La vida buena
6 febrero, 2016Religio Perennis
18 febrero, 2016Pongámonos apocalípticos, que viene del griego appoccalupsis que significa “revelación”, “quitar el velo”, la ilusión que estorba, que no deja ver; esa ilusión de la realidad que todo hombre dual construye y proyecta sobre la textura de lo eterno, y que occidente ha llevado a su máxima potencia construyendo un velo de ignorancia de lo que la realidad es, de tal magnitud, que sólo las catástrofes, que como sombras siguen a las causas que nuestra cultura ha detonado en la historia -causas explosivas que nacen del alejamiento del sentido sagrado de la naturaleza microcósmica y macrósmica, y que emergen como semillas de desastre-, podrán rasgar el velo de nuestra profunda ignorancia.
La palabra Apocalipsis tiene mucha miga, como toda palabra que estalla en el silencio, para aquel que atiende la sonoridad y vibración de las letras con la inteligencia del corazón, y permite que la palabra fermente como la masa madre en panes de muchos sabores, significados y sentidos.
Uno de ellos es su relación con la palabra que nombra al árbol eucalipto, siendo eu perfección ycalyptus oculto, por lo bien oculta que queda su flor, perfectamente encapsulada en una peculiar bellota poliédrica de hermosa disposición y rigurosa firmeza. Así pues calipto, es lo oculto, lo cubierto, lo tapado y apocalipto lo contrario, lo que queda descubierto desvelado, lo que no se veía y ya se ve.
Su otra relación es con la palabra aletheia, que significa sin velo, palabra que apunta a su vez hacia la maravillosa y nuclear palabra: Verdad, pues cuando el velo cae lo oculto se revela.
Así que ese Apocalipsis, ese desvelamiento de la verdad, que muchas tradiciones espirituales, no sólo la cristiana señalan que está aconteciendo en nuestros tiempos no tiene porque significar solamente algo terrible y escatológico… Pues, aunque si bien es cierto, que terrible es que 150 especies biológicas se extingan al día por la actividad desaforada del hombre; y terrible que la mayor ola de pérdida biológica desde que desaparecieron los dinosaurios, a un ritmo cien a mil veces mayor que el natural, pase totalmente desapercibida a la gran mayoría de ciegos que pueblan el planeta.
Y si bien es terrible también que la dimensión de la política haya degenerado hasta convertirse en lo que hoy conocemos, una libido de poder descontrolada a costa del sufrimiento de quien sea, incluso de países enteros como Siria, o incluso continentes como África o incluso de un mundo entero que no sacia el ansia.
Y terrible es que el amor, como deseo de unión, se haya convertido en pornografía; y que el hombre y la mujer mutuamente se denigren. Y catastrófico también es que el cambio climático pueble el mundo de refugiados que pierden sus raíces para siempre; que las siete plagas asolen la salud del hombre contemporáneo en toda la faz de la tierra por un ejercito silencioso: los persistentes contaminantes de esos absurdos productos de consumo del hombre posmoderno.
Si bien todo ello es terrible y signo de los tiempos tremendos que vivimos no podemos olvidar el verdadero significado de la palabra para resignificar tanta catástrofe, entendiendo que ese dramatismo del fin de un mundo tiene la potencia necesaria para desgarrar el monumental velo que el mundo de los fenómenos -la Maya de los hindúes- tiene, ese velo con el que Dios canta lo invisible en lo visible y convertirlo en una transparencia metafísica de los fenómenos, como magistralmente señala F. Schuon en sus escritos.
El aspecto dramático con el que se ha quedado Occidente reduciendo el significado profundo de la palabra cobra así un nuevo sentido, cuando comprendemos que lo terrible, el sufrimiento es el núcleo sentido de algo que nombra un oculto tesoro escondido en el corazón de cada uno y en el corazón de un cosmos, que también se sacude en partos continuos.
El cataclismo, personal y planetario nos ayuda a descubrir la verdad, a ver las cosas como realmente son, como pedía el Profeta del Islam, dos veces al día, en sus oraciones, y enciende un fuego de tal magnitud que ilumina las áreas en sombra y no revela lo que se haya por debajo de la superficie, en el nivel más profundo.
Y más allá de la superficie histórica de una tierra que se desangra en mil vetas de heridas infligidas por los corazones cerrados del hombre a la Palabra que sana y salva; más allá de un mundo que muere en este universo y otros diez mil mundos posibles más mueren en otros universos, o más allá de esos millones de células que mueren a cada instante, o esos millones de seres que estamos muriendo a cada segundo, atravesando un tiempo que es inmóvil, nos encontramos que ese espectáculo de impermanencia y muerte es la teofanía de una enseñanza magistral: que lo fenoménico perece, que lo manifestado es afectado por el tiempo y el espacio, que “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán“. Que la Palabra, el sonido que engendra los mundos está ahí siempre como substrato inafectado.
Más allá de lo que pueda ocurrir en la superficie de la historia, la propia y la del cosmos, hay una Realidad estable que nos sostiene y que podemos experimentar como “roca firme” en la que hacer pie, de un modo directo y evidente mientras los mundos tocan a su fin.
Y eso que no pasa no se trata de algo separado sino que constituye nuestra verdadera identidad, nuestra morada santa, que percibimos cuando al morir antes de morir se sueltan las falsas identificaciones (la casa del cuerpo, la mente, la historia, la casa terrestre, el yo), los velos no religados al misterio, ese lugar impenetrable y oculto que nos constituye.
La tribulación rasga, abre la herida por la que la luz pasa.
Bendito Apocalipsis.
Beatriz Calvo Villoria