Naturaleza y espiritualidad
17 diciembre, 2015Naturaleza Sagrada
17 diciembre, 2015Acabo de cerrar la última página de El olvido de sí, una recreación literaria sobre la biografía de Carlos de Foucauld, del escritor y sacerdote Pablo d’Ors, y se ha hecho tan vasto el silencio en mi corazón que escribir esta primera frase ha sido como tender un puente entre la distancia que hay entre el cielo y la tierra. Pero no puedo no donar la alegría espiritual que su lectura ha producido en mi alma, ahora que está tan fresca y se asemeja a un arroyo joven de montaña.
Mientras tecleo, ahí afuera la lluvia está llorando el amor de Dios por la tierra sedienta de todo el verano, y aquí adentro el silencio está como llorando la elocuencia literaria de d’Ors sobre la santidad de Carlos de Foucauld. Estoy como anonadada, si como dice d’Ors, “la eficacia de una palabra depende del silencio del que proviene y al que aboca”, la eficacia del río de palabras que esta biografía imaginada o inspirada en muchos de sus capítulos es, sin duda, sobresaliente, pues mientras escribo esta reseña siento que las palabras que la construyen cabalgan sobre un silencio… como dorado… que expresa asombro, y en lo profundo: adoración, hacia el Dios que inspiró tal carrera de amor de un hombre verdaderamente loco, loco de Amor y de Verdad.
Pablo nos ha dado de comer del corazón de un santo y nos ha dado de comer de su propio corazón; este libro es como una biografía doble, es una urdimbre y una trama. La urdimbre es la biografía del vizconde de Foucauld, que recorrió medio mundo para aprender a ser pobre, para dejar de ser, y permitir en esa absoluta pobreza de espíritu ser cáliz para su Señor, para que lo Único que realmente Es, en este mundo de sueños, fuera a través de su bendito corazón consuelo y luz para los hombres. Es la urdimbre perfecta para que la trama vital de un sacerdote escritor entreteja su propia biografía de pontífice y cosa sus propios hilos vitales hacia la pobreza, con nudo firme alrededor de los hilos verticales, bien tensos, por el proceso de santificación que nos va desgranando capítulo a capítulo, para poder decir con palabra sincera junto a Foucauld: “gracias a las muchas eucaristías que he celebrado he llegado al punto que también a mí me gustaría ser devorado por una asamblea… Quisiera ser eucaristía, ser devorado, dar fruto en la vida de los demás.”
¿Quién habla a través de esas palabras hermosas, llenas de Pasión con mayúsculas? ¿El sacerdote ermitaño Foucauld en las montañas del Alto Atlas, en el Assekrem, otro santo que imitó a Cristo buscando la crucifixión de su yo, para resucitar lleno de gracia e iluminar el mundo con el Amor de Dios, desde una de sus creaciones más vacías, el desierto de Argel, y con una absoluta entrega a los más necesitados? ¿O es el capellán Pablo d’Ors que como sacerdote atiende moribundos en un hospital de Madrid y les escucha y les da la comunión como la última barca, en la que atravesar seguros el vado de la muerte?
¿O quien habla no será el Logos que habita escondido en las entrañas de nuestro corazón esperando a ser amamantado con nuestra oración y ayuno, para crecer en nuestro interior y decirnos con voz clara y firme que crucifiquemos lo que no es para que lo que Es sea? Para morir antes de morir y no morir cuando muramos, salvados para la eternidad, pues cosimos nuestra propia trama a la única urdimbre sobre la que merece tejer una vida, la santidad.
El olvido de sí es la aventura que todo cristiano ha de realizar en esta privilegiada existencia que Dios nos ha otorgado, es el viaje de la conversión, de la metanoia, de volver la mirada hacia el interior, para empezar a explorar e iniciar el camino espiritual de la imitación de Cristo, para recorrer los misterios de su nacimiento, ocultación, enseñanza, pasión, muerte y resurrección; purgando y redimiendo todas las sombras que impiden al Sol reflejar toda su Luz y Calor en el corazón de cada hombre. Para evangelizar desde el ejemplo encarnado y convertirse, si Dios quiere, en el hermano universal, título con el que los tuaregs honraban la belleza de Carlos de Foucauld, pues al olvidarse de sí refractó al Sí, amando sin medida al prójimo, en este caso al prójimo musulmán con el que enhebró su vida y su muerte.
Es un camino hacia la iluminación, último capítulo de esta apasionado viaje por amor al Amor, en el que se vislumbra con fuerza otra de las múltiples facetas de Pablo d’Ors, el sacerdote escritor, que también ha meditado como el Buda enseñó, y que teje a la unión mística del santo cristiano enamorado de los tuaregs, la brillante aproximación del Buda a la Verdad última “que no te saca del mundo, sino que te introduce amorosamente en él”, describiendo con la sencillez y el humor de un niño, propio del Zen, la escena de la iluminación de Foucauld haciendo simplemente la cama.
Y esta multiplicidad de diseños bordados alrededor de la aventura cristiana de un ermitaño que vivió entre musulmanes, que conocía y amaba el Corán, narrada por un sacerdote que ha meditado con maestros Zen, se convierte en otra nueva urdimbre para la propia trama de la que escribe y que entreteje también los hilos de su mirada, la cual ve y dibuja el reflejo de una aventura universal, la de todo hombre más allá de la forma religiosa que Dios haya destinado para él. La convergencia de todos esos radios que las religiones son en el mundo, su unidad trascendente; escaleras de Jacob que desde la periferia de la vida profana nos incitan a girarnos y elevarnos hacia el centro del que surgen y seguir un camino recto y ascendente hacia el Centro, que como un imán, inmanente y trascendente al mismo tiempo, nos atrae irremediablemente hacia Sí, y poder decir, al final del viaje, como Ibn Arabi, en la intimidad de ese Centro que extingue el espacio y el tiempo: “Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo si su religión no era como la mía. Ahora mi corazón se ha convertido en el receptáculo de todas las formas… porque profeso la religión del amor. Y voy adonde quiera que vaya su cabalgadura.” Como este santo cuyo brioso corcel de amor le llevó a los confines del desierto, a los confines de sí mismo para ser ejemplo de lo que decía San Juan de la Cruz “…y parece ser Dios más que alma: es Dios por participación». Bendito olvido de sí que nos libera y salva.