No olvidemos que partimos de un problema real de supervivencia, de un declive de todos los ecosistemas en los que estamos insertos, provocado por nuestro mal hacer, suficientemente grave —para algunos irreversible— como para que nos planteemos una verdadera revolución de los cimientos sobre los que hemos edificado nuestra sociedad y nuestra cultura y un cambio de perspectiva a la hora de interpretar las causas que nos están llevando a la ruina.
EL hombre en guerra consigo mismo
Dice Barry Commoner —citado en el libro de Jorge Riechman, Biomímesis— que la tecnosfera está en guerra con la biosfera, entendiendo ésta «como el sistema creado por la naturaleza durante miles de años a través de procesos, físicos, biológicos y químicos, y la tecnosfera [como] el sistema creado por nosotros, un sistema de estructuras y útiles inserto en la biosfera, y del que forman parte los asentamientos rurales y urbanos, las redes de transporte y comunicación, las fuentes de energía, los cultivos, etc.»
¿Y por qué esta guerra? Porque los procesos lineales propios de la tecnosfera, chocan de frente con los procesos cíclicos de la biosfera. En los primeros, los recursos quedan desconectados de los residuos y los ciclos no se cierran; son metabolismos que consumen energía fósil, que es finita, a espuertas y que excretan residuos y desechos, muchos de ellos no biodegradables, a un ritmo infernal e inasimilable para la biosfera. Ésta, en cambio, funciona mediante ciclos cerrados; utiliza la energía del sol, que es inagotable, y se encarga de transformar y reutilizar todo desecho para generar nuevos ciclos de materia y energía. Frente a la actual tecnosfera, diseñada de forma antiecológica, tenemos una naturaleza que, además de tener una circulación constante de la materia y la energía, es también sistemática, pues la energía y la materia pasan de unos lugares a otros de manera organizada: una brizna de hierba es la suma de diferentes células que sintetizan energía, que será usada por la vaca que, más tarde, comerá el humano, organismo formado por células que crean tejidos, que forman órganos, que constituyen aparatos, agrupados en sistemas. Cada uno tiene su lugar y su función, su nicho, dentro de un ecosistema; todo en perfecto equilibrio dinámico entre individuos, especies y entorno, generando realidades cada vez más complejas. Nada que ver con el diseño de nuestra tecnosfera que, como un injerto perverso, pugna por aniquilar al huésped que la hospeda con todo tipo de desórdenes.
Por lo tanto, tenemos que repensar todo desde el principio, dejar de gastar millones inútilmente parcheando los problemas de un sistema que evidentemente no funciona, dejar de lamentarnos de las consecuencias nefastas de una manera de actuar irresponsable que no tiene en cuenta ni a las generaciones futuras ni a las presentes, que enferman por el carácter artificial de la tecnoesfera. Necesitamos profundizar en las causas, tomando altura, y observar el uso que hacemos de la energía, de los materiales, la forma en que ocupamos el territorio y la quiebra de un modelo, el capitalista, basado en la necesidad de crecimiento y acumulación constantes, tal como señalaba, por ejemplo, José Manuel Naredo (al que entrevistábamos en el número 14) y resolver el problema en su origen, transformando metabolismos lineales en cíclicos o cerrados, a imitación de la naturaleza.
Resucitando conceptos
Y necesitamos, también, seguir el consejo de Hans Jonas en su libro Principio de responsabilidad: «Actúa de tal modo que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la tierra». O, como diría más poéticamente Oren Lyons, un indio onondanga, «al caminar sobre la madre Tierra, posamos siempre los pies con cuidado porque sabemos que las caras de las generaciones futuras nos miran desde abajo. Nunca las olvidamos». O también, como dice, de forma más moderna, y por lo tanto más sibilina, el documento Nuestro Futuro Común, que describe el desarrollo sostenible como aquel «que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades».
Esta “ambigüedad calculada” —como diría Naredo— de la definición, que no pone límites a las necesidades, y que pueden ser, por tanto, infinitas, se ha ido rellenando, no obstante, de contenido a través de la polémica que el concepto ha creado. Se ha ido matizando con indicadores como la huella ecológica, (no está de más recordar que la huella mundial actual excede la biocapacidad de la Tierra) o con propuestas fundadas de cómo alejarnos de un crecimiento cuantitativo y acercarnos a la idea de que no se trata de tener más, sino de vivir mejor, de calidad y no de cantidad. Se trata, sobre todo, de hacer distinto y también de hacer menos; como dice Jorge Riechman: «Buena vida dentro de los límites de los ecosistemas».
Contenidos para repensar un concepto que se ha vaciado y viciado en un uso hipócrita, pero que sigue siendo válido si le devolvemos su legitimidad y recordamos que es o debería ser una llamada a la autocontención, al límite natural que se impone a nuestra expansión civilizatoria; no todo lo que deseamos es legítimo tenerlo, ni todas las necesidades son reales. No se trata sólo de ser ecoeficientes, ni de sustituir los móviles viejos por nuevos, aumentando su consumo, sino de aprender a vivir bien sin tanta logorrea telefónica, por ejemplo, o de exigir medida políticas para reducir el gasto de agua y energía en vez de intentar cubrir siempre su creciente demanda, como diría Joaquim Sempere. «Decrecer en el gasto global de energía y materiales, así como en la generación de residuos no es simplemente una opción, es una necesidad que impone un planeta con recursos limitados» (Luis Gonzalez Reyes). Sin olvidar que el decrecimiento, sobre todo de los países más enriquecidos, no es un fin en sí mismo, sino un camino hacia una sociedad sostenible. «El cambio de perspectiva esencial estriba en reconocer que el medio ambiente no forma parte de la economía, sino que la economía forma parte del medio ambiente. Son los subsistemas económicos humanos los que han de integrarse en el sistema ecológico englobante, y no al revés. Ésa es la clave para plantear adecuadamente los problemas de sostenibilidad» (J. Riechman).
Resumiendo: es tiempo de responsabilidad, con nuestros propios actos y con nuestros congéneres, incluidos reino animal y vegetal. De revolución, pues necesitamos rediseñar desde la raíz una tecnosfera mal diseñada , para lo cual necesitamos una transformación previa del paradigma desde el que se crea nuestra cultura y nuestra sociedad, un paradigma —ya lo hemos señalado muchas veces— mecanicista, reduccionista y disgregador. Y es tiempo de reintegración de dicha tecnosfera en una biosfera que ha demostrado con creces, no sólo su capacidad de pervivencia durante millones de años, sino una belleza, una majestad y una perfección de una complejidad nunca igualada, ni siquiera imaginada por el hombre; aunque para algunos autores, como J. Riechman, haya que hacerlo no porque sea una maestra moral sino porque funciona, aunque discrepamos de la opinión de que metafísicamente la naturaleza no supere lo artificial, y no se trata de defender la denostada “falacia naturalista”, sino de defender una visión desde las premisas de la Geosofía, que sugiere «un camino de reflexión sobre la relación hombre-naturaleza que, transcendiendo los criterios sociológico-científicos de los planteamientos ecológicos, recupere la dimensión espiritual que le es intrínseca». Sería aprender no sólo de las formas, como hace el conocimiento científico, sino de las esencias que vehiculan esas formas, como hacen otros tipos de conocimiento; no sería sólo cuestión de imitar el aspecto externo de la naturaleza, sino la sutileza con la que está enhebrada, pero ese es otro Al descubierto.
Todo esto, aderezado con una virtud que ha desaparecido de la arrogante ciencia-religión en la que nos vemos proyectados hacia delante en un progreso hacia el desastre: la humildad de aprender de la dinámica excelente de un sistema de sistemas que como dice Barry Commoner es maestra en procesos conservadores, cíclicos y autocoherentes, y, por lo tanto, maestra en armonía; la humildad de saber que no somos capaces de “producir biosfera” por nuestros medios técnicos, por muy sofisticados que los creamos. Si desaparece el lince no podremos sustituirlo, ni a él, ni al eslabón que supone en toda una cadena trófica. Necesitamos, pues, una ética de la modestia, como diría Jonas, y necesitamos la bimímesis, como ciencia, pues, además de ser una herramienta que nos permite estudiar, leer, observar, analizar, reflexionar e interpretar esa naturaleza, nos puede servir de modelo para diseñar el regreso a casa.
Distintas aplicaciones del principio de biomímesis
No es nueva ni la idea ni la ciencia: la biomímesis, aunque lleva poco tiempo reconocida oficialmente como ciencia es lo que llevó al hombre a inventar la lasca como arma a imitación de la garra de águila, o a Leonardo Da Vinci y algunos de sus contemporáneos mantener una observación consciente y sistemática de la naturaleza, como en su estudio de las aves para aplicarlo a una máquina voladora; o, más recientemente, a una empresa británica a crear un bastón que permite a los invidentes desplazarse de forma más sencilla y segura a imitación del sónar de los murciélagos.
Animales como el martín pescador o plantas como el loto inspiran tecnologías eficientes y ecológicas. Es el resurgir del maridaje entre biología y tecnología, germen quizá de una tecnosfera más inteligente. «Una base tecnológica para una sociedad en paz con la naturaleza» (J. Riechman). La biomímesis nos puede allanar mucho el camino enseñándonos a producir, por ejemplo, una química verde que no dependa de compuestos orgánicos sintéticos que contaminan lo que comemos; o a construir edificios que ahorran un 90% de la energía utilizada para su climatización, inspirados en los termiteros; o a copiar al loto cuyas hojas salen impolutas del barro para crear un sistema de autolimpieza que permite ahorrar millones en detergentes, tan nocivos para nuestros sistemas fluviales. O a crear sistemas cerrados de producción agrícola e industrial, copiando cualquier ecosistema natural.
Pero si no cambia la sociedad desde la que se diseña esa tecnología, seguiremos haciendo un uso ininteligente de la tecnología por muy verde que sea. Pues aunque los coches mejoren en su ecoeficiencia, si se siguen produciendo millones de unidades seguirá aumentando el consumo de una energía que contamina y expulsa un dióxido de carbono para el cual la biosfera tiene un límite de absorción. Tampoco nos ayudará ser más eficientes en la extracción de minerales para la producción de más ordenadores que acaben como residuos no asimilables en la trastienda de Occidente —los países pobres— y por lo tanto fuente de contaminación tóxica para todos. No podemos seguir generando residuos; sostenibilidad no es sólo ecoeficiencia, es sentido común. Frente a la estrategia ecoeficiente de disminuir el vertido de tóxicos al medioambiente, la biomímesis que es un verdadero camino hacia la sostenibilidad, nos enseña que simple y rotundamente no se puede introducir materiales peligrosos en el medio ambiente.
No se trata, por tanto, sólo de mejoras sino de que éstas deben estar inscritas en cambios estructurales socioeconómicos, y por supuesto de valores, cambios que también pueden encontrar ejemplos y reflejos en la Madre Naturaleza, como la cooperación en el aprovisionamiento de alimentos de los lobos o el sacrificio y el altruismo de ciertas abejas, avispas y hormigas, o las atenciones recíprocas de los babuinos. Cueste lo que nos cueste, valores como la austeridad, la autolimitación, si se prefiere, habrán de estar en todas las agendas individuales y colectivas, no sólo por el interés personal de mantener la ecosfera que nos mantiene sino por el principio de una justicia social, cuya desaparición de nuestro sistema sume en el caos y en el hambre a tres tercios de la Humanidad.
Y luego está la biomímesis como idea, que va más allá de sus aplicaciones en la ciencia y en la ingeniería y que da el verdadero marco a esa sustentabilidad que necesitamos aplicar a todos los niveles, y esa amplitud del término es la que reclaman autores como Ramón Margalef, Barry Commoner, Edward Goldsmith, José Manuel Naredo y Joan Martinez Alier: la economía humana debería imitar la economía natural de los ecosistemas, pues éstos funcionan a base de ciclos cerrados de materia, con ausencia de residuos, y además movidos por la energía más inagotable de nuestro pequeño cosmos circundante: el sol. Una economía ecológicamente fundamentada, como dice Francisco Fernández Buey. Se trataría en definitiva de diseñar tanto bienes y servicios como sistemas socioeconómicos que encajen con armonía en la biosfera, introduciendo como primer objetivo la salud tanto humana como la de los ecosistemas, tal como señala Riechman.
La inspiración profunda de la natura
Sentadas ya las bases sobre las que se debe de edificar cualquier herramienta de cambio, pasemos a descubrir el fascinante universo de la biomímesis. Los orígenes modernos de la biomímesis, también conocida como biónica o biognosis suelen atribuirse al ingeniero Richard Buckminster Fuller, diseñador, ingeniero, visionario e inventor estadounidense, pero el término fue popularizado por Janine Benyus, bióloga, consultora y autora de uno de los libros de referencia, Biomimicry: Innovation Inspired by nature. En él se la define como una nueva ciencia que estudia los modelos de la naturaleza y a continuación, imita o se inspira en estos diseños y procesos para resolver los problemas humanos. «La idea central es que la naturaleza, imaginativa por necesidad, ya ha resuelto muchos de los problemas con los que estamos lidiando: energía, producción de alimentos, control de temperatura, la química no tóxica, el transporte, el envasado…»
Para Janine Benyus, cofundadora y presidenta del Biomimicry Institute, «se trata de una estrategia de supervivencia para la raza humana, un camino hacia un futuro sostenible. Si nuestro mundo funcionase más como lo hace el mundo natural, más probabilidades tendríamos de perdurar en este hogar nuestro, que no es sólo nuestro». Esta bióloga tiene una compañía, la Biomimicry Guild, que ayuda a sus clientes a utilizar la genialidad que se puede encontrar en todas las formas de vida para crear productos y procesos sostenibles. Es cofundadora también del portal de Internet AskNature.org, «una web de recursos on line para que ingenieros y diseñadores aprendan de las soluciones que ha encontrado la naturaleza durante millones de años de evolución para los problemas que tenemos hoy y no podemos resolver solos». Imagínese tres mil ochocientos millones años de esplendor de diseño disponibles de forma gratuita, para cualquier innovador en el mundo que quiera crear desde los principios de la sostenibilidad. Las ideas más elegantes de la naturaleza están organizadas por el tipo de diseño y por la función; se puede entrar, por ejemplo, en “eliminar la sal del agua” y ver cómo los manglares, los pingüinos y las aves costeras desalinizan sin combustibles fósiles, e imitarlos.
Maestra consumada, alumnos aventajados
Estos son algunos de los ejemplos señalados por Janine en su página web www.biomimicryinstitute.org de lo que se está haciendo en biomímesis o biomimética:
√ Wes Jackson, del Land Institute, está estudiando las praderas como modelo para una agricultura a base de policultivos comestibles y perennes que mantendrían la tierra de manera sostenible, en vez de ponerla bajo presión. Cultivos que ya han demostrado que pueden producir rendimientos equivalentes en grano y mantener e incluso mejorar el agua y los recursos del suelo de los que depende la agricultura del futuro.
√ Peter Steinberg, de la empresa Biosignal, en Australia, ha creado un compuesto antibacteriano que imita el mecanismo de la Delisea pulcra por el que estas algas rojas evitan que las bacterias se posen en su superficie al saturar sus señales comunicativas con un compuesto ambientalmente respetuoso llamado furanona. Con este compuesto se podrían evitar infecciones hospitalarias o combatir el cólera o la legionella.
√ Thomas y Ana Moore y Devins Gust, de la Universidad de Arizona, están estudiando cómo una hoja captura la energía, con la esperanza de conseguir una célula solar de tamaño molecular. Su producto “pentad”, sensible a la luz, mimetiza un centro de reacción fotosintético, con una minúscula batería alimentada por el sol. En otro lugar del mundo, científicos israelíes de la universidad de Tel Aviv encontraron en el esqueleto exterior del avispón oriental unos cristales orgánicos semiconductores, que funcionan como las células solares. Estos insectos utilizan la corriente solar, tanto para la producción de calor como para abastecer con energía su aparato cinético y su metabolismo. Lo más excepcional es el hecho de que este sistema biológico no sólo es capaz de crear energía eléctrica, sino también de almacenarla. Por eso, los científicos biónicos creen que en algún momento no muy lejano las células solares vivas podrán revolucionar la tecnología fotovoltaica.
√ J. Herbert Waite, de la Universidad Santa Bárbara, en California, está estudiando el mejillón azul, que se agarra a las rocas gracias a una sustancia adhesiva que puede hacer lo que las nuestras no pueden: secarse y pegar bajo el agua. Hay diferentes equipos tratando de mimetizar este pegamento subacuático.
√ Bruce Roser, de Cambridge Biostability, ha desarrollado un sistema de almacenamiento de vacunas a temperatura estable que elimina la necesidad de costosos sistemas de refrigeración. El sistema se basa en el proceso natural que permite a la planta Anastatica o Rosa de Jericó permanecer desecada, pero viva, durante años.
√ David Knight y Fritz Vollrath, de la Universidad de Oxford, Spinox, están mimetizando el sistema de producción respetuoso de las arañas para encontrar un modo de producir fibras sin calor ni sustancias tóxicas. Como dice Janine, «mucha gente todavía cree que somos capaces de fabricar materiales artificiales mejores que cualquier material natural. Pero lo cierto es que cuando nosotros fabricamos nailon o kevlar –el material de los chalecos antibalas—, por ejemplo, o cualquiera de nuestras maravillosas fibras, necesitamos mucha energía para alcanzar temperaturas increíblemente altas, hervimos las fibras en ácido sulfúrico, las sometemos a todo tipo de presiones… en un proceso tecnoquímico caro y contaminante. La araña fabrica fibras cinco veces más resistentes e increíblemente elásticas, y lo hace a temperatura ambiente. ¡Es un material asombroso!»
√ A. K. Geim, de la Universidad de Manchester, ha desarrollado una cinta adhesiva libre de pegamento, basada en la adherencia física seca de las plantas de las patas del gecko, dotadas de pequeños filamentos que se adhieren a las superficies mediante fuerzas de Wan der Vaals. Ello permitiría diseñar productos fácilmente desmontables para su reciclaje sin contaminación con adhesivos.
√ Thomas Eisner (Cornell) deja que el comportamiento de los insectos le diga qué plantas pueden ser buenas apuestas para nuevas medicinas. Si los insectos ignoran una hoja, él imagina que está llena de compuestos secundarios (defensas para la planta y potenciales medicinas para nosotros).
√ Varios investigadores en Ecología Industrial están buscando modos de aplicar al mercado las lecciones de la naturaleza sobre economía, eficiencia, cooperación y reciclaje. En Chattanooga, Brownsville, Baltimore y Cape Charles se están construyendo polígonos industriales que funcionan en un ciclo cerrado, que emulan los patrones de ecosistemas maduros como los bosques de secuoyas.
La lista es inagotable, como infinita son las combinaciones del puzzle milagroso de la naturaleza, langostas biomecánicas, tractores artrópodos que salvan cualquier obstáculo, topos robóticos que escarban entre los escombros, ventanas con iris que responden a la luz, captadores y desaladores de agua basados en la nariz de los camellos… Ningún campo escapa a la biomimética. Científicos e ingenieros comparten la opinión del vicepresidente de la Sociedad Británica de Astrobiología, Mark Burchell: «Copias lo que la naturaleza ya hace, así que dejas que ella haga la I+D». Millones de años de evolución han destilado procesos y materiales optimizados, energéticamente baratos, limpios y reciclables. ¿Quién puede hacerlo mejor? Janine Benyus insiste en sus intervenciones: «Todas las soluciones están en la naturaleza, ¡copiémoslas!» En su instituto, por ejemplo, se investiga un paliativo para el grave problema de las sequías: «Copiamos el diseño de las membranas de peces, aves y plantas para filtrar la sal del agua marina». Y gracias a estos diseños mejoran las plantas de desalinización, que ya estamos necesitando con urgencia.
¿Segunda oportunidad?
Como se puede ver, el potencial de estos sistemas es enorme y, al descubrir la filigrana oculta en los sistemas de lo vivo, se despierta una mezcla de fascinación y de esperanza, y a la vez una pregunta: si ya estaba ahí desde el principio, ¿cómo hemos podido tardar tanto tiempo en utilizarlo?, ¿cómo no nos hemos dado cuenta de que animales, plantas y microbios son ingenieros consumados?, ¿no son ellos los que han encontrado lo que funciona, lo que es apropiado y más importante, lo que perdura aquí en la Tierra? ¿Cómo hemos podido jugar a aprendices de brujo y soltar a la biosfera compuestos como los organoclorados, que la naturaleza nunca hubiese combinado, pues no se adaptan a la vida natural, y están creando todo tipo de problemas de salud medioambiental? ¿Por qué insistimos en extraer de las entrañas de la tierra una energía tan conflictiva como el petróleo, que allá donde se derrama destruye toda forma de vida, teniendo una energía como la del sol, que hasta la más sencilla brizna de hierba sabe cómo utilizar, transformándola en vida? ¿Cómo andamos modificando genéticamente el ADN cuando ya hay propuestas naturales que no implican ningún tipo de riesgos?, ¿cómo no hemos palidecido de admiración ante la enorme variedad y riqueza de elementos, sustancias y compuestos que las plantas son capaces de producir y que encierran el secreto para sobrevivir en este planeta? Una admiración que tendría que haberse convertido en amor y como todo amor en cuidado y protección.
Cuánta soberbia y cuanto Prometeo anda suelto, impidiéndonos absorber la sabiduría de la biosfera, de sus individuos, sus especies, sus recursos y sus relaciones entre ellas y con su entorno, y aplicarlos a nuestros proyectos para resolver problemas de una manera más eficaz y sostenible. Es tiempo de extraer, sintetizar y traducir información útil e inspiradora para crear nuestros proyectos. Las plantas obtienen su energía del sol, los moluscos crean duras cerámicas con un par de compuestos, los chimpancés se automedican, los bosques se gestionan de manera autónoma. Hay tantos procesos maravillosos que ya se han materializado de forma óptima por la naturaleza, (como el de la tela de la araña, que es mucho más dúctil y mucho más resistente en relación a su peso que el acero del mayor grado), pero que siguen siendo en cambio una utopía para nuestras tecnologías, lo que hace que esta disciplina científica esté teniendo un espectacular auge internacional, aunando a biólogos e ingenieros de todo el mundo para analizar conjuntamente las tecnologías desarrolladas y probadas por la naturaleza durante su azarosa existencia de tiempo profundo en búsqueda de un equilibrio ecológico en constante dinamismo creativo.
Y éste sólo es el principio; según el profesor Julian Vincent, profesor de biomimética en la Universidad inglesa de Bath, tan sólo se ha aprovechado hasta ahora el 10% de las posibles simbiosis entre biología y tecnología en términos de mecanismos utilizados. Hay muchos más ejemplos que nos hacen compartir lo que este nutrido grupo de científicos nos señala acerca de aquello en lo que la naturaleza se ha convertido para ellos: en modelo, medida y mentora de las actividades humanas; modelo, porque pueden imitarse formas, procesos y sistemas que llevan funcionando millones de años; medida, porque tienen que evaluar constantemente sus diseños y compararlos con la naturaleza para ver si las soluciones propuestas son igual de eficientes, simples y sostenibles que las que encuentran en ella; y mentora, porque tienen que aceptar que somos parte de la naturaleza, dejar de actuar como si fuésemos ajenos a ella, y comportarnos en consecuencia.
Tenemos mucho que aprender de la humilde hoja que, después de haber logrado su propósito de defender al árbol frente a las plagas o distribuir fluidos o contraerse en un cilindro frente al viento, se transforma en sustancia nutritiva para una seta o para un helecho. Nosotros soltamos, en cambio, nuestras creaciones tecnológicas como las bolsas de plástico e interrumpimos el sistema endocrino de peces y humanos. Paseas por el bosque, y la fragancia de los pinos te embriaga y sus colores te serenan, mientras que entras en el ascensor y el perfume de la vecina te da jaqueca y, si eres un afectado por el síndrome de sensibilidad química múltiple, te desmayas. La diferencia es abismal y abrumadora. ¡Cuánto por aprender¡ Y afortunadamente todavía queda biodiversidad para hacerlo, aunque el ritmo que lleva la desaparición de especies nos va dejando paulatinamente sin boticas que imitar, ni diseños que explorar. ¡Cuántos patrones biológicos de excelente adaptación al medio se nos han ido ya, plagados de secretos¡ Si un humilde escarabajo, que vive en el sofocante desierto de Namibia, ha enseñado al biólogo Andrew Parker cómo aguantar el calor gracias a unos parches alternos de cera que le permiten aprovechar las gotas de agua y utilizar este sistema en materiales para recoger el agua en condiciones de aridez, ¿qué nos podrían haber enseñado tantos otros insectos que están desapareciendo de la faz de la tierra? Si un humilde caracol es maestro en la creación de un hormigón natural a base de elementos normales que encuentra en su camino sin necesitar la cantidad de energía que el cemento industrial precisa, ¿qué nos podría haber enseñado un dodo extinto? O si el sistema bioeléctrico de la ballena yubarta es capaz de inspirar un pequeño marcapasos sin pilas, mucho más barato que los actuales, ¿qué nos estaremos perdiendo cuando nos comamos al último atún o contaminemos al último salmón y desaparezca su simbólica ascensión contra corriente?
En este sentido, otra de las iniciativas del instituto de Jeanine debería ser imitada por todos los gobiernos: el programa Innovation for Conservation para preservar el hábitat de los organismos que inspiran las soluciones biomiméticas. Sólo preservando lo que nos queda, con esta actitud de humilde respeto y aprendizaje, de este gran libro abierto que es la naturaleza encontraremos quizá una segunda oportunidad.
Niveles de profundidad, la escala hacia el buen hacer
Como hemos visto, la biomímesis se puede aplicar a cualquier ámbito de la actividad humana, desde la ciencia política al diseño de automóviles, la arquitectura, la informática o a la reconstrucción de biosferas. Nos podemos acercar a las soluciones tecnológicas que buscamos en la biomímesis de tres maneras diferentes:
√ Primer nivel: mimetizar la forma natural o los mecanismos encontrados en la naturaleza. Un ejemplo seria copiar el diseño de las plumas de la lechuza que, por la manera en que encajan, crean un tejido que se puede abrir por cualquier lugar. Esto es sólo el principio, pues esta imitación puede llevar, o no, a una manera de hacer sostenible a largo plazo.
√ Segundo nivel: mimetizar los procesos naturales, o el “cómo lo hace” la naturaleza. La pluma de la lechuza se monta por sí misma, a temperatura corporal y sin necesidad de tóxicos o de altas presiones, gracias a la química de la naturaleza. Un ejemplo seria la química verde, que trata de replicar los métodos naturales de producción de compuestos químicos por parte de plantas y animales.
√ Tercer nivel: mimetizar los ecosistemas naturales. La pluma de la lechuza encaja de manera natural en su entorno; forma parte de un animal, que a su vez forma parte de un bosque, que forma parte de un bioma, que forma parte de la biosfera que sostiene la vida. Del mismo modo, nuestro tejido inspirado en la lechuza debe ser parte de una economía más amplia que trabaje por restaurar —en vez de agotar— la tierra y las personas. Si hacemos un tejido bioinspirado usando química verde, pero los trabajadores que lo tejen lo hacen en condiciones de explotación, y lo distribuimos en camiones contaminantes y a largas distancias, no estamos imitando a la naturaleza. Un ejemplo es la imitación de los principios organizativos a partir del comportamiento social de organismos como hormigas o abejas.
En todo caso, como dicen en el citado Instituto, para mimetizar un sistema natural hace falta preguntarse cómo encaja cada producto: ¿es necesario?, ¿es bello?, ¿forma parte de una nutritiva cadena trófica de industrias y puede transportarse, venderse y reabsorberse de forma que fomente una economía sostenible y autosuficiente como un bosque? Si conseguimos biomimetizar en los tres niveles (forma natural, proceso natural y sistema natural), empezaremos a hacer aquello que todos los organismos bien adaptados han aprendido a hacer, que es crear condiciones propicias para la vida. Como señala Ramón Pastor Martínez, hablando de ecología industrial, y entendiendo los procesos industriales de forma que incluyan la agricultura, los servicios, las infraestructuras urbanas, etc.: «En los ecosistemas industriales, cada proceso debe verse como parte dependiente e interrelacionada de un todo mayor. La analogía entre el ecosistema biológico y el industrial no es perfecta, pero se podría ganar mucho si el sistema industrial imitara las mejores características de su homólogo biológico, en el que cada cosa producida es usada por algún organismo para su propio metabolismo». Para cerrar el ciclo de materiales, es necesario que los residuos de un proceso constituyan la materia prima de otro, por ejemplo una botella de plástico convertida en moqueta. O como plantean, yendo todavía más allá, el químico Michael Braungart y el arquitecto William McDonough con el concepto “de la cuna a la cuna” en su obra Cradle to cradle, que los productos sean concebidos desde el principio para que al llegar al final de su ciclo de vida se puedan reincorporar una y otra vez al comienzo del proceso. Pues el fabricar una moqueta a partir de botellas de refrescos es sólo infrarreciclar (downcycling), ya que, según ellos, lo único que se logra es posponer su eliminación o su llegada a un vertedero. Para ser totalmente sostenibles, los sistemas biológicos han evolucionado hasta ser prácticamente cíclicos. Residuos y recursos se mantienen de forma indefinida, ya que los residuos de un sistema constituirán los recursos de otro. «El ideal —¿utopía?— es un flujo cerrado de materiales en el que no se extraigan recursos del medio ambiente» (Ramón Pastor Martínez).
Biomímesis un camino posible hacia la sostenibilidad
Hay cientos de ejemplos que indican lo lejos que estamos de esa utopía, de la incompatibilidad de los sistemas humanos con los sistemas naturales, de esa guerra que comentábamos; en definitiva, de la insosteniblidad en la que vivimos. Para un sistema biológico, el cambio de un sistema a otro es un proceso traumático, aunque lento. Las especies que no consiguen adaptarse desaparecen, dejando paso a aquellas que utilizan con mayor eficiencia los recursos en el entorno del nuevo sistema. Nuestra tecnosfera tiene que prepararse para el cambio, y cuanto antes empecemos menos traumático será y más probabilidades tendremos de no desaparecer por inadaptación. Indicábamos al principio que la noción de biomímesis en el sentido más amplio nos indica la vía para la reconstrucción de los sistemas humanos, económicos, ecológicos y sociales, para lograr una mayor compatibilidad o coherencia. Evidentemente, no es la única solución que debemos aplicar a los problemas de esta civilización, algunos de los cuales son de un profundo calado espiritual y sólo se cambian, como diría Einstein, desde órdenes superiores; en todo caso, imitar las diez propiedades de los sistemas naturales que señala Janine M. Benyus puede ser un inicio de transformación hacia una verdadera sustentabilidad, donde el milagro de la inteligencia humana unido al milagro de la inteligencia natural puede dar frutos sostenibles y sorprendentemente bellos. Esos sistemas naturales: 1) funcionan a partir de la luz solar; 2) usan solamente la energía imprescindible; 3) adecuan forma y función; 4) lo reciclan todo; 5) recompensan la cooperación; 6) acumulan diversidad; 7) contrarrestan los excesos desde el interior; 8) utilizan la fuerza de los límites; 9) aprenden de su contexto; 10) cuidan de las generaciones futuras.
De estas propiedades, autores como Luis González Reyes han destilado varios principios básicos para la sustentabilidad, basados en la biomímesis, alguno de los cuales ya han sido pincelados:
—Cerrar los ciclos de la materia. Esto se traduce en adecuar nuestras actividades a la capacidad del planeta para asimilar los contaminantes y residuos; es decir, evitar los materiales que la naturaleza no puede degradar/asimilar, y frenar la producción de residuos hasta alcanzar un ritmo menor al ritmo natural de asimilación/degradación, llegando al residuo cero. En la naturaleza el concepto de basura no existe. Lo que producimos debe ser reutilizado.
—Evitar el uso de productos contaminantes. Un ejemplo puede ser el uso tradicional del DDT como plaguicida u otros potentes pesticidas químicos. La naturaleza no se agrede a sí misma con sustancias extrañas o ajenas a ella (xenobióticos) que rompan su frágil equilibrio.
—Basar la obtención de energía en el sol. Pasar de un modelo basado en el petróleo a un nuevo modelo basado en energías alternativas (eólica, hidraúlica, solar).
—Centrar la producción y el consumo en lo local. La biomasa natural se mueve preferentemente en sentido vertical, no horizontal. Los desplazamientos en el espacio están muy limitados en los contextos naturales. La sociedad actual está construyendo una lógica inversa: mandamos lechugas españolas a Holanda y ellos nos mandan variedades de lechuga holandesa para que las comamos nosotros.
—Potenciar una alta diversidad e interconexión biológica y humana. A mayor diversidad, mayor probabilidad para el ecosistema de perdurar en el tiempo, debido a la existencia de distintas alternativas de desarrollo. La complejidad, en este sentido, es una fuente de seguridad. Nosotros estamos haciendo lo contrario. Suprimimos variedades de plantas para concentrar la producción en una sola que se supone que es la más “rentable”. Si esa variedad falla, nuestra posición, en cuanto a seguridad alimentaria, será muy vulnerable (por ejemplo, hambruna de la patata en Irlanda).
—Acoplar nuestra “velocidad” a la de los ecosistemas. Muchos de los problemas ambientales que se están produciendo tienen más que ver con la velocidad a la que se están efectuando los cambios que con los cambios en sí mismos.
En este sentido, es imprescindible ralentizar nuestra vida, nuestra forma de producir y consumir, de movernos. Hay que volver a acompasar nuestros ritmos con los del planeta.
—Actuar desde lo colectivo. En la naturaleza, para su evolución, ha sido mucho más importante la cooperación que la competencia, como bien lo ejemplifica la simbiosis, algo básico en el desarrollo de ecosistemas y seres vivos.
—Principio de precaución. El principio de precaución postula que no se deben llevar a cabo acciones cuyas consecuencias no están claras. Debemos ser conscientes de nuestras limitaciones y no creernos seres omnipotentes. No podemos generar residuos radioactivos con miles de años de duración, cuando no somos capaces de planificar la economía a diez años vista. No podemos crear organismos modificados genéticamente cuando no somos capaces de medir su impacto futuro sobre nuestra propia vida.
Aprender a leer el Gran libro de la naturaleza
La biomímesis fascina porque es un umbral al que la ciencia del hombre prometeico vuelve a asomarse con admiración renovada al misterio de la creación, un cruce de caminos entre la inteligencia del hombre y la inteligencia de la naturaleza, en el que el corazón puede quedar lleno de una emoción de sorpresa maravillada ante el proceso creativo que desde el principio de los tiempos se ha reflejado en el arte —del que decía santo Tomás de Aquino que “es la imitación de la naturaleza en su modo de operación”—, y que se ha desarrollado en las ciencias tradicionales de la naturaleza en un lenguaje simbólico basado en la analogía entre los diversos niveles de existencia.
Hemos desgranado un principio de imitación de la vida capaz de dilatarse en profusión de sentidos y grados de aplicación, y nos despedimos de él aventurando que, ante la lectura continuada de ese torrente infinito de la ingeniería de la vida, se despierte en el hombre moderno la mirada que poseía el hombre primordial y aún poseen ciertos pueblos, que dotaba de transparencia metafísica a las formas y a las realidades naturales; contemplación que les convertía en hombres pontífices, puente entre las realidades espirituales y materiales, hijos del Cielo y guardianes amantes de la Tierra.
Beatriz Calvo