.
Eso sí, había habido varias batallas ganadas como la de mi fobia a volar (después de una experiencia traumática en un viaje transoceánico) y había comprobado la alquimia de la aceptación, como una sustancia cálida que emanase de la posición que adoptaba la conciencia para acoger la realidad que acontece. Como una especie de abrazo a la emoción aflictiva y a su carga energética correspondiente, y como si en ese abrazar de circunferencia que abarca se destilase una sustancia con textura de soma, que penetrase dentro de la emoción y la fecundase de una trasmutación, un cambio sutil de composición.
Era como el huésped incomodo que en medio de la noche llega a esta casa de huéspedes que es el alma, y el no negarle refugio y recibirlo como un hijo pródigo que viniese a ser abrazado por la paternidad luminosa de la conciencia, que acepta su desviación o error de tiro a la hora de buscar la felicidad, le permitiese expandirse paulatinamente mientras la miel de la apertura lo fuera, por otro lado, alquimizando hasta transformarle, desde el amor, en un carga energética que se distribuye por el cuerpo ecualizada. Perdiendo así su contractividad, generalmente disparada como flecha en una parte del cuerpo. Y sentir como esa expansión y metabolización podía incluso saltarse los márgenes del cuerpo, sus fronteras y desembocar más allá, atravesando espacios, en mi caso, el avión y el cielo que nos sostenía. Hasta comprender lo que Dokushô nos explicaba de desembocar con los ríos emocionales, que la vida continuamente genera en su expresión, en el océano de los cuatro inconmensurables. La aceptación cuando llega, es muy parecida a la gracia porque convierte a la situación más intolerable en tolerable. He ahí su alquimia liberadora.
La mañana se presentó fría y fui infiel con el Budhha del bosque, el frío y mi tibieza me impidieron presentarle mis respetos como las otras veces y fui hacia el dojo sin cantarle con mi flauta y con mi espíritu una canción de alabanza. Empezamos el viaje. Dokushô dio de nuevo una clase magistral, mientras ecuanimizaba un viaje de un mes por cuatro países sudamericanos, que se mostraban en su rostro. Los contenidos mentales fueron explicado desde la sabiduría budista sorprendiendo a muchos antes sentencias como que la ilusión es confundir nuestra interpretación de la realidad, los constructos mentales subjetivos, con la realidad en sí misma; lo que no significa que afuera haya una realidad objetiva distinta a la que nosotros representamos. O la exposición de una ausencia del yo, una carencia de sí mismo, el atman de los hindúes, el alma de los abrahámicos. El anatta del Budismo fue brevemente expuesto aunque Dokushô tuvo la gentileza de no imponerla como un principio que asumir ya que es un dogma explicado de maneras muy diversas dentro del propio budismo.
Resumió la intención del módulo no como una adhesión a su explicación de anatta sino para aprender a relativizar nuestras construcciones mentales, que son representaciones subjetivas de una realidad que se nos escapa por incognoscible. El Tao que se nombra no es el verdadero Tao. Visiones relativas, parciales, subjetivas o intersubjetivas nacidas del consenso social. Teníamos “simplemente” que aprender a hacer lo mismo que con las emociones aflictivas: desidentificarnos de ellas en cuanto fenómenos que aparecen en el campo de experiencia que somos. Dejar de ser lo que pienso, justo al revés de lo que decía Descartes, “pienso luego existo”, axioma filosófico, y por lo tanto meramente racional, que ha dado lugar a un hiperracionalismo que ha sellado para el hombre occidental el acceso a una experiencia directa de lo real.
Vivimos la vida a través de las representaciones que nos hacemos de la realidad, y la arquitectura mental que construimos a cada instante en que la vida viene a interpelarnos tiene una clave de bóveda, una piedra angular que soporta todo el edificio, un pensamiento nuclear: la idea de un yo, separado, individualizado. Un concepto, una imagen mental, un mapa que trata de designar el ser real que somos, que escapa al raciocinio por su pluridimensionalidad y lo empobrece al encarcelarlo en un autorepresentación limitada, plana, con la que fatalmente nos identificamos. De tal forma que el mapa –la imagen mental de nosotros mismos- se acaba convirtiendo en un territorio falso y desprovisto de profundidad y elevación, por el que deambulamos como fantasmas desconectados de la vida real, que acontece en otra dimensión del ser, cuyas cualidades son de seidad infinita, belleza, conciencia.
Así que la mente ordinaria, ruidosa limita la naturaleza vasta de la mente original en un proceso adictivo a un discurrir de pensamientos con el que adquirimos sensación de existir, de ser alguien. Y nosotros nos íbamos a dedicar durante un mes a observar esos contenidos mentales, los ladrillos de la construcción que nos limita y parcializa la visión de la totalidad, pero que afirma el falso yo en el que nos refugiamos. El reto era objetivizar esa subjetividad para paulatinamente en un proceso natural de deconstrucción de ese falso yo descubrir que lo que somos realmente está más allá de la autoimagen mental.
Iniciamos la práctica y enseguida me percaté de lo poderosa que era la técnica. Primero asentamos mínimamente la concentración, el asiento de samatha o samadhi para tener persistencia en el enfoque de nuestra atención en el sutil mundo de los contenidos mentales, que exigen un enfoque firme y luminoso. Enseguida empezó un desfile de pensamientos a bastante velocidad, pero que podía observar uno por uno, cuando emergían y cuando desaparecían, gracias a que se ralentizaban un poco por el mismo hecho de ser observados. En mi primera sentada, solo acontecieron imágenes y algún pensamiento analítico, llevando cada uno su correspondiente emoción aflictiva, dichosa o indiferente. Había que ejercer una distancia, pues si no era fácil encontrarse pensando dentro del pensamiento, dejarse llevar por su narrativa, en vez de observar sus cualidades, de imagen, recuerdo, análisis, fantasía, etc. como desde fuera; a la par que algo de uno participaba en ellos, sacando conclusiones, darse cuentas de sus matices, sus significaciones …
Después de un rato en que misteriosamente, por la gracia del dojo y la sangha no me desvíe ni un segundo de la observación, apareció una conciencia cada vez más clara de lo que eran, de su naturaleza impermanente e interrelacionada. Una sensación despertaba una emoción que se articulaba en un pensamiento, o un pensamiento venia cosido a una emoción. Y una comprendía en ese proceso simultaneo de darse cuenta de la imagen observada que uno no era ese pensamiento, pues tal como emergía, desaparecía, o se transformaba en el siguiente, hasta llegar a formarse en mi caso un arroyo de montaña encañonado que empecé a observar como un fluir de fenómenos, a veces inconexos, a veces narrando un sentido por el curso que el río tomaba, más allá de las palabras, más allá de los pensamientos.
Había también que utilizar la ecuanimidad para no caer en el juicio de cuales eran buenos y cuales malos según mi sesgo cognitivo, y esa distancia entre los polos duales generaba el último movimiento de la meditación: la libertad interior de saberse libre de los barrotes, de los pensamientos condicionantes de una realidad que asomaba por los lindes de sus estrechos confines, hasta el punto que a mitad de la meditación los pensamientos dejaron de ser proyectados en la pantalla de mi frente y sentí que el espacio de la pantalla abarcaba de pronto el dojo entero, y las imágenes empezaron a salir de mi, y a ser generadas por un no sé qué que iba más allá de mi, pues ya no era el centro de proyección de la película ¿o sí?, pero mi centro de observación se había desplazado más allá de mi pequeño yo. En esto sonó la campana, que me tiene arrobado el oído, y tuve la primera experiencia de deconstrución del yo que Dokushô decía que podía acontecer de forma progresiva, y que puso en alerta a varios de los psicólogos clínicos de la sala, por el peligro que ello podía entrañar.
¡Cielos yo no esperaba encontrarla tan pronto! Yo estaba en la escuela para ser mejor profesora, no para deconstruirme, pero cuando abrí los ojos tuve la extraña sensación de que Dokushô era un contenido mental que acontecía en un campo de experiencia que nos contenía a ambos, y al recorrer la sala tuve una pequeña sensación de irrealidad como de un sueño, como si todos mis compañeros eran también fenómenos mentales que iban surgiendo a medida que los observaba, como si fueran soñados desde no sé dónde. Se me planteó la duda de si tenía que observarlos como los fenómenos que acaba de observar, con distancia y ecuanimidad, pero eso me dejaba tremendamente sola y extrañada. Un absurdo pensamiento vino a “salvarme”, a construir de nuevo la guarida de mi yo, de mi pequeña vasija -con perder la casa ya tengo bastante, perder el yo no me va a resultar operativo-, y aunque sabía por doctrina que perder toda sensación de mi era la puerta de escape a las mil ataduras, decidí que perderme por completo, morir antes de morir para no morir cuando muera quería realizarlo en el marco de mi propia tradición donde tenía las garantías de protección de mi linaje espiritual, así que con esta justificación o constructo mental solté el proceso y dibujé de nuevo las montañas, acepté, una vez más, quedarme en el umbral y escogí el espectáculo vacío de las formas, pues comprendí también, en el breve momento en que la montaña empezó a dejar de ser montaña, que no estaba preparada para la demanda de cualquier enseñanza verdadera: la muerte del ego. Por mucho que el mío alabará la idea de que el olvido es lo que quiere, había de reconocer que llegado al borde nunca puedo dar el último paso. Demasiado pequeña para los abismos de la liberación y así estaba bien, eso es lo que era.
Pero no acabaron aquí las sorpresas iluminadoras de una realidad que presionaba a mi psiquismo para estallar sus cárceles cognitivas ante una realidad inabarcable que nos llama en forma de anhelo poderoso, a la par que nos abisma la posibilidad de disolver nuestros constructos en ella y en la siguiente meditación de la tarde el viaje fue realmente conmovedor para mi sistema, como esas experiencias chamánicas donde la membrana que separa los mundos visibles de lo invisibles se hace trasparente y uno se asomase a una pluridimensionalidad desbordante que deja temblando al sistema ante tanto misterio. Supongo que mi pobre, pero comprometida práctica de doce años hace que mi sensibilidad a las herramientas espirituales, por muy secularizadas que estén, sea muy alta y en cuanto mi sistema detecta una oportunidad de comprender la realidad se lanza sin salvavidas, así que en cuanto la voz de Dokushô inició el ejercicio de comprender la interrelación entre el cuerpo y sus sensaciones en determinadas zonas del cuerpo, las emociones asociadas a esa zona y, una vez detectadas, el contenido mental que emerge en una asociación de profundos significados y causalidades, la nitidez de esa interrelación de significados múltiples se hizo experiencia extremadamente vívida.
Empezamos con el rostro y lo que sentí allí fueron eones de sentirme amenazada, por la incertidumbre de este valle de lágrimas del samsara, la mandíbula tenía una histórico tan fuerte de contracción que el contenido mental que emergió fue un tiburón tan grande que ni Cameron podría haberlo dibujado con los efectos especiales de Avatar, era un escualo inmenso que surgía en tres dimensiones y amenazaba con devorarlo todo. Se movía de un lado a otro de un océano, que de nuevo salía de los contornos de mi pantalla mental particular y ocupaba todo el dojo; como esas películas en las que al ponerse las gafas el espacio se transforma y las imágenes vienen de todas partes. Continuamos con la garganta, la cual había enfermado desde que había llegado a vivir a la gran ciudad y la textura somática era de una tristeza que iba más allá de esa circunstancia. Era ontológica, la tristeza de saberse separado de un no se qué que se anhela en cada búsqueda de felicidad mundana, en cuanto Dokushô pidió ver que contenido mental emergía un ave blanca, entre cisne y gaviota, apareció envuelta en la turbulencia de un torbellino de agua lleno de burbujas, a cada cual más nítida, en las que se reflejan miríadas de mundos diminutos, que le impedía el ascenso que desesperadamente intentaba. La imagen era de una vividez tal, que el segundo grado de vichara o observación no analítica me mostró con conciencia clara todo lo que no había sido dicho en mi vida, y pareciese, por la envergadura de la tendencia que asomaba sin palabras, que tampoco había dicho en otras tantas vidas, una tendencia que entendía ahora sin pensamiento y que hizo que una lágrima con la textura de una perla que atesorase medicina en su duce deambular por la mejilla bañase compasivamente mi atestiguación.
Yo no era esa tristeza, me decía, ni esa ave, ni ese torbellino, era el observador que buscaba ecuanimidad ante el despliegue de la intensidad de ser vivo expresándose en texturas somáticas, imaginales, emocionales. Desde ahí todo cabía. Los hombros me mostraron la dureza que la vida va construyendo sobre ese soporte de trapecios. Una rigidez avanza desde hace meses convirtiendo mi hombro en una amalgama de tendones fijados a una tendinitis que los médicos no consiguen curar. La imagen que emergió fue de unas montañas como pintadas a lo sumi-e, pero sin esa luz de las pinturas japonesas, todas negras, amenazadoras, misteriosas, contundentes y pesadas, pero pronto se transformó en una imagen de la warner brothers cuando una monumental esfinge de una divinidad egipcia surgió de esa matriz de la mente y era arrastrada por miles de esclavos egipcios, entre los que yo me incluía, el hombro sobre el que la soga atravesaba mi carne era el mismo que me dolía en la realidad del dojo. Mi rostro se crispó y sentí que alguien vigilaba mi proceso, pues había tomado nota del viaje que se estaba esculpiendo en mi rostro.
El pecho estalló en tristeza de nuevo y una segunda lágrima rodó por el otro lado de la mejilla, aquí la ecuanimidad se empezó a poner difícil. Las imágenes que surgieron venían como de otros mundos, formas amébicas que se adherían a mi zona cordial oprimiéndola, las sensaciones correlacionaban con las imágenes de una forma que me hicieron usar mi propia práctica espiritual, recé para protegerme de estas extrañas, fantasías, imaginaciones, ¿expresiones de mi propio sufrimiento psíquico? ¿expresiones de realidades que conviven con nosotros y no solemos percibir, como los sonidos de determinada frecuencia? ¿Quién lo sabe? o ¿Quién quiere saberlo? Yo no, y me repetía makio, makio, todo es ilusión salvo lo Real.
El viaje continúo entre imágenes de dioses y diosas, fuegos sagrados, luces, esqueletos que emergían como en las narraciones del bardo todol; ancestros olvidados, ballenas oceánicas que sacudían con sus cimbreos de ola y gravedad la sensación de estancamiento que aprisionaba mis pies. Estaba conmovida, mi sistema energético temblaba por dentro y cuando Dokushô cerró el ejercicio diciendo que en el cuerpo estaba escrito toda la vida y las otras vidas, los ancestros, el trayecto por la existencia donde fuimos pez, ballena y dioses… fue la expresión de lo que acababa de vivir: todo está escrito de una forma arrolladora en las fascias, en los tendones, en los órganos diana, como decía Damasio y la medicina tradicional china. Estamos imbuidos en mundos dentro de mundos, en una infinitud desbordantes de manifestaciones que nos traspasan, interacciona, nos cabalgan, nos tocan e influencian; los unos a los otros en múltiples direcciones, multiversos, pero que gracias a Dios son integrados en una única totalidad que los contiene, los manifiesta.
Dokushô pidió si alguien quería comentar su experiencia y no me atreví a abrir la boca, mientras algo temblaba en mi interior. Le pedí una conversación a solas. Mientras le narraba la experiencia, recordando en la medida que lo hacía la importancia de la articulación del lenguaje humano que nombra la experiencia para ordenar el mundo, aunque lo reduzca, pues para metabolizar lo vivido uno tiene que esculpirlo en la palabra que crea orden, pues convivir con la comprensión de la pluridimesionalidad que acababa de experimentar me inquietaba, estaba todo tan interdependientemente entrelazado, compartir campo de experiencia con tantos seres, entidades me desasosegaba por la categorización de los que eran malos y los que eran buenos, símbolos imaginales de combate cósmico entre el bien y el mal. Vislumbrar la envergadura del tejido de la existencia era abrumador, sobre todo los planos de esas extrañas criaturas que no se cómo nombrar y los chamanes nombran como seres del nagual y la psicología tradicional nombran como representaciones de las pasiones más bajas del hombre, que son adentro y afuera, simetrías del estado de nuestra alma, nuestra psique, tendencias que recorren los estados múltiples del ser sedientos de codicia, lujuria, odio o ira y que las diversas tradiciones han simbolizado en todo tipo de imágenes. Criaturas que son y no son, relativamente reales, pues sólo la Totalidad, el Sobreser es. Y es la única realidad, la metafísica, más allá de todos los constructos incluso de los Ishvara la que libera por la verdad de lo que las cosas son. Recordé lo que dice Schuon de que la idea del mal desde una punto de vista confesional es una interpretación parcial respecto a la perspectiva metafísica que hablaría más propiamente de una tendencia cósmica negativa, desde la comprensión de que este universo es dual, sería lo que los hindúes llaman tamas, una tendencia cósmica que solidifica la manifestación y tira de ella hacia abajo, alejándola del Principio-Origen, en el ámbito personal del alma humana sería el yo, mi mío. Eso eran lo que torpemente mi mente había proyectado como amebas, seres de otros mundos sedientos, seres de mi inconsciente o del inconsciente colectivo que como el rico Epulón querían agua de conciencia del Lazaro que mira ecuánime desde el cielo. No había que temerlos.
Quedamos en usar el siguiente zazen para bajar a tierra tantos vuelos imaginales, anclar las rodillas con firmeza y calmar el oleaje. Así lo hice y la ecuanimidad me permitió irme desapegando de la experiencia, a no hacerla más grande de lo que era, un oleaje surgido de la mente o de la gran mente. Sin necesidad de concluir nada de forma determinante, todo lo que la experiencia me había querido decir ya estaba dicho y escrito en una nueva página del libro del cuerpo, solo quedaba dejar que todo siguiese su curso coger el cuenco, servir la sopa, caminar 100 pasos hasta el dormitorio, dormir…
El módulo quería enseñarnos que la medicina que libera es el carácter “neutro” de la ecuanimidad, más allá de la distinción del bien y del mal y el seguir caminando humildemente en ese aprender a ver objetivamente la propia forma psíquica subjetiva. Pues objetivar es la sanación de todos los contenidos que emergen, sean del propio mundo psíquico, sean del mundo psíquico colectivo, de ese interser que somos, que dibujan sus tendencias en el alma una compartida. La objetivación permite al hombre ver esas tendencias como algo que no es él mismo, y desde mi perspectiva yo añadiría que la psique es el ámbito de las acciones y reacciones indefinidas y por eso no se deja curar por medios psíquicos, es engañadora por naturaleza y solo se deja curar por algo que se encuentre “fuera” o “por encima” de ella: en mi caso el trasfondo inmutable y supraformal del espíritu. En el caso de la Escuela la conciencia clara, una conciencia plenamente consciente que ilumina y el cuarto módulo nos iniciaba en el camino de esa objetivación del sujeto a la búsqueda de una observación más brillante más pura.
Con estas crónicas simplemente trato de observar mis constructos, mis andamios para llegar al cielo del silencio, las olas de palabras por las que volver al océano de la que manan y me pregunto como lo hacía el poeta “¿Cuál es este mar cuya ribera es la palabra? ¿Cuál es esta perla que encontramos en sus profundidades? El Ser es el océano, la palabra es la orilla. Las conchas son las letras, las perlas, el conocimiento del corazón. En cada ola, proyecta mil perlas reales de tradiciones, de palabras santas, de textos. A cada momento surgen millares de olas. Sin embargo, su agua no disminuye en una sola gota. El conocimiento nace en este mar. Lo que envuelve a sus perlas, son las letras y la voz”. Mahmud Shabestari, Golshân-e-Raz,
Texto: Beatriz Calvo Villoria
Fotografías: Dokushô Villalba
4 Comments
Muchísimas gracias, Beatriz. Cuánto me identifico con lo que cuentas! Qué suerte haber coincidido contigo transitando este camino…
Muchas gracias Pepa, esa es la idea de las crónicas, desnudarse, con el pudor que eso supone, pero desde el convencimiento de que la desnudez de un alma es la desnudez de todas las almas, que el camino de regreso, de recuerdo de lo que somos es universal, para ayudar desde el pequeño aporte de cada uno a la liberación de todos los seres.
Gracias Beatriz, también yo, al leer tu crónica me daba cuenta linea tras linea, de cuan almas gemelas somos tod@s en lo referente al sentir de todo lo que relatas . Yo no dispongo de tan magnifica construcción y uso de las palabras, pero es maravilloso poder leerme a través de las tuyas.
Comparto el setir de Pepa, dando gracias por poder compartir y disfrutar de tus crónicas que tocan directamente mi alma.
Gracias Beatriz.