El espíritu sopla dónde quiere
7 marzo, 2016El Hombre
11 marzo, 2016El ardor de la primera vez, había menguado claramente, había besado en los labios de la belleza de su Luz con toda la pasión de mi alma enamorada, después de años sin verla, ese pedazo de carne trémula hecha de bosque de pinos y piel seca de mediterráneo interior había exacerbado mis sentidos, mis recuerdos y se lo había dado todo (o eso creía esa “velosidad” de la mente que impide la mente de principiante.) Acudía, pues, menos vibrante, menos caballo de fuego, que este aries impetuoso imprime al carácter, que las estrellas dibujaron en el cielo el día que nací a la vida, delimitando unos carriles que son tendencia.
La llegada de noche nos sorprendió con una pulsión de estrellas que hacían profundamente bella la oscuridad que las envolvía, o en la que escenificaban sus fulgores tililantes. La cena, un baño de multitud y reencuentro, la sopa exquisita, reconfortante, casi se adivinaban las inspiraciones y las expiraciones de los cocineros ofreciendo su atención y su amor a la tarea de sus manos.
Foto: Víctor Gibello Bravo
La mañana se levantó congelada, la noche le había vestido de un frío persistente y penetrante que dialogaba con la misma médula de los huesos, y conversando con la intensidad de sus mordidas en el rostro caminé presurosa a presentar mis respetos al Buda del bosque. Al verle tan sereno recordaba -y al recordar comprendía, y al comprender participaba pobremente de la esencia del objeto- lo que acababa de leer sobre la estatuaria budista: esa donación de su imagen serena era símbolo y soporte generoso para la contemplación de unas verdades que permitían descansar de ese egocentrismo enfermizo, el que te hace sentir perpetuamente amenazado e insatisfecho e intuir, que más allá de la cárcel de la aflicción construida con los barrotes de la ignorancia, la sonrisa de un hombre despierto derramaba bondad amorosa preñando la mirada de quien se dejase fecundar.
La sonrisa del Buda iluminaba el bosque de pinos, que andaba, por cierto, con heridas recientes de una intervención humana basada en la tecnocracia y la burocracia. El rastro del Átila que había cortado arbóreos ejemplares vetustos de Luz Serena no destacaba más que la belleza de los que habían quedado en pie. Los restos de la batalla andaban desperdigados por todas partes, pinocha herida de muerte descansaba ahora como una alfombra que cubría suavemente la tierra por todas partes; rasgaduras por las que asomaba la savia de la maleza compartían espacio con el ascenso de la luz en la mañana. Todo era perfecto.
Foto: Beatriz Calvo
La primera sesión de meditación, una bendición. Estábamos calentando motores, fijando la práctica de todo un mes, donde el primer fundamento o soporte de la atención que indicaba el Satipaṭṭhāna Sutta: el cuerpo, había sido merodeado y acechado gracias a la comprensión previa de que había una noble verdad encerrada en esa contemplación del cuerpo respirando. Acecho que habíamos sido capaces de sostener, en medio de un mundo de prisas y de agendas inhumanas, gracias a que nuestra intención tenía un mínimo de visión. Habíamos empezado a desgranar sus secretos gracias a un recto esfuerzo, que nos permitía persistir -en medio de una «loca de la casa» ruidosa y casquibana, tremendamente ávida e inquieta- en nuestra recolección de la atención, volviendo una y otra vez al cuerpo que respira, gracias a una atención plena que estábamos entrenando desde la base: la respiración en el cuerpo que anda, se sienta, camina y descansa.
Las prácticas coadyuvantes con las que Dokushô había adjetivado los ocho elementos del ¨Noble Óctuple Sendero” se revelaban imprescindibles para el compromiso adquirido y las más abstractas, pero que dan concreción en forma de frutos serían las relacionadas con una vida virtuosa; donde la palabra recta, la conducta correcta y el modo de vida correcto serían causa y consecuencia para poder realizar el método que estábamos aprendiendo y aprehender su sabiduría en una atmósfera propicia y adecuada a su naturaleza.
La sesión teórica para una mujer que ama los andamios que la palabra construye para el intelecto, hecho de razón, memoria, imaginación e intuición fue una vez más deliciosa. El gozo que produce la comprensión es muy íntimo y muy secreto y tener a un maestro que ha dedicado toda la vida a estudiar y practicar las verdades del Budismo haciendo un ejercicio de simplificación para dar acceso a todos los desheredados del tesoro de la atención plena era una oportunidad, que no quería desaprovechar, así que no perdía detalle, mientras sus manos se movían entrecosiendo gestos con los haces de la luz preciosa, que entraba sin cortapisas por las ventanas.
La profundidad de campo de la atención había sido un regalo del módulo anterior, y el juguete, la lilla –los juegos íntimos de Dios- que permitía desde un eje claro, un centro, crear mundos, que se hacían cada vez más infinitos -como la cruz que se extiende en todas las dimensiones- me parecía una perla que me dedicaba a explorar cada vez que recordaba la enseñanza recibida, pues Sati –recuerdo, atención plena- es también la remembranza del dharma para poder ser usado en el despertar.
Así que me adiestraba en que mi objeto primario eran los contenidos doctrinales que Dokusho iba desgranando con palabras japonesas tan atractivas como shoken -observación luminosa- o kakusoku -volver a la raíz-, que son vocablos que abrían con sutileza la cortina que separa esta Escuela de Atención plena aconfesional del escenario más real, en la que se construye esta obra en el mundo, un monasterio Zen con un compromiso total hacia una tradición del despertar.
Foto: Dokushô Villalba
Pero mientras asimilaba los contenidos, el color de sus ropajes, la sensación de estar acompañada por 60 personas, los pinos en el tercer plano iban inundando el campo de conciencia y haciéndolo cada vez más rico, más pleno, percibiendo como la atención es también como decía Dokushô una fuente infinita de energía vital si está enfocada, concentrada y para ello la condición sine qua non es la renuncia al torbellino de estímulos dispersos que amenaza a cada instante nuestra observación serena de lo que acontece en realidad y tener un punto, un ancla y una orientación, la que da el dharma, la que Dokushô estaba ofreciendo.
Tener un centro, volver a casa, las metáforas, las analogías, los dedos que apuntan a la luna son infinitos, y en la sesión apareció la doma del buey como respuesta a la dificultad de concentrar la atención en el primer fundamento de la atención del cuerpo respirado, ese buey salvaje y asilvestrado que es la mente y que sólo quiere hacer lo que le da la gana y que se doma a base de shoken, latigazos que le impiden quedarse fijado en nada, pues ha de estar flexible para atender lo que acontece en cada instante y no encarcelado en automatismos que fijan su atención sin plenitud (pues para que la atención sea plena ha de haber observación del fenómeno) en corrientes incesantes de pensamientos que te alejan cada vez más de la vida -ésa que mientras esperas que pase, está aconteciendo en el presente- impidiéndote darte cuenta, base de la libertad, porque es la que te permite elegir entre lo real y las ilusiones subjetivas que construyes para no disolverte en la vida, como la muñeca de sal ante el océano en el que anhela bañarse y se resiste.
Volver a la raíz decía Rûmî, “vuelve a la raíz de las raíces que es tu propia alma”, aunque en el contexto del budismo habría que precisar que es o no el alma una. Pero eso da para otra crónica.
En la sesión 2 Dokushô nos abrió el melón de las sensaciones, un melón que de tan jugoso que es, hay que recordar, mientras se le está abriendo y el aroma inunda el límbico de recuerdos, de goce infante, o el sabor te sumerge en una experiencia voluptuosa de la que no se quiere salir, el límite de las sensaciones como fuente de la felicidad que andamos buscando, pues las sensaciones son impermanentes; por extasiantes que sean desaparecerán a la vuelta del la esquina del tiempo, y si se perpetuasen harían de un banquete continuo una pesadilla. Y recordar que la actitud es la de la mano abierta que deja llegar y deja marchar, sin apegos y sin rechazos, pues en el mundo de las sensaciones no todos son melones, hay hiel amarga, que también embadurna la mano abierta de sensaciones desagradables y sólo la virtud excelsa de la ecuanimidad hará posible el dulce equilibrio entre esa tendencia humana de apegarse tanto a la atracción como a la repulsión.
Así que Dokushô abrió las cinco ventanas de los sentidos exteriores a este cuerpo respirado durante un mes de atención plena y los participantes se vieron inundados de esa infancia olvidada, y las sensaciones corporales que eran los ladrillos con los que construíamos la experiencia y que habían quedado sepultadas por la pertenencia a una tribu, la occidental, que sólo camina con la cabeza explotaron como una premonición de primavera.
Foto: Dokushô Villalba
Luz Serena se convirtió en aquel patio trasero de la casa de la abuela, en esa playa donde crecimos algunos y las gotas de agua de las olas reflejaban los cielos en una amalgama indistinguible. Se convirtió en ese patio del colegio donde le robamos la primera caricia a la mano de un amigo y nos sorprendió su dulce textura en la que desaparecimos. Se convirtió en un privilegiado laboratorio donde olfatear al viento como cervatillos en busca del olor de la madre y el velo de “la segunda vez” de mi reencuentro con Luz Serena estalló y volví a encontrarme con mi amada, como la prístina primera vez y ¡voto a bríos!, que nunca tuve entre mis brazos el palpitar de un pecho como el de la bendita creación en la que navegamos. Pero describamos el paso a paso de este clímax que otorga la mente de principiante.
Primero la sabiduría. Hay que darle argumentos a la inteligencia para que practique con devoción y voluntad. Dokushô describió cada sentido como una ventana que da acceso a una esfera de realidad y que las sensaciones puras propias de la infancia eran poco a poco, en el proceso de culturización, sustituidas por las percepciones, que son procesamientos mentales y/o emocionales de lo sentido, procesos en los que aparecen las etiquetas de agradable, desagradable y neutro y las consecuentes emociones atracción/apego, rechazo/aversión e indiferencia que varían de una cultura a otra, pues el marisco es delicioso en España y deleznable en países musulmanes, por ejemplo.
La atención pura a las sensaciones durante el mes siguiente nos permitiría ralentizar el proceso de percepción elaborativo, que a la vez que nos permite construir el mundo nuestro de cada día lo limita y reduce, e incluso lo encarcela en representaciones mentales sesgadas, que dejan fuera una miríada infinita de matices interrelacionados, que darían hondura y mayor objetividad al objeto que se aproxima a las costas de nuestra vida. Y nos permitiría, incluso, recuperar las sensaciones puras de la infancia, aunque ese no fuese el objetivo de la práctica sino un delicioso efecto secundario. Pues el objetivo es despertar y detrás de estos dos fundamentos de la atención primeros se esconde la revelación paulatina de las dos Nobles Verdades del Buda, sufrimos pues la impermanencia de los fenómenos no nos permite anclarnos en el devenir que desearíamos quieto y seguro e ignoramos el punto inmóvil donde descansar de los opuestos de estas dualidad que es la vida manifestada.
La teoría daría para un libro así que hago crónica de las prácticas que nos permitieron empezar a encarnarla. Primero la práctica formal, en el dojo, para practicar el enfocar y el desenfocar a libertad en las distintas esferas de conciencia visual, auditiva, gustativa táctil y olfativa. Sentados en el cojín afinábamos todo lo que podíamos para reconocer los sabores de una boca sin alimento, era como asomarse a una sima negra en la que nos se veía nada, pero a fuerza de voluntad y persistencia de la atención, de pronto, como de la nada oscura emergía un sabor ácido y una decía eureka, ha nacido un mundo concentrado en un sabor.
Foto: Dokushô Villalba
Los sonidos eran fáciles de identificar, no cesaban de aparecer, el tacto también, el olfato se resistía en la misma sima de la nada que oler, pero esa misma agudización del sentido para oler algo que llevarse a la boca de la conciencia hacía que de pronto emergiese un olor a incienso, a sudor, a comida en la lejanía que producía la alegría de un velo que se descorre para mostrar una belleza que hasta ese entonces no se sabía que quedaba oculta a los ojos.
Salimos en distintas ocasiones a la Luz Serena que andaba envalentonada de vientos fríos y trabajamos las sensaciones en la vida. El 80 % de los estímulos vienen por los ojos, los míos se abrieron de tal forma que reconocí la avidez del que vive recluido en una jungla de cemento, los modulé relajando la mirada, dejándola que saliese desde lo profundo a iluminar el mundo con su conciencia, pero serena, un acecho relajado permitiendo que el objeto cayese en mis redes retinosas, más que herirlo con mi flecha, dejarme penetrar por sus formas y colores y darle opción a la entrega.
Foto: Dokushô Villalba
Salí pues de caza en ese vaciamiento que convierte el acecho en una dulce espera y en el deambular tuve encuentros con gotas de resina que reflejaban el cielo en su lagrimear a lo largo de un joven tronco recién podado y sangré con él, como sangran los árboles, sin aspavientos, acariciando su tronco de adolescente herido por los filos de los hombres y oliendo su resina embriagadora, que quedaba adherida entre los dedos, mientras la mano se iba confundiendo con la corteza o la corteza se enhebraba en la textura tierna de una palma que acaricia.
Detener el río estrepitoso del pensamiento y cerrar los ojos para ser sólo oídos y bucear en la lejanía en la que cabalga una campana, mientras el ondear de la bandera hace versos como haikus contundentes en las entrañas mismas que anhelan la noticia, la del espíritu que susurra buenas nuevas. Abrir los ojos de nuevo y ser bandera, cromatismo de colores amamantado por el viento. Tumbarse sobre la tierra roja del círculo para amar primero al padre cielo y sentir sólo sentir, que las nubes acarician con dulzura desde la infinitud del cielo el pecho descubierto, abrir aún más la mirada para que el cielo entero se volcase en la retina y volverse inmensidad donde las nubes acarician, ya desde dentro, los alvéolos que las respiran.
Volver a la niñez, en la intimidad de la presencia, sin importar los juicios de los adultos, perder paulatinamente las fronteras y girarse ahora hacia la tierra juntando pecho contra pecho, el de la Gran Madre Tierra y unificarse hasta tal punto con su epidermis, que acariciaba el rostro y las manos con una arenilla suave que retenía mineral el calor del astro rey, que un temblor como de gozo se abrió paso desde las entrañas, como si los dos úteros conectados permitiesen emerger el sabor profundo de una vieja tierra cargada de la gravedad de un viaje cómico alrededor del un sol lejano, en el cielo, y cercano, en el de un corazón humano palpitando ante el esplendor de la verdad, la belleza.
Las puertas de los sentidos habían sido abiertas con sus promesas de éxtasis y de aflicciones, bendita indagación en la textura de lo humano.
«Que pueda contemplar tantas tierras como átomos en cada molécula, y en cada tierra un Buddha rodeado de Bodhisattvas generando las acciones iluminadas.
Que pueda ver en todos lados, en cada partícula de polvo, Buddhas infinitos del pasado, presente y futuro; tierras puras sin límites y eones sin fin.«
Aspiración de Samantabhadra.
Beatriz Calvo Villoria