La perfección de la Verdad
19 abril, 2016Ecosofía
5 mayo, 2016En todas las tradiciones se cuenta de formas diversas, adaptadas a cada tiempo, el mito de un Ser supremo que se dona a sí mismo, se sacrifica para crear el mundo. Sacrificarse significa hacer sagrado las cosas, honrarlas, entregarlas. Es ese Tesoro escondido que quiso ser conocido del que habla el sufismo y crea el mundo de su propia substancia, siendo la substancia del puro Ser: Belleza y Amor, Paz y Bondad.
Todas las tradiciones tienen un sentido sagrado de la naturaleza, siendo lo sagrado la Realidad que se sitúa más allá de toda la manifestación cósmica. La naturaleza sería entonces un libro que no cesa de escribir en cada uno de sus fenómenos de belleza y donación un único verso: “todo es uno”; la interdependencia de los fenómenos hablan una y otra vez al hombre que se aquieta para contemplar su dolor ontólogico de sentirse escindido y desde esa exposición interiorizante al núcleo de su sufrimiento redimir las sombras que le acosan gracias a la Luz que sana y salva, como tan bellamente expresaba Dante:
En lo profundo ví interiorizarse,
reunido por el amor en un solo volumen,
lo que está disperso en hojas a través del universo:
las substancias, los accidentes y sus vestiduras
como si estuvieran fundidos de tal modo
que lo que de ello digo no es más que un reflejo.
Todo se unifica en el hombre que aplacando su deseo insaciable de poseer exteriormente lo que cree que le falta interiormente empieza a bucear en los mares interiores, que gira la mirada hacia lo profundo de su ser, en busca del único tesoro que puede saciar su sed de infinito, su sed de absoluto, cualidades que se concentran misteriosamente en un único punto, en un único tiempo, en el punto de buceo más profundo, en el centro de todo hombre, en su corazón.
Todo temor a la carencia se sosiega cuando el hombre recupera la responsabilidad de recuperar su esencia e irradiar ese amor y belleza que tiene en lo más profundo de su alma, por ser ésta parte de esa Substancia del Puro Ser, el cual se manifiesta en el cosmos como si crease un espejo donde todo hombre puede ver expresado majestuosamente los elementos esenciales que le constituyen.
Por eso el microcosmos, que el hombre es, y el macrocosmos tienen un profundo nexo de unión que el hombre ha de aprender a leer, no simplemente con un conocimiento de la naturaleza como lo hacen las ciencias contemporáneas, que van separando y fragmentando la realidad en unidades de observación cada vez más pequeñas, perdiendo siempre de vista el centro de la circunferencia, la cual observan con sus microscopios y tecnologías, perdiendo por tanto el sentido de centralidad y totalidad, que es el que nos acerca a la verdad de las cosas.
Tampoco es suficiente leer ese nexo con una sensibilidad especial hacia la belleza de la naturaleza, por muy noble que sea esa sensibilidad sino que el hombre debe recuperar el lenguaje simbólico en el que los distintos reinos de la naturaleza están continuamente hablándonos de su conexión con ordenes de realidad metafísicos, más allá de la materia, en la que el hombre contemporáneo se suele quedar detenido y enjaulado su vuelo.
Así que tenemos un libro sagrado, la revelación primordial, que escribe su mensaje de trascendencia con la analogía que se despierta en el alma con las brumas de la mañana, cuando con la poesía más excelsa que existe en el universo sus velos se desgarran por momentos ante las ráfagas de viento, símbolo a su vez del espíritu y la inconmovible montaña aparece de la nada y muestra sus secretos de majestuosa estabilidad, de inafección ante la impermanencia de las estaciones.
O cuando un árbol eleva sus ramas con la fuerza que le dan sus profundas raíces a través de un tronco, que es el eje perfecto, para dar a entender al hombre, que contempla la analogía, que su espina dorsal es también eje perfecto entre el Cielo y la Tierra y le recuerda al hombre con la precisión de la certeza que da la mirada contemplativa que es el puente entre mundos, pontífice, el que enlaza dos orillas, la interior y la exterior. Que el también es planta que busca elevarse.
Aprender a leer el libro es aprender a contemplar las formas naturales, unas más que otras, en tanto que reflejo de las cualidades divinas: la visión del cosmos in divinis. Esta perspectiva está basada en el poder de las formas para suscitar una reminiscencia en el sentido platónico. Es aprender como dice el Corán a ver la faz de Dios en todas partes, allá donde miremos la transparencia metafísica de los fenómenos que decía F. Schuon nos devuelve una imagen del Absoluto.
Pero el hombre ha perdido esa visión que permite al símbolo ofrecerle su tesoro; él solo ve materia, solo ve medioambiente no madre naturaleza, la estudia, la explota, la arrasa, la contamina para su propio provecho. “El eclipsamiento del hombre pontífice y su transformación en hombre prometeico no podía sino acarrear la consecuencia de que el libro cósmico se tornara ilegible y la sagrada Escritura quedara reducida a su solo significado exterior.” S. Hussein Nasr
Sólo si el hombre recupera las raíces perdidas de esas ciencias tradicionales de las que derivan todas las demás ciencias modernas, podrá acercarse a la Madre Tierra con la poética suavidad que da la comprensión de su dimensión sagrada, acercarse a observar sus reinos cayendo en la devoción asombrada ante tanta maravilla que no se agota, ante el milagro cotidiano de un sol saliendo por el oriente para iluminar el día y que yace cada noche dejándose rodar con precisión milimétrica por el lado de poniente.
Caer de rodillas ante las noches estrelladas plagadas de miríadas de mensajes desde lo alto y enmudecer, en esa contemplación, ese diálogo loco de una mente hiperestimulada, que nos condiciona de tal manera la visión, que en vez de ver a una madre vemos un conjunto de recursos del que sacar provecho para satisfacer una codicia y una glotonería que no tienen límites. Si no se limpia la visión y contemplamos la realidad sin filtros perceptuales generados desde un egoísmo patológico no quedará ni un río sin contaminar, ni un océano sin diezmar, ni un trozo de tierra que nos de amable fertilidad, ni un aire que respirar.
¿Pero cómo nos quitamos esos filtros? ¿Cómo recupera el hombre una visión pura de la inefable realidad espiritual que le recorre? Las ciencias tradicionales dan soporte a esa contemplación del cosmos como un icono, dan vías de cómo recuperar la mirada del ojo del corazón, el órgano intelectual para muchas tradiciones, capaz de aprehender directamente las verdades que susurran la noche y el día en un incesante dialogo de una unidad bipolar que danza creando los universos.
“Contemplar el cosmos por el ojo del Intelecto es percibirlo no como una serie de hechos externos y brutos sino como un teatro en el que se reflejan los aspectos de las cualidades divinas, miríada de espejos que reflejan el rostro del Amado, teofanía de la Realidad que reside en el centro del propio ser humano. Ver el cosmos como una teofanía es ver el reflejo del «Sí único» en el cosmos y sus formas.” Seyyed Hussein Nasr.
En los contextos tradicionales cuando uno quiere alcanzar la visión de ese ojo del corazón se habla de tres elementos esenciales que tiene que tener toda vía para poder alcanzar tamaña hazaña que ilumina el mundo: Una verdad a la que la inteligencia pueda adherirse, un método que vehicule la voluntad en una disciplina espiritual que nos vaya aproximando a esa verdad y un cuerpo de virtud que vaya conformando la copa del alma a esa noble Verdad, un reciente tan noble y perfecto como el vino sabio que se va a escanciar, ser un reflejo de la belleza y la bondad gracias a un carácter noble que exige serenidad, vigilancia, resignación, generosidad, discernimiento y santidad.
En occidente hace muchos siglos que nuestro árbol renunció a sus raíces tradicionales que beben de un cristianismo en el que el Amor es ley y muchas personas vagan por la existencia sin verdades esenciales que le den sentido a su vida, endureciendo su corazón hasta los límites que estamos viendo hoy en día de una crisis civilizatoria sin precedentes, pues su dimensión global amenaza con la desaparición de la vida sobre la faz de la guerra.
Fruto de ese abandono y hostilidad, en muchos casos, hemos perdido la sabiduría por ejemplo de los padres de desierto de la tradición oriental cristiana que meditaban mucho sobre la naturaleza del hombre y sobre esa tiniebla en la que muchos hombres se encuentran y que endurece profundamente su corazón como para poder atender el hundimiento de esta nave tan hermosa.
Para esos sabios tres son las causas, que son tres pasiones, las que endurecen el corazón y le hacen sordo a su lenguaje esencial de amor: la avidez de placeres, el amor de sí mismo y el orgullo. Que según Melloni “es una misma causa que se desplaza, de la zona más exterior del hombre (el cuerpo y su avidez de placeres), a la zona más profunda (el corazón endurecido por el orgullo), a causa de la absolutización de uno mismo. El alma que está atrapada por sus pasiones «no siente sus heridas y, llevada por un gran vicio y un endurecimiento sin medida, es incapaz de ver el gran mal que hay en ella»”.
Además de esas tres pasiones, que coinciden en la avidez con el budismo como una de las causas principales de sufrimiento, en el hombre moderno como en el hombre que investigaban los padres hay tres partes que todos podemos reconocer como el cuerpo, la mente y el espíritu, y hay tres potencias en su alma o psiquismo, (el deseo, el ardor y la razón. La avidez de placeres concierne a la actividad del cuerpo; el amor de sí concierne al ámbito del alma (psiquismo); y el orgullo concierne al ámbito del espíritu.
Esas potencias pueden tomar dos direcciones posibles. Cuando se dirigen hacia el amor de sí, el deseo se convierte en avidez, el ardor se convierte en cólera, y la razón se convierte en orgullo. En cambio, cuando las mismas potencias se dirigen hacia el amor de Dios, o en otras tradiciones la Realidad, el deseo se convierte en impulso de amor, el ardor se convierte en fuerza y vigor para el combate espiritual, y la razón se convierte en fuente de humildad. El paso de una a otra dirección (del amor de sí al amor de Dios) se denomina «conversión» (metanoia): convertere, es decir, «dar la vuelta», «cambiar de dirección», coinci-diendo, convergiendo con Dios.
El estado actual de endurecimiento de corazón creo que es evidente para todos nosotros, el hombre occidental está ávido de consumo, de objetos, de experiencias, su ansia de comida es propia de glotones como su amor al dinero que es una extensión de la glotonería en la medida en que es la pasión de querer asegurar en el futuro la satisfacción del presente.
Así que para recuperar una mirada contemplativa que permita ver el sacrificio de algo que nos trasciende para crear este libro primigenio de la naturaleza uno debe primero adherirse a esta Verdad con la que iniciamos el texto: La cualidad de la esencia es Belleza y bondad y nuestra alma es a imagen y semejanza, lo segundo es la movilización de la voluntad, hay que realizar esa metanoia urgente y necesaria de las potencias del alma y ponerlas en la dirección adecuada a través de un método con garantías.
Y tercero hay que identificar lo que impide ser una bendición para la tierra y para el hermano, ver la fealdad moral que surge de nuestro alejamiento a esas cualidades divinas que se reflejan en actitudes espirituales y cualidades morales. Y trabajar para que nuestro deseo se convierta en vez de avidez en impulso de amor a esta querida Madre Tierra y a todos nuestros hermanos que están sufriendo nuestra insaciable avidez de recursos. El ardor se convierta en vez de cólera, que invita a las continuas guerras por esos recursos cada vez más escasos en fuerza y vigor para el combate espiritual con el verdadero enemigo, que yace oculto en el interior de cada uno negando al Sumo Bien su trono en nuestro corazón.
Y la razón en vez de orgullo de creernos dueños y señores de un planeta que es un préstamos de nuestros nietos se convierta en fuente de humildad y reconocimiento de ser guardianes y custodios y de nuestros límites y los límites del planeta para que nos quedemos contentos con ser ricos en espíritu única dimensión en la que se puede crecer y seamos capaces de contentarnos con ese nada en demasía que dice el oráculo de Delfos.
El Titanic se hunde y nosotros seguimos bailando en cubierta al son de una música superficial y profana, la tierra se resiente, cruje, se deshiela, se calienta, se extingue en su diversidad y nosotros seguimos pasando el fin de semana en las grandes superficies consumiendo sus exiguos recursos, ajenos a la reflexión y a la acción contundente que los acontecimientos reclaman. Conviértete en lo que eres y ayuda a salvar y a sanar el mundo.
La ecología empieza en el alma.
Beatriz Calvo Villoria