El camino de Samatha. Crónica de un retiro.
28 marzo, 2016La medicina de la lentitud
12 abril, 2016El módulo tres de la Formación de Monitores de Atención Plena de la AEP tuvo la intensidad propia del mundo emocional, el tercer fundamento de la atención llegaba para inundarlo todo. Luz Serena lucía apagada, pues mi mirada venía cansada. Cuán cierto es que la mirada es la que ilumina el mundo y que la mente de principiante es titánico esfuerzo para vencer a la costumbre, que lo automatiza todo en una planicie sin brillos ni fulgores, en una extraña indiferencia que opaca la vida. Cuánta atención plena queda aún por entrenar para que ni un solo rayo de sol agazapado en el envés de una hoja se escape del asombro ante el milagro de lo vivo.
Empecé a entrenarla con la primera sesión de meditación, el frío era intenso y las sensaciones despertaban la muerte de mi neutralidad. Me despedí de la práctica de las sensaciones que durante un mes había iluminado las esferas sensitivas, que habían enseñado sus más hermosas galas cabalgando en la incipiente primavera y habían mostrado su transitoriedad de flores ante una atención plena que finalmente saca sus conclusiones de la mano de una visión, que de pronto, como con el fulgor de un haiku, nos escribe en lo existencial que somos: que todo pasa, agradable, desagradable, neutro y que sólo queda el testigo luminoso que todo sabe sin saber sabiendo. Que no hay atardecer que resista un anochecer, ni una noche se resista a un amanecer y que su placer por intenso que sea es efímero e impide construir la morada de nuestros sueños en los cimientos de sus arenas movedizas.
La primera sesión despertó de nuevo esa insaciabilidad de mi mente por conocer cartografías, mapas de regreso a casa. Dokushô, como siempre, un lujo sistematizador, aunque entre las palabras diseñadas para traducir el Zen a la laicidad aconfesional se adivinasen los contornos jugosos de los nombre japoneses; destellos lingüísticos de la doctrina que no se nombra en la escuela, pero que preña desde lo oculto cada palabra, su saber estar, cómodo en su mismidad de maestro “andalujaponés”, si se me permite expresar así su cara de Deshimaru de ojos rasgados, mentón profundo, piel de aceituna y desparpajo del sur.
Lo primero, las fuentes, la raíz el Satipatthana Sutta con su pedagogía repetitiva -como el agua que horada la ruda roca de la ignorancia- fijaba la ruta a seguir para practicar la observación de los estados emocionales. Llegábamos a la siguiente fase de esta escalada a la montaña de la Clara Luz habiendo estabilizado la atención gracias a la fusión cognitiva con el cuerpo que respira; gracias también a la claridad incrementada de atender el mundo más sutil de las sensaciones. Tocaba ahora enfocar sobre las escurridizas emociones, las olas que emergen como de la nada, pero que son hijas de sensaciones y pensamientos que acontecen y agitan el cuerpo y la mente, el alma toda, coloreando de rojo violento, azul que hiela, verde que esperanza, negro que oscurece, blanco que asombra, marrón que desagrada.
La profundidad de la atención empezaba a hacerse vasto territorio de lejanos horizontes. El cuerpo al fondo, como cadena de montañas; el viento respirado jugueteando entre sus tierras; las sensaciones como mariposas que cosquilleaban la superficie de la piel, o a veces aves en lontananza del cielo, como sonidos lejanos, aguas subterráneas, y ahora en primerísimo primer plano, bajo mirada microscopizada, el oleaje eterno del río emocional de la vida humana. De lo más concreto a las alturas de lo sutil, cada vez más sutil, hasta el punto de hacernos sentir la vulnerabilidad de quien deja el castillo del cuerpo, fortaleza de lo mío, para hacerse espacio sin fronteras, para hacerse “lo otro” que tanto se teme, tanto se anhela.
Los tres venenos que obscurecen la mente, que despiertan el oleaje emocional fueron presentados, distinguiendo la funcionalidad o no de la emoción, que en sí es lo que es, energía que modula nuestra supervivencia. Vimos su aspecto saludable o insano, respuesta adaptativa o inadaptada. Las pasiones serían las emociones disfuncionales que generan sufrimiento por exceso o por defecto de su carga energética. La rabia es un no contundente en su justo equilibrio, es un enseñar los dientes; en exceso es fuego que lo devora todo, en defecto es un querer y no puedo.
Como una hidra de mil cabezas las emociones aflictivas se encadenan en surgimientos y desapariciones continuas hasta que la filosidad lúcida de la atención plena no identifique los cabos del anudamiento y coloque cada cosa en su lugar de procedencia e invite a la emoción de la ecuanimidad que medie entre los polos de la atracción y repulsión, que nos hacen agitar la vida. Que detienen el flujo del río de la vida en peñas emocionales y cognitivas que impiden el discurrir manso de quien se sabe océano. El océano de los estados inconmensurables: Amor benevolente, Amor compasivo, Alegría del bien ajeno, y la Santa ecuanimidad.
Allí nos estaba queriendo dirigir Dokushô, primero con la luz de la palabra, ahora con la práctica de observar las emociones en las emociones, pues en cuanto acontecen son parte de un todo que las integra y que hay que trasmutar, sacar sus nutrientes, pues son energía incolora coloreada temporalmente. Hay que alimentar la vida con la plenitud vivida y consciente de la tristeza que ordena, la rabia que coloca, la alegría que expande, el miedo que previene, el asombro que rejuvenece, el asco que protege. Metabolizarlas a la par que regulamos su intensidad polarizada, para llevarlas al remanso de una totalidad que trasciende cualquier polo, cualquier dualidad antagónica y no integradora, donde la tristeza es tristeza, como la lluvia de otoño es lluvia que empapa y nutre y la alegría es sol de mediodía en primavera, simplemente.
Pertrechados de la equilibrada ecuanimidad y con la concentración afinada como laser empezamos a mirar las emociones primarias, esas que surgen de un rayo de luz dorado que atravesando el dojo hiere de belleza la pupila y la dicha estética inunda el rostro abriéndolo en una explosión de sensaciones chispeantes. Y tomar nota como ante esa emoción primaria una secundaria de apego puede acontecer y queriendo fijar el rayo de luz y la dicha, esa emoción secundaria empieza a generar aflicción, ante el miedo a perder la dicha de la belleza.
Es ahí cuando la ecuanimidad neutraliza con su sabiduría, enseñando que es más sano tener la mano abierta, pues no aferra y deja entrar todos los granos de la arena de la vida, enseñando desde su atalaya, donde las frías cumbres permiten visión panorámica, que cambia el rayo de sol súbitamente por un pinchazo en la escápula derecha, produciendo dolor desagradable y una segunda emoción de rechazo surge como una flecha de nuestro sistema defensivo llamado yo y aumenta la herida de la primera flecha, con un aflictivo rechazo a la realidad que acontece en un discurrir cíclico de luces y sombras; anudándose a la primera y cosiéndola de un no querer, produciendo una nueva emoción, más sofisticada, una moción, un movimiento de la conciencia que pierde su paz para identificarse con una imagen distorsionada, por incompleta, que se separa de la realidad total para rumiar su parcial versión, desde el valle desde el que se pierde altura.
Detener las emociones secundarias aceptándolas, sin alimentarlas, para poder concentrar la atención en la carga energética que como una flecha se dispara y hace diana en una parte concreta del cuerpo. Abrazarla entera respirándola con amor que busca unirse sin miedo a ser herido. Abrásame el alma densa tristeza, que quiero conocer los contornos de tu melodía y ven de viaje, que con mi espiración te saco de tus confines corpóreos delimitados, que concentran y bloquean el suave fluir de la existencia no reactiva y te hago alimento, nutriente, como la sangre lleva el mensaje del aliento, yo te llevo cabalgando en el aliento a que puebles de tu música a todo mi cuerpo. Te ecualizo y suelto tus garras de mis pulmones, ven muñeca de sal hacia el mar mediterráneo de mi cuerpo, seguirás siendo sal, pero tu soltarte de tu aferramiento te hará oceánica, pues te llevo más allá de mi individualidad, que vive a solas el milagro de los colores con los que la vida se reviste. Ven que te hago corriente oceánica para que sepas de la universalidad de tus aflicciones y de tus goces. Ven más allá de ti hacia el otro y lo Otro que desde la eternidad te espera. Ven derrámate en el cuerpo que se abre a tu aroma, para desde ahí derramarse él en el cuerpo cósmico que vibra por tu gesta de conciencia sin frontera.
La tarde fue la cama donde Dokushô nos propuso acostarnos con la autocompasión. De los cuatro estados inconmensurables, que son un ecosistema que se retroalimenta y equilibra, los hombres rotos debemos empezar por amarnos y cuidarnos compasivamente cuando sufrimos las mordidas de las pasiones. Venimos tan heridos por el propio hecho de existir y ser separados del núcleo de nuestra primordialidad sin tacha, pura y bondadosa, que las capas que ha construido la autoimagen fortaleza para no sentir continuamente la separación se han hecho de hielo solido y nos estamos muriendo de frío. Para poder amar benevolentemente, compadecernos del sufrimiento ajeno, alegrarnos de la felicidad de los hermanos y ser ecuánimes como sabios que saben de la vacuidad de todos los fenómenos hemos de descongelar las barreras, los barrotes de nuestro exilio carcelario y redimir todas las sombras agazapadas en el inconsciente desde la lucidez y calor de la conciencia. Atravesando capas de eones de aflicción hasta llegar a la corteza que nos separa del núcleo, una intensidad en el dolor del desgarro, que se convierte en el dragón que custodia la cueva del corazón, demasiado antiguo, demasiado grande, demasiada lava.
La música solo necesitó tres acordes para sacarme la primera lágrima. Dokushô estuvo sublimemente humano, empezó teatralizando hasta que en el tono de su voz se adivinó la misma lágrima, el mismo dolor de toda la humanidad que encarna en el samsara. Cada frase era un tramo de camino recorrido hacia el interior del primer dolor, ¿dónde estás amor que me tienes vencida de tanta vida sin vivir en ti? ¿Dónde está tu bendito rostro en el que beber de tus labios mi sed milenaria de gozo y plenitud? ¿A dónde te escondiste amado que me dejaste con quejío durante toda una vida? ¿Cómo pretendes que alcance tu alcoba con tanta miseria, pobreza de espíritu? ¿Por qué esta sed salvaje que nunca se aplaca me quema los labios desde una memoria sin tiempo? Tanta carencia va a reventar de avidez mis sendas, mis entrañas. Profunda insatisfacción que no se sacia, como asura de boca pequeña y estomago insondable. ¿Para cuándo tu abrazo y tu refugio? Lloré todo esto y mucho más, pero lo lloré bañada de orientación hacia la luz, como si la presencia de su ausencia que ha atormentado mi vida calmara tanto dolor vivido a solas y en silencio, su dulce amor compasivo me decía:
Mi amor ven, ven,
que a mi me cabe tu dolor, tu tristeza, tu abandono.
Mis brazos están abiertos por un corazón que comprende tu intensa aflicción
y mi conciencia se pone a tu disposición para iluminar el camino
que nos saque juntas de este laberinto
hacia la luz que tanto anhelas.
Siempre, siempre contigo,
como madre amantísima
padre presente
amante incondicional de todas tus miserias.
Ven, ven, vamos juntas
amada
más allá del más allá, hasta la consumación última.
El magma emocional del dojo era de una tangibilidad profunda, los sollozos de mis compañeros eran mis sollozos, adivinaba el mismo abandono existencial de la naturaleza prístina a la rueda que no cesa. Madres que no supieron mirarnos y nos miramos como nos vieron, padres ausentes que no protegieron los lindes de nuestra vulnerabilidad. Esposas y esposos de amores condicionados que traicionaron nuestros miedos. Hijos que no sacian. Esa plenitud siempre lejana. Y esa soledad ante la tumba que todos tememos. Me permití incluir la humanidad compartida de esta querida sangha humana y permití que el dolor de un mundo sirio, africano, galáctico atravesase mi piel, pues la calidez de la compasión calmaba la abrasiva soledad de la vida sin conciencia, por un rato, por un oasis de tiempo, mi corazón no era mío, era el corazón del Buddha y estaba extendido por toda la tierra, por toda la galaxia, que digo, por los diez mil mundos, y una ínfima gota de su néctar calmó el hondo quejío de amor, por un instante, por un breve oasis de tiempo.
Estaba borracha. Tardé en moverme mientras las lágrimas de dicha se confundían con las lágrimas de mi atestiguamiento, de mi separación, de mi exilio, de mi duro peregrinar en el vacío mundo de los fenómenos, y me cayó un abrazo del cielo, un abrazo dokushô que daba cuerpo a mi experiencia de amor compasivo. Subí hacia la montaña, hacia mi peña amada embriagada de amor compasivo, embriagada de permitirme sentir con todo el alma, con todo el cuerpo la herida óntica de mi separación del amado, que se había escenificado toda mi vida en las múltiples separaciones de mis amores mundanos. Embriagada a su vez de una luz cálida y amorosa, que es la acción que ejecuta dulce y firmemente la compasión mientras te permite ser herida abierta por la que manar, ya no la sangre del sufrimiento sino la luz del bálsamo liberador.
El atardecer le robaba las últimas intensidades a los colores que se iban serenando, aquietando; como aquietado es
3 Comments
Gracias compañera de viaje por este hermoso regalo.
Muchas gracias Antonio, ya estamos cosidos por la experiencia, así se enciende el fuego de una sangha. Un abrazo
Gracias Beatriz por poner en palabras tu experiencia! un gran abrazo…